Hace 4 años escribí el libro: Memorias de Claude Couffon, amigos me han pedido que publique algo sobre el libro dada la importancia del Traductor de quien escribí una biografía novelada pero mejor les copio el texto que apareció en Milenio México en el 2100 cuando el libro se presentaba en la FIL de Palacio de Minería.
La infinita tela de la memoria
Vargas Llosa, Rulfo o Arreola son algunos de los autores que han acompañado la carrera del traductor francés. En el más reciente libro de Lina Zerón, se registra la memoria de quien ha sido un importante puente entre dos universos culturales.
Cuenta Jorge Amado en su libro de memorias Navegación de cabotaje que en los años cuarenta fue invitado a Mongolia. Allí vivía un hombre que sentía una atracción enorme por la lengua francesa. Como no había ningún francés en el país, se tuvo que contentar con estudiar de manera autodidacta con la ayuda de un diccionario. Le decían «el profesor», en un tono a medio camino entre el respeto y la burla. Al llegar Jorge Amado al aeropuerto de Ulan Bator, sus anfitriones constataron con horror que Amado sólo hablaba portugués y francés y nadie en Mongolia conocía estas lenguas. ¿Nadie? El primer ministro recordó al «profesor» y rápidamente lo mandaron traer. El «profesor» salvó la visita del gran escritor de Salvador de Bahía a Mongolia. Esta historia nos pone de manifiesto la importancia de la figura del traductor como puente no sólo entre dos lenguas, sino entre universos culturales, espacios emocionales y ámbitos geográficos.
Uno de esos puentes es Claude Couffon. La lista de los escritores en lengua española que tradujo al francés incluye a los mejores escritores del siglo XX: Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Juan Ramón Jiménez, Gabriel García Márquez, Manuel Scorza, Juan Carlos Onetti, Nicolás Guillén, Jorge Icaza, Mario Vargas Llosa, Vicente Aleixandre, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Elena Garro, Blanca Varela, Gabriela Mistral, Reinaldo Arenas, José Gorostiza, Alejo Carpentier, José Revueltas, Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, José Emilio Pacheco y autores hispanoamericanos de generaciones recientes como Efraín Bartolomé, Carmen Boullosa, Elsa Cross y la propia Lina Zerón. No es una lista exhaustiva, pero nos da una clara idea de todo lo que la literatura en lengua española le debe a Claude Couffon.
Su trayectoria comenzó con su crónica-investigación sobre la muerte de García Lorca. Este texto, publicado en Le Figaro, le ganó la animadversión del gobierno español de entonces y, al mismo tiempo, la simpatía y la admiración de jóvenes escritores que decidieron que él tenía que ser su traductor al francés.
Todo esto lo muestra Lina Zerón en Memorias. Claude Couffon. Cómplice, alumna, amiga, confidente, reportera, hija, a ratos mamá, la poeta traza un retrato cálido, incluso amoroso, de Couffon, pero no hace concesiones. Nos muestra a un hombre cansado y viejo, abrumado por el alzheimer de su mujer, cansado de subir y bajar escaleras, harto de inyectarse insulina dos veces al día. Al mismo tiempo, nos retrata a un joven perenne, a un profesor jubilado de la Sorbona que habla de su relación con los escritores de nuestra lengua con la sencillez de quien habla de sus amigos, de sus pares, de mujeres y hombres que, más allá de su enorme talento, han formado parte de su vida. A través de las cientos de horas que Lina pasó a su lado, en distintos viajes a lo largo de los años, van surgiendo, siempre con dificultad, los recuerdos de amores y desencuentros, las intrigas, las envidias y, claro, las mujeres que entraban y salían de la vida emocional de todos ellos, incluido el propio Couffon.
De la misma manera que este viejo maravilloso es mucho más que un traductor, Lina Zerón es mucho más que la cronista-confidente. Al retratarlo, traza asimismo los rasgos de su sensibilidad. Más que una crónica de encuentros, el libro de Lina es la bitácora de una transmisión. A la manera de los maestros zen, Couffon transmite a Lina su amor por la vida, su pasión por las mujeres, su desolada entrega a su mujer, su entrega al placer y cobijo que brinda el vino tinto. A través de este retrato, Lina y nosotros, sus lectores, nos vamos contagiando de su sabiduría y su amor a las letras y al español, nuestra lengua, nuestra casa, nuestra madre.
El primer encuentro entre Lina y Couffon fue en los Jardines del Luxemburgo. El primero de muchos, en los que poco a poco se fueron desgranando los recuerdos: cómo, a través de un ensayo en Le Monde, Couffon dio a conocer a García Márquez en Francia y se convirtió en su traductor hasta Crónica de una muerte anunciada;el menosprecio que mostró Octavio Paz por la obra de Vallejo; las imágenes de la niñez de Couffon, el desembarco de las tropas aliadas en Normandía y la mórbida tarea de cavar para recuperar cuerpos y trozos de cuerpos. Duros recuerdos…
En este mosaico que nos presenta Lina Zerón, aparece también el primer encuentro de Claude con Gilberta, su mujer. ¿Qué lector de Proust no recordará a Gilberta, la hija de Odette? Pero esa es otra historia. Llegamos ahora a la investigación que hizo Couffon sobre García Lorca. Cedo la palabra a Lina y a Claude:
—¿Quién lo mandó matar? —le pregunta Lina.
—Él fue víctima de la Escuadra Negra —responde Couffon—, un grupo de asesinos que impusieron el terror en Granada aprovechando la victoria de la rebelión franquista para liberar sus instintos de muerte o vengarse de rivales sociales o económicos. Su jefe era un tal Ramón Ruiz Alonso, exconcejal del municipio, muy fanático y orgulloso, pero varias veces burlado por su mediocridad. Pocos días después de llegar a la huerta familiar de Granada, Federico, sorprendido por la caída rápida de la ciudad y sintiéndose amenazado, se refugió secretamente en casa de los Rosales, en el número uno de la calle de Angulo. Los cuatro hermanos Rosales eran los fundadores de la Falange en Granada, pero el menor, Luis, era un joven poeta admirador y amigo de Federico, con quien salía mucho en Madrid. Con ellos, Federico se sentía seguro e incluso siguió creando su obra. Hasta esa tarde de agosto en que alguien llamó a la puerta de la casa, casi vacía porque los hermanos Rosales habían salido a combatir. Era Ruiz Alonso con dos acólitos, requiriendo a Federico. No, no está, dijo la señora Rosales. Insistieron: ¡Sí, sí, está!, entraron y detuvieron a Federico. Lo encarcelaron en el gobierno civil donde encerraban a los rehenes, Federico pasó un par de días mientras su padre buscaba un abogado, pensando que podía salvar a su hijo basándose en las leyes. Todo fue inútil. Después de un juicio sumario del comandante Valdez, juez supremo, llevaron a Federico al pueblo vecino de Viznar donde lo fusilaron y echaron su cuerpo en uno de los pozos naturales del barranco desértico, ya llenos de cadáveres. Era el 19 de agosto de 1936, al amanecer.
Couffon tradujo Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, y nos cuenta la envidia y el odio que le producía a Juan Ramón la figura de Neruda. Aparece en sus recuerdos Rafael Alberti, a quien Couffon llama, ni más ni menos, “mi padre espiritual”; su primera visita a América, invitado a Cuba por Nicolás Guillén; su relación con Juan Rulfo —de quien fue su primer traductor al francés— y con Juan José Arreola que siempre recibía a Couffon de manera espléndida en Guadalajara y de quien también tradujo sus cuentos; la muerte de Miguel Ángel Asturias: «sentí que mi hermano había fallecido»; sus encuentros con las Elenas —Garro y Paz— y con Alejandra Pizarnik; así como su amistad con José Lezama Lima, Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante. Destaca la carta que le escribió Couffon a Carlos Barral para recomendarle La ciudad y los perros. Lo que sigue es historia conocida. No sólo lo publicó, sino que le otorgó a Vargas Llosa el Premio Biblioteca Breve en 1962, inicio de la consagración del gran novelista. Nos cuenta también la triste historia de Malva María, la hija que tuvo Pablo Neruda con María Antonieta Hagenaar y que padecía macrocefalia. Cedo la palabra nuevamente a Lina y a Claude:
—En julio de 1972, creo que tuve el placer de vivir la última fiesta de Pablo Neruda. A fines de junio, recibí una tarjeta del alcalde de Condé-sur-Iton, donde poco antes Pablo había comprado un antiguo molino con el dinero del Premio Nobel. El 12 llegué al molino con mi esposa, una hora antes de la cita y encontré a Neruda acostado en una hamaca colgada entre dos árboles. Vestía como siempre en el campo, una camisa azul sin mangas, un pantalón de franela amarillo y su eterna gorra gris. Me sorprendió su relajación y pensé que me había equivocado de fecha. Pero un poco más tarde empezaron a llegar los primeros invitados: Mario y Patricia Vargas Llosa, Julio Cortázar y Ugné Karvelis, la bella Catherine von Bülov Marcenac, Jorge Edwards y varios amigos chilenos. De repente, después de mantener la conversación con todos, Neruda bajó de la hamaca y declaró: «me voy a vestir». Cuando volvió, todos rompimos en carcajadas. Estaba vestido como un alcalde normando de la época de Maupassant, con un mandil azul de mercader de vacas, zuecos de madera con paja en los pies, un canotié típico, y enarbolaba bigotes muy negros al estilo Salvador Dalí. En la mano tenía un pergamino que blandió pidiéndonos que lo acompañásemos. Y nos llevó al fondo del parque donde un kiosco de madera flamante exhibía su letrero Posada El Caballo Verdepara la Poesía. Todos nos juntamos frente a la puerta y vimos llegar a Matilde que tenía en la mano una botella de champaña atada a una larga cuerda; la colgó al rótulo y la lanzó contra la puerta, bautizando el kiosco como se acostumbra hacerlo con un barco.
Al final del libro, Lina nos ofrece unos poemas del propio Couffon traducidos al español. Comparto «Nombre»: «Me hubiera gustado ser otro./ No aquél a quien se conoce/ e incluso a veces se reconoce./ Ser Bosquet o Sabatier./ Alberti o Neruda./ Louis Aragon o Paul Eluard./ O bien / tantos otros que ríen en sus barbas…/ Pero yo sólo quiero ser/ —disculpen si me ufano—/ aquél que todos llaman Couffon».
Cada uno de los recuerdos de Couffon forma parte de la historia literaria del siglo XX. Como lector, quiero agradecer a Lina Zerón su amorosa entrega, que hizo posible que Couffon desplegara la tela infinita de su memoria. Y si pudiera dirigirme a Couffon, le diría: Gracias, maestro, gracias, Claude, por ser el más sólido puente entre la literatura en lengua española y los lectores en lengua francesa, y por hacer de la amistad un arte.
Uno de esos puentes es Claude Couffon. La lista de los escritores en lengua española que tradujo al francés incluye a los mejores escritores del siglo XX: Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Juan Ramón Jiménez, Gabriel García Márquez, Manuel Scorza, Juan Carlos Onetti, Nicolás Guillén, Jorge Icaza, Mario Vargas Llosa, Vicente Aleixandre, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Elena Garro, Blanca Varela, Gabriela Mistral, Reinaldo Arenas, José Gorostiza, Alejo Carpentier, José Revueltas, Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, José Emilio Pacheco y autores hispanoamericanos de generaciones recientes como Efraín Bartolomé, Carmen Boullosa, Elsa Cross y la propia Lina Zerón. No es una lista exhaustiva, pero nos da una clara idea de todo lo que la literatura en lengua española le debe a Claude Couffon.
Su trayectoria comenzó con su crónica-investigación sobre la muerte de García Lorca. Este texto, publicado en Le Figaro, le ganó la animadversión del gobierno español de entonces y, al mismo tiempo, la simpatía y la admiración de jóvenes escritores que decidieron que él tenía que ser su traductor al francés.
Todo esto lo muestra Lina Zerón en Memorias. Claude Couffon. Cómplice, alumna, amiga, confidente, reportera, hija, a ratos mamá, la poeta traza un retrato cálido, incluso amoroso, de Couffon, pero no hace concesiones. Nos muestra a un hombre cansado y viejo, abrumado por el alzheimer de su mujer, cansado de subir y bajar escaleras, harto de inyectarse insulina dos veces al día. Al mismo tiempo, nos retrata a un joven perenne, a un profesor jubilado de la Sorbona que habla de su relación con los escritores de nuestra lengua con la sencillez de quien habla de sus amigos, de sus pares, de mujeres y hombres que, más allá de su enorme talento, han formado parte de su vida. A través de las cientos de horas que Lina pasó a su lado, en distintos viajes a lo largo de los años, van surgiendo, siempre con dificultad, los recuerdos de amores y desencuentros, las intrigas, las envidias y, claro, las mujeres que entraban y salían de la vida emocional de todos ellos, incluido el propio Couffon.
De la misma manera que este viejo maravilloso es mucho más que un traductor, Lina Zerón es mucho más que la cronista-confidente. Al retratarlo, traza asimismo los rasgos de su sensibilidad. Más que una crónica de encuentros, el libro de Lina es la bitácora de una transmisión. A la manera de los maestros zen, Couffon transmite a Lina su amor por la vida, su pasión por las mujeres, su desolada entrega a su mujer, su entrega al placer y cobijo que brinda el vino tinto. A través de este retrato, Lina y nosotros, sus lectores, nos vamos contagiando de su sabiduría y su amor a las letras y al español, nuestra lengua, nuestra casa, nuestra madre.
El primer encuentro entre Lina y Couffon fue en los Jardines del Luxemburgo. El primero de muchos, en los que poco a poco se fueron desgranando los recuerdos: cómo, a través de un ensayo en Le Monde, Couffon dio a conocer a García Márquez en Francia y se convirtió en su traductor hasta Crónica de una muerte anunciada;el menosprecio que mostró Octavio Paz por la obra de Vallejo; las imágenes de la niñez de Couffon, el desembarco de las tropas aliadas en Normandía y la mórbida tarea de cavar para recuperar cuerpos y trozos de cuerpos. Duros recuerdos…
En este mosaico que nos presenta Lina Zerón, aparece también el primer encuentro de Claude con Gilberta, su mujer. ¿Qué lector de Proust no recordará a Gilberta, la hija de Odette? Pero esa es otra historia. Llegamos ahora a la investigación que hizo Couffon sobre García Lorca. Cedo la palabra a Lina y a Claude:
—¿Quién lo mandó matar? —le pregunta Lina.
—Él fue víctima de la Escuadra Negra —responde Couffon—, un grupo de asesinos que impusieron el terror en Granada aprovechando la victoria de la rebelión franquista para liberar sus instintos de muerte o vengarse de rivales sociales o económicos. Su jefe era un tal Ramón Ruiz Alonso, exconcejal del municipio, muy fanático y orgulloso, pero varias veces burlado por su mediocridad. Pocos días después de llegar a la huerta familiar de Granada, Federico, sorprendido por la caída rápida de la ciudad y sintiéndose amenazado, se refugió secretamente en casa de los Rosales, en el número uno de la calle de Angulo. Los cuatro hermanos Rosales eran los fundadores de la Falange en Granada, pero el menor, Luis, era un joven poeta admirador y amigo de Federico, con quien salía mucho en Madrid. Con ellos, Federico se sentía seguro e incluso siguió creando su obra. Hasta esa tarde de agosto en que alguien llamó a la puerta de la casa, casi vacía porque los hermanos Rosales habían salido a combatir. Era Ruiz Alonso con dos acólitos, requiriendo a Federico. No, no está, dijo la señora Rosales. Insistieron: ¡Sí, sí, está!, entraron y detuvieron a Federico. Lo encarcelaron en el gobierno civil donde encerraban a los rehenes, Federico pasó un par de días mientras su padre buscaba un abogado, pensando que podía salvar a su hijo basándose en las leyes. Todo fue inútil. Después de un juicio sumario del comandante Valdez, juez supremo, llevaron a Federico al pueblo vecino de Viznar donde lo fusilaron y echaron su cuerpo en uno de los pozos naturales del barranco desértico, ya llenos de cadáveres. Era el 19 de agosto de 1936, al amanecer.
Couffon tradujo Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, y nos cuenta la envidia y el odio que le producía a Juan Ramón la figura de Neruda. Aparece en sus recuerdos Rafael Alberti, a quien Couffon llama, ni más ni menos, “mi padre espiritual”; su primera visita a América, invitado a Cuba por Nicolás Guillén; su relación con Juan Rulfo —de quien fue su primer traductor al francés— y con Juan José Arreola que siempre recibía a Couffon de manera espléndida en Guadalajara y de quien también tradujo sus cuentos; la muerte de Miguel Ángel Asturias: «sentí que mi hermano había fallecido»; sus encuentros con las Elenas —Garro y Paz— y con Alejandra Pizarnik; así como su amistad con José Lezama Lima, Reinaldo Arenas y Guillermo Cabrera Infante. Destaca la carta que le escribió Couffon a Carlos Barral para recomendarle La ciudad y los perros. Lo que sigue es historia conocida. No sólo lo publicó, sino que le otorgó a Vargas Llosa el Premio Biblioteca Breve en 1962, inicio de la consagración del gran novelista. Nos cuenta también la triste historia de Malva María, la hija que tuvo Pablo Neruda con María Antonieta Hagenaar y que padecía macrocefalia. Cedo la palabra nuevamente a Lina y a Claude:
—En julio de 1972, creo que tuve el placer de vivir la última fiesta de Pablo Neruda. A fines de junio, recibí una tarjeta del alcalde de Condé-sur-Iton, donde poco antes Pablo había comprado un antiguo molino con el dinero del Premio Nobel. El 12 llegué al molino con mi esposa, una hora antes de la cita y encontré a Neruda acostado en una hamaca colgada entre dos árboles. Vestía como siempre en el campo, una camisa azul sin mangas, un pantalón de franela amarillo y su eterna gorra gris. Me sorprendió su relajación y pensé que me había equivocado de fecha. Pero un poco más tarde empezaron a llegar los primeros invitados: Mario y Patricia Vargas Llosa, Julio Cortázar y Ugné Karvelis, la bella Catherine von Bülov Marcenac, Jorge Edwards y varios amigos chilenos. De repente, después de mantener la conversación con todos, Neruda bajó de la hamaca y declaró: «me voy a vestir». Cuando volvió, todos rompimos en carcajadas. Estaba vestido como un alcalde normando de la época de Maupassant, con un mandil azul de mercader de vacas, zuecos de madera con paja en los pies, un canotié típico, y enarbolaba bigotes muy negros al estilo Salvador Dalí. En la mano tenía un pergamino que blandió pidiéndonos que lo acompañásemos. Y nos llevó al fondo del parque donde un kiosco de madera flamante exhibía su letrero Posada El Caballo Verdepara la Poesía. Todos nos juntamos frente a la puerta y vimos llegar a Matilde que tenía en la mano una botella de champaña atada a una larga cuerda; la colgó al rótulo y la lanzó contra la puerta, bautizando el kiosco como se acostumbra hacerlo con un barco.
Al final del libro, Lina nos ofrece unos poemas del propio Couffon traducidos al español. Comparto «Nombre»: «Me hubiera gustado ser otro./ No aquél a quien se conoce/ e incluso a veces se reconoce./ Ser Bosquet o Sabatier./ Alberti o Neruda./ Louis Aragon o Paul Eluard./ O bien / tantos otros que ríen en sus barbas…/ Pero yo sólo quiero ser/ —disculpen si me ufano—/ aquél que todos llaman Couffon».
Cada uno de los recuerdos de Couffon forma parte de la historia literaria del siglo XX. Como lector, quiero agradecer a Lina Zerón su amorosa entrega, que hizo posible que Couffon desplegara la tela infinita de su memoria. Y si pudiera dirigirme a Couffon, le diría: Gracias, maestro, gracias, Claude, por ser el más sólido puente entre la literatura en lengua española y los lectores en lengua francesa, y por hacer de la amistad un arte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario