Los despiadados hermanos McDonagh
Septiembre 10, 2014 | Tags:
Qué tristeza que el teatro sea un fenómeno local, que no podamos ver una obra en Londres o Nueva York sin necesidad de tomar un vuelo. Es triste, no porque nos perdamos el evento, para después presumir que vimos a Ian McKellen en Esperando a Godot, sino porque nos privamos de una forma de arte en continua evolución. La única manera de ver el trabajo de Tracy Letts es a través de la adaptación en pantalla de August: Osage County: fiel al texto pero enteramente distinta a lo que se vería en escena o se leería sobre el papel (algo similar ocurriría con Bug, llevada al cine por William Friedkin). Porque el teatro también fue hecho para leerse. De otra forma, a menos que tengamos la fortuna de que una determinada puesta en escena se presente en nuestra ciudad, ¿cómo conocer la obra de O'Neill, Miller y Williams?
De los dramaturgos que apenas han rozado México, quizás hay pocos más excepcionales que Martin McDonagh, el salvaje autor irlandés de The Lonesome West, A Skull in Connemara y The Beauty Queen of Leenane, entre muchas otras. Hace años, Kuno Becker trajo The Pillowman al Distrito Federal, en una puesta estropeada por una traducción llena de coloquialismos innecesarios (conté un “me lleva la chingada” por minuto), pero con una actuación magnífica de Luis Gerardo Méndez, al que ahora conoce todo México. Además de The Pillowman, no sé de otra adaptación de McDonagh en nuestro país. Es una pena. Sus obras fueron un revitalizante total a finales del siglo pasado, hasta que abandonó el teatro para dedicarse al cine: después de ganar el Óscar a mejor cortometraje por Six Shooter (un corto despiadado), dirigió In Bruges y Seven Psychopaths.
Salvo por The Pillowman, las obras de McDonagh ocurren en el extremo oeste de Irlanda, en diversos instantes de su turbulenta historia, y se dividen en dos trilogías, una en la península de Connemara y otra en las islas Aran (esta última quedó trunca, al no publicarse The Banshees of Inisheer). Chicos lisiados que buscan dejar la miseria de su pueblo consiguiendo un papel en una película, enterradores obligados a vaciar fosas hacinadas de cadáveres para darle la bienvenida a muertos frescos, militares corruptos, madres tiránicas: la obra de McDonagh es la radiografía de un lugar de fachada piadosa y corazón cruel; comedias oscurísimas, trepidantes, influidas tanto por los Coen como por Edward Albee.
Se podría acusar a McDonagh de falta de empatía: un escritor educado en Inglaterra que habla de la Irlanda rural como si fuera la antesala del infierno. La obra de su hermano, John Michael McDonagh, se despliega en el mismo sitio de la isla, con algunos tonos de cinismo similar, pero tocando registros como la compasión y la bondad, que el teatro de Martin desconoce. El meollo de su obra se centra en dos películas, ambas protagonizadas por el inimitable Brendan Gleeson: The Guard, estrenada en 2011, y Calvary, a estrenarse este año en Estados Unidos.
De intenciones más simples que Calvary, The Guard no logra deshacerse enteramente de la influencia de Martin: un jefe de policía, alcohólico y negligente (Gleeson), se ve obligado a trabajar junto a un agente del FBI (Don Cheadle) para atrapar a un grupo de mafiosos antes de que reciban un colosal cargamento de cocaína. The Guard es la historia de una toma de conciencia contada sin apego a la convención, pero sus destellos de originalidad y simpatía no son suficientes para corregir el rumbo de una película insegura de su tono, problema que las obras de Martin jamás tienen: todas son comedias negras de principio a fin, muchas de ellas escritas con un ritmo admirable (basta leer el principio de The Cripple of Inishmaan).
Con Calvary, la historia del Padre James (Gleeson), un cura perdido en una localidad remota del oeste de Irlanda, John Michael logra apropiarse de las mejores cualidades de la obra de Martin, mientras revela a un director más firme detrás de cámaras.
Calvary no tarda más de dos minutos en plantear su conflicto. Durante una confesión en domingo, un hombre desconocido se acerca al Padre James y, tras confiarle que fue violado repetidamente por un cura en su infancia, le asegura que lo matará en una semana (“I first tasted semen when I was seven years old”, es el primer diálogo que escuchamos). A lo largo de siete días, James se desplaza de un lado a otro de su pueblo, en un intento inútil por corregir las vidas de sus feligreses, quienes no parecen necesitar el consejo del Padre y se burlan y lo vejan. McDonagh no escatima en amplitud temática: Calvary aborda el vacío anímico de Irlanda, sacudida tras el derrumbe del milagro financiero conocido como el Tigre Celta, así como la obsolescencia de la iglesia (y la figura del padrecito) en un país antes católico hasta la médula. Sin caer en imparcialidades esquemáticas, McDonagh aporta elementos para ambos lados de una misma discusión: ¿qué uso tiene la fe en el siglo XXI? ¿existe Dios? ¿hacia dónde se dirige un país cuya identidad se ha desdibujado una vez más?
Quizás el esbozo del debate suene sospechosamente equilibrado, pero Gleeson ancla las dudas y las llena de matices. Su interpretación tiene la dignidad de un enorme barco, encallado sobre la arena, lentamente engullido por el mar y al mismo tiempo inamovible frente a la marea. A lo largo de esa semana, del confesionario al último domingo, lo que vemos es ese resquebrajamiento paulatino, a medida que los habitantes del pueblo, y su alergia a la redención, comienzan a hacer mella en James.
Narrada con honestidad y furia, Calvary anuncia la llegada de un talento notable. Mientras Martin se rinde frente a Hollywood, dirigiendo proyectos enredados como Seven Psychopaths, afortunadamente otro McDonagh sigue en Connemara.
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