José Ángel Leyva
A finales de junio de 2009, a unos meses de cumplir noventa y cinco años de edad, en su casa de Las Cruces, Nicanor Parra narraba cómo el Premio Juan Rulfo de la FIL de Guadalajara había llegado como una bendición, luego de perder su hogar a causa del fuego. Con el dinero del premio pudo construir una nueva casa en ese hermoso balneario del Pacífico. Con ironía preguntaba si estábamos de acuerdo en que Roberto Bolaño, según la opinión de su hija Colombina y su nieto Cristóbal, fuera el nuevo Cervantes. Paradójicamente a Parra le concedieron, en 2011, el Premio Cervantes de Literatura, que recogió su nieto en representación suya.
El antipoeta arribó a los cien años de edad el pasado 5 de septiembre, y ha alcanzado en vida la celebridad y la celebración junto con otros coetáneos ya fallecidos. Jaime Quezada, uno de sus biógrafos más cercanos, afirma que Nicanor está “vivito y coleando”, y lo único que no hace ya es conducir su escarabajo, o sea su vocho. “Pero todo lo demás, lo hace.” En una conversación reciente con el también poeta chileno y experto en la vida y la obra de Gabriela Mistral y Pablo Neruda, entre otros, sostenía que Parra en verdad vino a revitalizar la poesía de Chile con su humor y su ironía, desolemnizando la lírica y poniéndola en contacto con los sectores populares e intelectuales sin distinción. El origen familiar dice mucho: su padre fue un profesor rural de escuela primaria, y su madre una cantante popular de casa.
Parra es ante todo un poeta conversacional, su obra se sustenta en el habla de la calle, pero la impulsa un lenguaje poético. Su desfachatez le da una voltereta a la lírica convencional. Cuenta Quezada que Nicanor vivió en un barrio muy cercano al cementerio de Chillán. Esa vecindad dejó una marca en su escritura, pues aparecen a menudo expresiones funerarias: “mis zapatos parecen ataúdes”, “Pido que me nombren director del cementerio general”. Toma en cuenta el sentido trágico de la vida, pero lo adereza con el humor popular, pues él, además de formar parte de una familia de artistas, convivió durante su infancia con personajes alcohólicos, folcloristas, bohemios, gente de barrio proletario. De los nueve hijos, Nicanor fue el único que estudió. Ni siquiera Violeta hizo una carrera, los escasos recursos estaban destinados a la formación académica del hermano mayor, que estudió en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, allá hacia finales de los años treinta. Desde muy chicos sus hermanos se dividieron en circenses y músicos, artistas todos. “Los Parra asumieron su pobreza, su extracción social sin resentimientos, pero con una fuerte conciencia de clase y una gran capacidad creativa, que los pone aún hoy en día en el centro de las dinámicas culturales de nuestro país”, sentencia Quezada.
Desde hace años, Nicanor afirma que ya sólo es el hermano de Violeta. Pero esta cantautora, incorporada también en las antologías de poesía chilena, decía en la famosa “Cueca de los poetas”: “La vida, más lindos son los poemas/ La vida, de la Gabriela Mistral./ Huifa, ay ay ay/ Pablo de Rokha es bueno/ pero Vicente/ vale el doble y el triple. Dice la gente/ Huifa, ay ay ay/ Dice la gente sí/ No cabe duda/ que el más gallo se llama Pablo Neruda/Huifa, ay ay ay./ Córrele que ya te agarra/ Nicanor Parra.” Luego Nicanor agregaría: Corre que ya te agarra Violeta Parra. Esa complicidad y admiración mutua quedaría patente en su escrito “En defensa de Violeta Parra” y en su libro La cueca larga.
Una de las imágenes más conmovedoras en la biografía del poeta es el descubrimiento que hiciera de él Gabriela Mistral cuando era profesor de física y de matemáticas en un liceo de Chillán, su ciudad natal y cuna también de otro grande de la poesía, Gonzalo Rojas, fallecido a una edad avanzada. Para entonces había escrito su primer libro, Cancionero sin nombre, en 1937, bajo la clara influencia delRomancero gitano, de García Lorca. Pronto se sacudiría la impronta del andaluz y buscaría su propia voz en Poemas y antipoemas, 1954. Gabriela Mistral había visitado Chillán antes de ser Premio Nobel (1945) porque el liceo donde laboraba Parra –el oscuro liceo de provincia que evoca así en un poema– le rendía un homenaje a la maestra y poeta. Parra leyó un poema que arrancó la admiración de la homenajeada. “Si esta es la joven poesía de Chile, estoy con los poetas jóvenes de mi país”, cuenta Quezada. Era 1938, y pocos años después Parra se trasladó a Santiago, donde continuaría estudiando y se incorporaría a la docencia universitaria con la cátedra de Mecánica Racional, que seguramente inventó el propio Nicanor, y que impartió durante cincuenta años en la Facultad de Física y Matemáticas de la Universidad de Chile.
“Asistí algunas veces a su cátedra como oyente –recuerda Jaime Quezada–, aunque yo no tenía nada que ver con esa facultad. Iba motivado por la curiosidad y por el influjo de Nicanor. Eran lecciones de un poeta en el ámbito de la ciencia. Parra entregaba a la asistencia sus escritos sobre el tema a tratar, y no me cabían dudas, eran poemas extraordinarios más que ejercicios mentales, porque allí se advertía el trabajo de un lenguaje literario, poético, instalado en las dimensiones de la racionalidad física y matemática.”
Parra estudió en Londres y no fue insensible a la poesía en lengua inglesa; también fue receptivo a la poesía clásica española y a los poetas tutelares de Chile y de América Latina. Pero en esa larga tradición chilena dominaba la solemnidad; con su humor y su ingenio, irrumpió desacralizando dicha tradición, dio un giro al canon y propició un espacio para la iconoclastia, para la ingravidez, con Los vicios del mundo moderno (1969), Artefactos (1972), Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977), Hojas de Parra (1985), entre otros, tal como lo hizo Efraín Huerta en México con su Estampida de poemínimos (1980).
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