lunes, 26 de mayo de 2014

BUNKER, EL SOPLÓN, Ricardo Guzmán Wolffer



Bunker, el soplón
Ricardo Guzmán Wolffer
Yo hablo del aquí y del ahora, de lo cotidiano,
que es lo que le importa a la gente en su vida.
Si lo extrapolas todo, todo acaba dando igua
l
Edward Bunker

Edward Bunker (EU, 1933-2005) se dedicó, luego de entrar y salir de la prisión por varios años, a contarnos cómo era la vida, vista con los ojos de un delincuente declarado.

Con varias novelas publicadas, algunas hechas películas, sus personajes centrales son delincuentes o gente a su alrededor. DestacanNo hay bestia tan feroz y Perro come perro, pues ambas inician al momento en que el personaje central sale de prisión, con la diferencia de que, en la primera, Max Dembo realmente quiere reintegrarse a la sociedad, mientras que en la segunda, Troy Cameron no tiene la menor intención de cambiar su forma de vida como delincuente. Poco tardará Dembo en entender que él no está para cumplirle caprichos al supervisor de libertad condicional, ni para hacer labor social; luego de que éste lo encierra varias semanas sólo por la sospecha de que Max ha consumido heroína (lo que no ha sucedido), Dembo tiene un momento de quiebre moral donde termina por asumirse como un forajido. “Mi decisión era optar por la delincuencia y el abandono absoluto de las constricciones sociales.” Y el primero en pagar los platos es el abusivo supervisor.

La voz de Bunker cautiva porque habla con honestidad. Los delincuentes de sus novelas insisten en haber sido víctimas de una sociedad más salvaje y abusiva que ellos, ya representada en los hogares de adopción temporal, ya en los reformatorios para menores, donde los peores delincuentes se forman por necesidad para sobrevivir a los otros salvajes, ya en los policías que no dudan en aplacar a golpes a los reclusos, sean o no culpables. Dembo repite odiar a esa sociedad que lo ha orillado, dice, a no saber hacer nada más que delinquir: roba, secuestra, asesina y piensa que está bien, que es parte de su calidad delincuencial. Eso no le impide el placer que le provoca someter a los policías ni meterle varios balazos en la espalda o en la cabeza a quien se le atraviese en la huida.

Para estos delincuentes, esa es su identidad: una vez asumido como hampón, no hay fronteras. En su “libertad interior” se sabe al margen de una sociedad donde la impunidad no tiene el mismo significado que en México (dicen los optimistas investigadores que se castiga entre el uno y dos por ciento de los delitos cometidos). El propio Dembo está cierto de las mínimas posibilidades que tiene para escapar luego del fallido asalto donde ha muerto uno de sus compinches y han atrapado al otro: las probabilidades de librar la persecución son tan pocas que ni lo considera. Sólo busca retrasar el final: la muerte o la cárcel. Troy, en su afán de vivir del delito, termina por ser parte del mayor porcentaje. En ambos casos hay algo de tragedia, porque el destino los lleva a delinquir, pero su decisión está trucada: no saben hacer nada más. Algunos de sus conocidos no ven mal regresar a la cárcel: la droga es más barata, de mejor calidad, se come bien, tienen techo seguro y conocen a muchos de los otros presos. La visión moralista está casi fuera de su alcance. En la huida, se saben animales acorralados, capaces de lastimar incluso a quienes suponían sus amigos. Nadie es de fiar: entre los delincuentes no hay honor y menos si es un loco (como el Mad Dog en Perro: es tan violento e impredecible que los demás reclusos le toman distancia).

Estos delincuentes son la respuesta, también, a un sistema penitenciario donde la idea de la readaptación no existe: los proscritos parecen afanarse en volver a ser encerrados. Se transforman en las cárceles: “es como si les inyectaran odio. Crean monstruos allá arriba.” Se atemorizan ante la ley “del 3er delito” (no importa cuál sea ese tercer delito: les impondrán penas muy severas), pero siguen delinquiendo. Dembo mata a un policía y al saber lo alto de la pena que podría recibir, ya no le importa cometer más delitos: prácticamente será sancionado igual por uno que por dos o más ilícitos. Previamente, el policía asesinado por Dembo había baleado a un compinche de éste por la espalda, totalmente indefenso: su corrupción les resta autoridad moral y, con ello, respeto en su trabajo. El rencor hacia una policía despiadada se repite muchas veces. Cuando Dembo intenta conversar con su supervisor de libertad condicional, ni siquiera logra hacerle entender sus reales deseos de reintentar vivir en esa sociedad que no le perdona su pasado: termina por trabajar con sus antiguos cómplices en un bar, pues ninguna empresa quiere contratar expresidiarios. ¿Cómo se puede hablar de justicia en una sociedad donde la opción de reintegrarse es prácticamente nula? Ante la mente criminal implacable, decidida a todo para robar y matar, ¿qué respuesta puede dar esa sociedad, de por sí represora? En ese sistema penal sin retorno, los abogados, explica Bunker, juegan el papel de peones al actuar sin ninguna ética, capaces de sacar dinero a sus clientes y dejarlos ante la falta de pago. Por su parte, los defensores públicos están imposibilitados para darle el debido seguimiento a un juicio, si llevan setenta al mismo tiempo.
La voz de Bunker es actual, pues habla desde un mundo real, opuesto a la injusticia de una sociedad pensada para quienes siguen las reglas, capaz de aniquilar a los subversivos. No hay esperanza: “sólo los ignorantes y los temerosos creen en Dios actualmente”. El delincuente individual como constante universal: “cuando todo está jodido, nosotros podemos encajar”. Un personaje casi romántico (le falta asumirse como portador de la libertad colectiva a través del individuo que enfrenta la inequidad establecida, y dejar de disfrutar la comisión delictiva), ante la pavorosa violencia nacional donde la delincuencia colectiva, organizada, enfrenta al llamado estado de derecho sin ninguna intención aparente de cuestionar el pacto social y la distribución de las oportunidades.

Bunker termina por ser un soplón de la interioridad de esos hombres, consternados a ratos por la certeza de su propia futilidad.

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