Dos filmes sobre
el golpe de Estado chileno
Marco Antonio Campos
Missing
El 11 de septiembre se cumplirá un aniversario más del golpe de Estado en Chile que derrumbó por cosa de diecisiete años las instituciones democráticas y cambió la historia de aquel país y de algún modo la historia de América Latina. En cine, salvo los excepcionales documentales de Patricio Guzmán, La batalla de Chile y Salvador Allende, los dos filmes mayores fueron hechos por no chilenos:Desaparecido (1982), más conocido por su título en inglés Missing, del griego-francés Constantin Costa-Gavras y El clavel negro (2008), del sueco Ulf Hultberg. Ambos filmes son tan tensos y a la vez tan rápidos que no se piensa ni siquiera en el estilo. He visto Machuca (2004), del cineasta chileno Andrés Wood, pero me parece que peca, al contrario de las películas antes citadas, de morosidad en las escenas; sin embargo, tiene la virtud de mostrar el abismo agresivo entre las clases sociales y la carestía que afectaba a casi todos los sectores de la sociedad antes del golpe, provocada al final por la huelga de los transportistas. Como está sobradamente probado, la CIA, junto con las fuerzas armadas, las trasnacionales estadunidenses, los grandes empresarios chilenos, la Democracia Cristiana y el diario El Mercurio, se unieron en la tarea de desestabilización, que concluyó con el golpe del 11 de septiembre.
Costa-Gavras es uno de los grandes directores de cine político del siglo que nos dejó; en los cuatro filmes que conozco (Zeta, Estado de sitio,Desaparecido y Amén), para hacer una historia de índole política, basada en hechos reales, se vale magníficamente del thriller y tiene casi todo el tiempo al espectador en estado de alerta o angustia continua. En esos filmes policíaco-políticos se parte de un caso particular para mostrar en su conjunto la realidad dramática de un país: un asesinato de un opositor griego en 1963 (Zeta), o lo que se cree un opositor (Missing), o el secuestro y asesinato en Uruguay por parte de los Tupamaros de un inescrupuloso espía estadunidense –Dan Mitrione– (Estado de sitio), o la recuperación fílmica de un miembro de la Gestapo, Kurt Gerstein, creador del gas zyklon B, que servía en la segunda guerra mundial para el gaseamiento en las cámaras de los campos de concentración, pero quien, al confirmar que el gas se utilizaba para el exterminio de judíos, horrorizado de sí mismo y del gobierno nazi, trata de darlo a conocer al mundo, pero, o no lo oyen o no quieren oírlo o no le creen lo que dice (Amén).
Quizá el paradigmático caso del joven periodista estadunidense Charles Horman (1942-1973) hubiera sido una anécdota aislada, un muerto más, si por un lado, como se expone en Missing, su padre, el empresario Ed Horman (Jack Lemmon) y su esposa Joyce, en el filme, Beth. (Sissy Spacek), con alguna ayuda de la periodista del New York Times, Kate Newman (Janice Rule), no hubieran tocado todas las puertas posibles en Santiago, las estadunidenses y las chilenas, hasta encontrar la verdad aciaga. Un añadido: la actuación de Jack Lemmon y Sissy Spacek es tan impecablemente emotiva que no se nota una falla en todas sus reacciones.
En Missing nunca se dice la palabra Chile, pero se mencionan nombres reales como el balneario Viña (Viña del Mar) y la capital Santiago. Aparece un par de veces en la oficina del embajador la foto del expresidente Richard Nixon y el general Augusto Lutz, director del Servicio de Inteligencia Militar, es el coronel Lutz en el filme.
Mentira, tergiversación, simulación y ambigüedades son consustanciales a la política, pero se agigantan en las dictaduras de cualquier color. Costa-Gavras hilvana los hallazgos que hacen Ed Horman y Joyce-Beth sobre el destino final de Charles, pese a las múltiples resistencias y tretas de la embajada estadunidense que acaba haciendo al final una mala farsa: cómo Charles Horman fue sacado de su casa por los militares el 16 de septiembre y llevado enseguida al Estadio Nacional; la tortura y la decisión de su eliminación por el coronel Lutz, con el consentimiento de Hugo Berrías, subdirector, y un oficial estadunidense no identificado; la ejecución y el entierro de Charles en un muro del estadio. El cuerpo sólo será enviado a Estados Unidos siete meses después, cuando era imposible la autopsia.
¿Por qué motivo fue ultimado? Una, por escribir para un pequeño periódico de izquierda chileno (Fin), o lo que más bien consideraban los militares chilenos y la embajada estadunidense de izquierda, pero sobre todo haber estado aislado por mera contingencia en Viña del Mar el 11 de septiembre y los días posteriores, dado que estuvieron cortadas carreteras y líneas telefónicas, y advertir la abundante presencia de personal de la marina estadunidense en el hotel donde se quedaba y anotar en un cuaderno todo lo que veía y preguntaba a oficiales de su país –a un oficial de la Marina (Andrew Babcock) y al jefe del Military Group (Sean Patrick)– sobre el involucramiento. “Sabía demasiado”, concluyó Lutz, y el miembro de la embajada estadunidense aprobó su ejecución. Lo que Ed Horman pudo ser informado desde el día de su llegada, tardaría un mes en enterarse por las duplicidades y ambigüedades de los miembros de la embajada, encabezados por (pongo sus nombres reales) el embajador Nathaniel Davis y el cónsul Frederick Purdy (en el filme Phil Puman). Al comunicarle Nathaniel Davis la eliminación de su hijo, le argumenta indirectamente con el fin de justificar el acto, que la embajada estaba para proteger los intereses de Estados Unidos y que en Chile había más de 3 mil empresas de su país (como si el joven las hubiera puesto en peligro). Aun el oficial de mayor rango de la embajada, el siniestro Ray Tower, al despedirse Horman –es la clave–, le dice que su hijo era “un poco fisgón”, o de otra manera, metía las narices donde no debía. Gran admirador de la política de su país y delamerican way of life, que menospreciaba a su hijo Charles por idealista y por escribir novelas que nadie publicaría, al comprobar la cínica e inescrupulosa participación estadunidense, cambia totalmente la percepción: su hijo no era un inútil y su país asistía política y policíacamente a los asesinos. En la escena final, en el aeropuerto, cuando se prepara para regresar a Estados Unidos, Ed Horman, quien aún cree firmemente en el sistema judicial que existe en su país, promete al cónsul y a Ray Tower –que lo acompañan–, que demandará y meterá a la cárcel a los miembros responsables de la embajada, principiando por ellos y el embajador Nathaniel Davis, y –lo decidiría ya en EU– al secretario de Estado Henry A. Kissinger. Horman presentó once acusaciones. Sin embargo, tres años después su demanda por complicidad y negligencia en el asesinato de su hijo fue desestimada y el caso mandado a archivo como secreto de Estado; en fin, comprobó que su país podía ser tan poco creíble en sus leyes como cualquier república bananera que se respete de serlo.
Pero Ed Horman conoció al menos una justicia poética: Nixon renunció menos de un año después por el caso Watergate, y nunca se levantó políticamente, pese al indulto de Gerald Ford; un joven escritor de treinta y dos años llamado Thomas Hauser, basándose en buena medida en las versiones de Ed Horman y Joyce, la viuda de Charles, publicó en 1978 un exitoso thriller político (The Execution of Charles Horman: an American Sacrifice), y sobre el libro, Costa-Gavras, realizó en 1981 una película que evidenció mundialmente, no sólo la participación de Estados Unidos en el golpe chileno, sino el consentimiento de la embajada para ultimar a su hijo. Sin embargo, no falta la píldora envenenada que debió tragarse (que debimos tragarnos millones): Henry Kissinger, ideador y principal apoyo estadunidense entre 1969 y 1977 de las dictaduras sudamericanas y de la Operación Cóndor, la trasnacional del terror de los militares sudamericanos, a quien con razón el escritor estadunidense Gore Vidal designó “el mayor criminal que anda(ba) libre por el planeta”, aún fue llamado por Bush, Cheney y Powell en 2003, para asesorarlos en la guerra ilegal contra Irak, es decir, a una nueva tarea de aniquilación masiva. Para satisfacción de la gran mayoría de los conservadores estadunidenses y latinoamericanos, Kissinger morirá tranquilo en su cama después de los noventa años.
El clavel negro
Hubo embajadas que después del golpe del 11 de septiembre de 1973 (escasísimas) se portaron a la altura de las circunstancias; ninguna de las europeas como la sueca, gracias a la valentía y la tenacidad del Harald Edelstam, y ninguna en América Latina como la mexicana, gracias a Gonzalo Martínez Corbalá, apoyado por el expresidente Echeverría –que, por más que recuerdo, la única gran medalla de oro que tuvo en su sexenio fue la acogida que ofreció a los exilios chileno, argentino y uruguayo. EnEl clavel negro se combinan realidad y ficción, y la parte de ficción es la menos afortunada. En lo que se apega a la realidad, vemos el ir y venir del embajador Edelstam –en el filo de la navaja– para defender y arrimar el hombro a perseguidos en casas, en iglesias, en la embajada cubana, y sobre todo en barrios miseria y en el Estadio Nacional, donde se torturó y ejecutó sin descanso a chilenos y a extranjeros simpatizantes de la Unidad Popular. Por demás, el verdadero Harold Edelstam, en una breve y sustanciosa entrevista hecha poco después de su expulsión de Chile en diciembre de 1973 –la cual se encuentra como apéndice en la cinta–, responde al entrevistador que el compromiso de un embajador, cuando hay un régimen que va contra el pueblo, no se encuentra asistiendo a los cocktail-parties y codeándose con la alta sociedad, sino en contacto con la gente, los sindicatos y la oposición. Alguna vez, por convencer al oficial Ricardo Fuentes –en la vida real su cargo fue mayor y su nombre Mario Lavanderos. Tenía treinta y siete años; en Chile es una figura ya reivindicada– para que dejara salir del Estadio Nacional, y por ende del país, a cincuenta y cuatro uruguayos bajo custodia sueca, le costó la muerte inmediata al oficial del ejército. Todo militar que no se plegara a la máquina de muerte del pinochetismo o hubiera manifestado simpatías por el gobierno de Allende, era asesinado.
En el filme, Edelstam llega a Santiago la semana previa al golpe (en realidad llegó desde 1972); desde 1941, en su labor de diplomático le tocó estar regularmente en lugares donde se vivían situaciones extremas –Berlín, Oslo, Varsovia, Jakarta y Guatemala–, y salvó miles de vidas. En Chile, entre septiembre y diciembre de 1973, lo hizo también, pese a la desaprobación feroz de los altos miembros de la cancillería sueca que lo detestaban, principalmente el ministro Sverker Aström, pero pudo hacer su labor gracias al apoyo diario del primer ministro Olof Palme, quien, sin embargo, luego de su regreso a Suecia lo relegaría. En diciembre la junta militar lo expulsa de Chile declarándolo persona non grata; como hombre de bien tomó el hecho como una distinción y bajó en el aeropuerto de Estocolmo el 10 de diciembre de 1973 envuelto en una bandera chilena, ante el aplauso de los recién exiliados.
El embajador Edelstam fue en su juventud y madurez un hombre bien parecido y tuvo fama de mujeriego. A Chile llega a los sesenta años. En El clavel negro hay una historia de amor de Edelstam con una joven activista, Consuelo Fuentes (Kate del Castillo), hija del militar Ricardo Fuentes (Daniel Giménez Cacho), quien le ayuda a liberar a los cincuenta y cuatro uruguayos. Hay también el encuentro con otra mujer, que es en la cinta la secretaria privada de Salvador Allende, llamada Ana Domínguez (Lumi Cavazos), que resulta a la postre la hija de una cantante de ópera casada, de quien Edelstam fue amante en el Berlín nazi de 1941, y la cual denuncia el escondite de su marido, quien es asesinado. Ambas historias, ajenas a la realidad, dan a la cinta un desilusionante sentimentalismo, lo cual fue quizá uno de los principales motivos por los que Eric Edelstam, hijo del embajador, considerara al filme –del que leyó sólo el guión– como una “falsificación histórica”. Haciendo a un lado esto, que es una hollywoodesca concesión al espectador medio, en su esencia es un admirable thriller policíaco-político que reivindica con gran justicia a una figura olvidada y le devuelve una dimensión a la vez heroica y humana. Edelstam salvó mil 300 vidas y su labor, directa o indirecta, en muy amplia medida, es la causa de que en Suecia vivan en hoy día más de 48 mil chilenos y descendientes de chilenos.
Para cerrar, me gustaría hacerlo con una opinión que el verdadero embajador Edelstam dijo en la entrevista puesta al final del filme sobre su actuación en Chile: “Cuando hay una situación de vida o muerte, no puedes negociar, no tienes tiempo para ser diplomático. Debes comportarte como un ser humano y actuar según tu responsabilidad. Y pienso que valió la pena el precio.”
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miércoles, 17 de septiembre de 2014
DOS FILMES SOBRE EL GOLPE DE ESTADO CHILENO, Marco Antonio Campos
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