Cortázar y los hipermedia
Cronopio internauta
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I. “TEORÍA DEL TÚNEL” O LOS PLANOS
DEL CABALLO DE TROYA
Siempre he pensado que, de vivir en
estos tiempos, Julio Cortázar habría amado Internet, porque los múltiples
experimentos que llevó a cabo a lo largo de su vida para expandir la
experiencia literaria encontrarían hoy una plataforma perfecta en la tecnología
digital, la cual permite lo que ahora se conoce como hipertexto ehipermedia. Para muchos lectores actuales —jóvenes, sobre
todo—, un artefacto narrativo como Rayuela les puede parecer elemental y hasta inocente, pero
cuando apareció hace 51 años representó una verdadera revolución, sobre todo
porque implicaba la crítica-destrucción-reconstrucción de la novela como género, un cuestionamiento del
concepto de literatura como se entendía hasta ese momento y un replanteamiento
del libro como objeto y de la relación del escritor con el mundo, con el lector
y consigo mismo. Todo eso en una maquinaria narrativa de 600 páginas.
También para algunos críticos de
entonces —y aun varios despistados y cínicos de hogaño—, Rayuela debió de parecerles la “puntada” de un argentino
pretencioso que quería dárselas de “muy moderno”, cuando la realidad es que el
libro es producto de un largo e intenso proceso de reflexión, de por lo menos
16 años antes de haber sido publicado en 1963. En efecto, como ya se sabe —pero
recordarlo es necesario para los objetivos del presente texto—, los orígenes de
la idea de Rayuela se encuentran en “Teoría del túnel. Notas para la
ubicación del surrealismo y el existencialismo”, ensayo de apenas cien páginas
escrito por Cortázar a los 33 años, en 1947, mientras trabajaba como secretario
de la Cámara Argentina del Libro, después de renunciar a su cátedra de
literatura francesa en la Universidad de Cuyo, en Mendoza. Sin embargo, los
lectores no lo conoceremos sino hasta 1994 como primer tomo de su Obra crítica, publicado por Alfaguara, diez años después de su
fallecimiento. El ensayo —como lo señala Saúl Yurkiévich en el texto
introductorio— “posee la doble condición de crítica analítica y de manifiesto
literario”. Soy de la opinión de que este breve texto debería incluirse como
apéndice en sucesivas ediciones de Rayuela,
pues en “Teoría del túnel” se encuentran los fundamentos que regirán el proceso
de creación de lo que algunos llamarán “antinovela”; aunque también es cierto,
como bien ha señalado Andrés Amorós, en la propia Rayuela están contenidas todas las claves necesarias para
entenderla.
El planteamiento de Cortázar en
“Teoría del túnel” es muy sencillo: hay que dinamitarlo TODO: el concepto de
“Libro” como idea y como objeto, el género de la novela, la concepción misma
del arte en general y de la literatura en particular. Hay que dinamitarlo todo
porque lo literario se ha convertido en una jaula, una cárcel que aprisiona al
escritor y al lector, que no les permite ejercer su libertad, cuando el
objetivo primordial del arte debería ser precisamente el contrario: liberar al
hombre, no aprisionarlo. Esto ha llegado a ser así porque la vida se adapta a
la escritura y no la escritura a la vida, por lo que es necesario que la
literatura tome la forma de la vida y no que se obligue a la vida a tomar la
forma (falsa) de lo literario.
Cortázar utiliza múltiples imágenes y
metáforas para ilustrar su concisa y documentada argumentación. Es evidente de
que se trata de un estudioso de la literatura universal y un lector atento de
su actualidad literaria, de la historia novelística desde sus inicios hasta la
primera mitad del siglo XX. Así, para Cortázar, el escritor convencional—que opone al escritor vocacional— es aquel que se adapta a las convenciones
idiomáticas y a las limitaciones estilísticas. Sostiene Cortázar:
Estos grandes continuadores de la
literatura tradicional en todas sus gamas posibles no caben ya dentro de ella, los acosa la oscura intuición de que algo excede
sus obras, de que al cerrar la maleta de cada libro hay mangas y cintas que
cuelgan por fuera y es imposible encerrar; sienten inexplicablemente que toda
su obra está requerida, urgida por razones que ansían manifestarse y no
alcanzan a hacerlo en el libro porque no son razones literariamente
reductibles; miden con el alcance de su talento y su sensibilidad la presencia
de elementos que trascienden toda empresa estilística, todo uso hedónico y
estético del instrumento literario; y sospechan angustiados que ese algo es en
el fondo lo que verdaderamente importa.
De esta forma, el escritor
tradicional termina por instalar admirablemente sus muebles en el
“aposento-libro”, decorándolo de manera muy elegante y aprovechando el espacio
disponible; sin embargo, estos escritores convencionales “lo ven todo, lo
calculan todo, lo resuelven todo; pero están ciegos más allá de las paredes;
las usan como rebote, como reacción convencional que los provee de nuevas
fuerzas, semejantes al sonetista en su casa de catorce aposentos, como el
boxeador que aprovecha la elasticidad de las sogas para duplicar su violencia de
avance. Se conforman. Pero todo conformarse, ¿no es ya una deformación?”.
Por otro lado, al echarle un vistazo
al panorama literario de entre 1930 y 1940, Cortázar también identifica con
nombres y apellidos a los escritores que entonces aspiraban a ser best-sellers, que ofrecen una literatura que se presenta al
lector como puerta de escape a su existencia personal y acceso a otra,
preferible o no, durante algunas horas, con obras que Cortázar denomina
“literatura de escapatoria” e identifica con la técnica del “todo listo, todo
servido, todo con su botón numerado”. Sin embargo, no hay que confundir al
escritor popular o escapista con el escritor tradicional. A pesar de sus
limitaciones, el escritor tradicional tiene sus valores y su compromiso con lo
que escribe, mientras que el novelista popular “aprovecha hábilmente los
cuadros estéticos del idioma (por lo cual se le confunde con la línea
tradicional literaria), para montar situaciones que faculten la evasión del
lector”, atacando en la sombra y casi siempre sin saberlo la literatura,
suprimiéndole la raíz misma de su savia secreta: el compromiso con el hombre.
El escritor best-seller utiliza un maquillaje falsamente “moderno”, copia y
parodia a los grandes maestros tradicionales, tiene cuidado de que “desde la
primera página el lector sepa con alivio que no se le pide esfuerzo alguno —a
lo sumo un esfuerzo grato, como el del amor o el desperezamiento— y que se le
muestra para su complacencia una ventana sobre cualquier lugar que no sea aquel
donde vive y lee su libro”. Con ello, este tipo de escritor “colabora a su
triste manera, con talento y buen gusto y hasta generosidad, en el esfuerzo por
liquidar la literatura”. Cortázar sostenía que escribir constituye una
tentativa de conquista o compresión de lo real, pues “la realidad cotidiana en
que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable”,
y la novela, como la poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en
esa realidad. “El fondo de un hombre es el uso que haga de esa libertad”, le
escribió a Jean Barnabé en una carta de junio de 1959. Así, tal como señala
Yurkiévich, Cortázar concibe la escritura, sobre todo la novela, “como acto de
conciencia, como autoanálisis, como exploración epistemológica, quiere volverla
portadora de los interrogantes últimos acerca del sentido y el destino, hacerla
participar en la dilucidación y la elección de una conducta”.
La situación que describió Cortázar
hace casi 70 años no sólo no ha mejorado sino que se ha puesto peor. A pesar de
que, sin duda, su obra contribuyó con vigor como revulsivo de la situación
literaria desde hace medio siglo, sus planteamientos estéticos, éticos y
existenciales siguen más vigentes que nunca, pues ahora como entonces el
escritor parece haberse convertido en el peor enemigo de la literatura, ya que
la ha dejado morir, negándose a violentarla, a reavivarla, plegándose a las
convenciones establecidas por el mercado, los intereses de los conglomerados
editoriales y la burocracia cultural. Ahora como entonces, la vida parece
haberse exiliado de la literatura.
Curiosamente, después de décadas de
experimentación y de “ismos” convertidos en modas superadas y olvidadas, nos
vuelven a llamar la atención obras como los seis tomazos de Mi lucha, la monstruosa novela autobiográfica del noruego
Karl Ove Knausgård, donde cuenta los avatares de su existencia con lujo de
detalles, tratando de insuflar un poco de vida a la moribunda narrativa
contemporánea, pero, desde luego, sin lograr una verdadera convulsión
literaria, sino cobijándose en idénticos cánones tradicionales, repitiendo el
orden de cosas que Cortázar buscaba destrozar (y que finalmente logró romper
con Rayuela).
En contraposición al tradicional y al
escapista, Cortázar describe al escritor vocacional, al escritor rebelde, a
quien “sin paradoja alguna, lo vemos escribir libros con la esperanza de que
ayuden a la tarea teleológica de liquidar la literatura”. Y Cortázar lo caracteriza así (aunque en
realidad se está describiendo a sí mismo): el literato vocacional “no cree que
el hombre merezca seguir encerrado en el uso estético del idioma, no cree que
deba continuar aliñando los barrotes de la jaula”, sino que debe perfeccionar
el martillo, mejorar su forma, cambiar detalles, adorarlo “como a su obra
maestra y el fin de su esfuerzo, pero sin el sentimiento esencial de que todo
este trabajo debe llevar finalmente a empuñar el martillo y ponerse a clavar”,
sin perder de vista nunca el clavo, aunque a veces tenga que aplastarse los
dedos, “porque eso forma parte del juego, y después se golpea mejor, con más
encarnizada voluntad y eficacia”. Para lograr su objetivo , plantea una
estrategia: acabar con lo literario desde el interior de lo literario, destruir
y reconstruir la novela desde dentro de la propia novela, abolir los límites
del libro dentro de las páginas del libro mismo. “Esta agresión contra el
lenguaje literario —apunta Cortázar —, esta destrucción de formas tradicionales,
tiene la característica propia del túnel; destruye para construir”, una
autodestrucción en la que el objeto amado es a la vez objeto a destruir,
“mantis religiosa que se come al macho en el acto de la posesión”.
II. MANOS A LA OBRA: LA FACTURA DE RAYUELA
Contando ya con los planos, había que
poner manos a la obra de destruir y construir al mismo tiempo. Durante una
década y media, el lapso que transcurre entre la escritura de su “Teoría del
túnel” y la publicación de Rayuela, Cortázar se concentró en la absorbente tarea de
consumar su proyecto antiliterario. Entre 1949 y 1950, los editores le
rechazaron dos novelas: Divertimento y El
examen, que sólo conoceríamos póstumamente.
Siguió escribiendo cuentos, género en el que se había revelado como un
excepcional oficiante desde su primer libro,Bestiario, en 1951, lo que refrendaría con Final del juego (de 1956, publicado originalmente en México por
Juan José Arreola en su colección Los Presentes), y Las armas secretas, de 1959. Y cómo no, si abrevaría los secretos del
género de la mano de uno de los grandes maestros, al traducir los cuentos
completos de Edgar Allan Poe entre 1953 y 1954.
En Las armas secretas se incluye “El perseguidor”, relato que marca un
antes y un después para Cortázar. El género empezó a quedarle chico para sus
aspiraciones. Por ese entonces “había llegado a la plena conciencia de la
peligrosa perfección del cuentista que, alcanzando cierto nivel de realización,
sigue así invariablemente”. Pero no sólo eso: “En ‘El perseguidor’ quise
renunciar a toda invención y ponerme dentro de mi propio terreno personal, es
decir, mirarme un poco a mí mismo. Y mirarme a mí mismo era mirar al hombre,
mirar también a mi prójimo. Yo había mirado muy poco al género humano hasta que
escribí ‘El perseguidor’”. A partir de entonces, señala Amorós, los
protagonistas de los relatos de Cortázar serán, todos, perseguidores,
buscadores de algo que dé sentido a su vida en este mundo.
En 1960 le publican una novela por
primera vez, Los
premios, que había terminado dos años antes,
pero al estar revisando las galeradas se daría cuenta de que esa no era la
novela que ambicionaba escribir. Quería escribir algo que sería “bastante
ilegible”. Algo que no sería lo que suele entenderse como novela sino “una
especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y
también, por qué no, de muchos fracasos”, le escribió a Barnabé en 1958, algo por
lo que “muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una
desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido”. Pero
todavía no sabe por dónde entrarle, por dónde atacar, por dónde empezar: “La
novela es un monstruo, uno de esos monstruos que el hombre acepta, alienta,
mantiene a su lado; mezcla de heterogeneidades, grifo convertido en animal
doméstico”.
En la edición conmemorativa de los 50
años de Rayuela, publicada por Alfaguara en 2013, se incluye como
apéndice “La historia de Rayuela en las cartas de Julio Cortázar”, entresacadas de
los ingentes cinco tomos de la nueva edición de la correspondencia del
argentino aparecidos un año antes. Resulta fascinante seguirle la pista, desde
que apenas la está concibiendo en 1958, hasta 1972, cuando le cuenta a una
amiga sobre la carta que le escribió una chica norteamericana donde le dice que
decidió no suicidarse después de haber leído Rayuela,
pues la reconcilió “con la vida, entendiendo admirablemente cada página del
libro, decidida a recomenzar y a buscar”. Para mediados de 1960 Cortázar está
enfrascado de lleno en la escritura de lo que llama “crónica de una locura”.
Escribe “mucho pero revuelto”. Calcula entonces que el “monstruo” tendrá unas
mil páginas. Empezó por un capítulo que al final quedará a la mitad del libro,
y así ha seguido: “Escribo episodios que vagamente corresponderán al final, lo
que escribo después y que corresponde al principio o al medio, modifica lo ya
escrito, y entonces tengo que volver a escribir el final (o al revés, porque el
final también altera el principio). La cosa es terriblemente complicada, porque
me ocurre escribir dos veces un mismo episodio, en un caso con ciertos
personajes, y en otro con personajes diferentes, o los mismos pero cambiados por
circunstancias correspondientes a un tercer episodio. Pienso dejar los dos relatos de esos episodios, porque cada vez me convenzo más
de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez
muchísimas cosas”.
Es posible aventurar una hipótesis:
Cortázar pensaba más en imágenes en movimiento, en episodios, que en largas
historias completas de principio a fin; por ello le costaba tanto trabajo armar
una novela y se sentía tan cómodo en la brevedad del cuento. Contó muchas veces
que las imágenes e ideas para los relatos le llegaban de repente, como si
alguien se las dictara, como si él no fuera él, como si estuviera habitado por
otra persona. Escribe porque de alguna manera quiere darle orden a esas
imágenes que lo asaltan. “Para mí el mundo está lleno de voces silenciosas
—dice Morelli en Rayuela—. ¿Significa eso que soy un vidente o que tengo
alucinaciones?”. Pero la vida misma, como esas imágenes o alucinaciones, no se
vive ni se cuenta como un relato lineal y cronológicamente ordenado (como una
novela tradicional, vamos), sino como fragmentos, destellos, que las personas
van acomodando en su memoria y arman conforme a su imaginación y su libre
albedrío. ¿Cómo dar orden al mundo, a la vida, si no lo tienen? O mejor: puede
haber muchos órdenes. Al principio, le resulta algo confuso, pero con el tiempo
lo va entendiendo. Parafraseando al propio Julio, la vida es como las comedias
cuando uno llega al teatro en el segundo acto: todo es muy bonito, pero no se
entiende nada. O muy feo, pero sigue sin entenderse. Esta noción asalta a
Cortázar y decide abrir, destazar literalmente, la narración, y ofrecérsela a
un lector también abierto, cómplice, para que este participe activamente en la
conformación de “una novela que no es novela”. Parece decirnos: “Ahí está el
material. Ustedes ármenlo como quieran, como les dé la gana”. Una estética de
lo fragmentario, como diría Morelli.
III. LA PROEZA HIPERTEXTUAL
Poco a poco, dolorosa y gozosamente,
Cortázar va fraguando su antinovela, su novelapoema, que es al mismo tiempo una teoría de la novela y
de la literatura contemporánea, y la aplicación de esa teoría a la práctica
narrativa. Rayuela es una novela que el lector parece irla creando-armando-escribiendo conforme la va leyendo. Desde luego, Cortázar no es
un ningún ingenuo: el libro es —apunta Amorós— “como una máquina que, además de
funcionar muy bien, contiene todas las herramientas necesarias para desmontarla
y comprobar cómo funciona, sin necesidad de llamar al mecánico del taller de la
esquina”.
En una carta a Barnabé, en mayo de
1960, Cortázar le cuenta que la novela empezará por el final, para luego
“mandar al lector a que busque en diferentes partes del libro, como en la guía
del teléfono, mediante un sistema que será la tortura del pobre imprentero… si
semejante libro encuentra editor, cosa que dudo”. Aún es posible recordar la
propia sorpresa como lector al enfrentar el “Tablero de dirección” con el que
nos recibe el libro. Es un juego, una invitación y un reto, todo al mismo
tiempo. Por primera vez se nos ofrece la posibilidad de escoger cómo queremos
leer una novela: de la forma tradicional, bien portaditos, desde el principio
hasta el capítulo 56, prescindiendo del resto; o siguiendo la secuencia
propuesta por el autor, saltando de un capítulo a otro, en aparente desorden.
Desde luego, al emprender la primera posibilidad, el lector se pregunta: ¿Me
estaré perdiendo de algo valioso para entender la historia si no leo los
capítulos prescindibles? Esto lo sitúa en una ambigüedad insoportable, que lo obliga
a leer toda la novela de corrido. Pero, luego al terminarla, se preguntará otra
vez: ¿Y si la leo en el orden que plantea el autor, cómo será la experiencia?
Algunos críticos han sostenido que
los capítulos prescindibles son una especie de “cajón de sastre”, de retacería
que Cortázar ya no supo o no quiso hilvanar. Pero otros afirman rotundamente
que esos capítulos son en realidad los menos prescindibles de la novela, pues
en ellos se encuentran las llaves fundamentales para penetrar en el mundo de los
personajes. Con esta estrategia en apariencia sencilla y juguetona, Cortázar
logra una de las cualidades del gran arte: la ilusión de naturalidad. Pero para
alcanzarla es necesario una meticulosa planeación y una cuidadosa ejecución.
Con Rayuela, Cortázar devolvió a la novela la emoción del
juego, de la aventura, de lo impredecible. Porque eso es precisamente el juego:
orden y aventura, como dijo otro argentino, César Luis Menotti, acerca del
futbol. En este caso, Cortázar logró un “orden desordenado” y duplicó la
aventura.
Pero, además, con esta estrategia
sorprendentemente sencilla, Cortázar logró transgredir los límitesdel
objeto-libro al introducir lo que ahora conocemos como hipertexto. Resulta curioso que este concepto surgiera en el
ámbito informático por la misma época en que Julio estaba enfrascado en su
lucha por romper las fronteras de lo literario. El término fue acuñado por
Theodor Holm “Ted” Nelson, filósofo y sociólogo norteamericano, quien en 1960
fundó el Proyecto Xanadú con el objetivo de crear una biblioteca en línea con
toda la literatura de la humanidad, con los textos vinculados entre sí y al
interior de los mismos. Xanadú es uno de los antecedentes de la World Wide Web,
el sistema hipermedia por Internet que ahora conocemos, creado por Tim
Berners-Lee en 1991. El hipertexto es “un cuerpo de material escrito o
ilustrado interconectado de una manera tan compleja que no puede presentarse o
representarse convenientemente en papel”, así lo define Nelson. La hazaña de
Cortázar es haber creado una pequeña “maquinaria de hipertexto” en los rígidos
límites de un libro de papel.
Tres años después de haber publicado Rayuela, en La
vuelta al día en ochenta mundos Cortázar
presentará con su característico humor de vena patafísica el imaginario
RAYUEL-O-MATIC, inventado por un tal Juan Esteban Fassio, una máquina para leer Rayuela en la comodidad de un sillón o triclinio, pues el
suyo es un libro “para leer en la cama, a fin de no dormirse en otras
posiciones de luctuosas consecuencias”. Con una idea muy parecida al
dispositivo Memex, ideado (pero nunca realizado) por el ingeniero
norteamericano Vannevar Bush en 1945, el RAYUEL-O-MATIC funciona mediante
teclas, gavetas, resortes y un sistema eléctrico, que permiten al lector ir
disponiendo de los capítulos del libro en un orden prestablecido o en el que le
dé la mejor gana. Sorprende que Julio previera con ello también lo que ahora
conocemos como lector de libros electrónicos o e-book reader.
Diseño de la Rayuel-o-matic, máquina inventada por Juan Esteban Fassio, reproducido en La vuelta al día en ochenta mundos
Resulta intrigante que a estas
alturas pocos se hayan atrevido 1 a emprender una versión de hipertexto o hipermedia
de Rayuela (la hipermedia es la conexión de documentos de
diverso origen, no sólo texto, tales como imágenes, video, audio, mapas y otros
soportes de información). La novela cortazariana es célebre no sólo por su
singular estructura sino también por incluir en la acción narrativa un gran
número de referencias de tipo cultural: obras literarias, canciones, películas,
lugares, personajes históricos, etcétera. Cortázar era un lector insaciable y
un hombre de amplia cultura; para él, la vida era, sobre todo, el goce
artístico y cultural. Además, recordemos, de lo que se trataba era de reincorporar
la vida en la novela para re-vivirla. Sin embargo, ya desde su primera edición, algunos
lectores se quejaban por el supuesto “esnobismo” del autor, por ensartar tantas
referencias culturales para ellos desconocidas.
El mismo año en que murió Cortázar
apareció la edición crítica de Rayuela en Editorial Cátedra, realizada por el multicitado
Andrés Amorós. Es reconocido el rigor (en el límite de la puntillosidad) de
estas versiones: plagadas de notas de pie de página explicativas sobre todo
aquello que el editor considera necesario aclarar al lector. Sin embargo, es
evidente que en el caso de Rayuela, Amorós se tuvo que quedar corto, lo cual es
entendible: incluir notas aclaratorias sobre todas y cada una de las
referencias culturales inmersas en el libro hubiera duplicado, por lo menos, el
número de páginas del volumen, de por sí ya muy gordo.
Dicho escollo sería posible remontarlo hoy con una versión hipermedial: cada referencia estaría conectada (a través de un hipervínculo activado con el mouse de la computadora) a cualquier tipo de documento (texto, foto, ilustración, audio, video, etcétera), disponible en la Red o creado especialmente para la edición. Imaginemos, por ejemplo: en el primer párrafo de la novela,
Oliveira se pregunta si volverá a ver a La Maga y recuerda el
lugar donde solía encontrarla, “viniendo por la rue de Seine, al arco que da al
Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me
dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des
Arts”.
Las posibilidades para ilustrar estas referencias podrían ser:
el texto tradicional, el enlace a una enciclopedia u otro libro cualquiera; un
mapa normal o interactivo; una ilustración o pintura alusiva; una fotografía
actual o de época; un video realizado especialmente o de los que se encuentran
disponibles en Internet, o como ya es posible en la actualidad: un vínculo a
una cámara de video que nos permitiera ver en tiempo real ese lugar de París.
Lo ideal sería que el propio autor decidiera el tipo de documento hipermedial a
utilizar, pero lamentablemente Cortázar ya no puede hacerlo; sin embargo, no es
difícil imaginar que hubiera explorado diversas posibilidades, pues en obras
posteriores se aventuró aun más a romper los límites del objeto-libro, como en La
vuelta al día en ochenta mundos, Último round y Los autonautas de la cosmopista.
2
IV. DEL ALMANAQUE AL BLOG Y DE REGRESO
Luego del éxito y las repercusiones de Rayuela,
Cortázar siguió escribiendo. Publicó en 1966 un nuevo libro de cuentos, Todos
los fuegos el fuego, y preparaba otra novela, derivada de Rayuela, 62/Modelo
para armar. Además, se puso a trabajar en un encargo hecho por
Arnaldo Orfila Reynal, director de la entonces recién creada Siglo XXI Editores
de México. Se trataba de agrupar poemas, comentarios, pequeños cuentos,
artículos, recuperar citas ajenas, reflexiones, complementadas con viñetas,
ilustraciones y fotografías, en un discurso heterogéneo que Cortázar llamó libro-almanaque,
en recuerdo de los almanaques de su infancia: anuarios dirigidos al humilde
público rural, que incluían juegos para niños, acertijos, laberintos y
trabalenguas, así como horóscopos, chistes, poemas, recetas de cocina, remedios
caseros y consejos prácticos para sanar dolencias, etcétera. En esos almanaques
había de todo para la familia, eran útiles “y al mismo tiempo tenían un
contenido estético, inocente, pero muy bello”, explicó Cortázar. El
planteamiento era entonces armar un volumen que aglutinara muchas partes
dislocadas entre sí, inconexo pero vinculado orgánicamente, como esos
almanaques de su infancia, pero transmitiendo al lector la sensación de
encontrarse ante un libro para jugar. La parte visual del proyecto, que terminó
titulándose La vuelta al día en ochenta
mundos y apareció en
1967, la hizo conjuntamente con Julio Silva, quien seleccionó materiales y
realizó una diagramación muy atractiva en la que se combinan con gran habilidad
grabados, fotografías, dibujos, textos apaisados y diversas tipografías. El
libro fue un éxito rotundo y le dio un espaldarazo definitivo a la editorial,
que ha agotado varias ediciones en una versión de bolsillo en dos tomos, que es
la más conocida, aunque en 2010 Editorial RM reeditó la versión original en
gran formato de este y de Último round,
aparecido en 1969.
Ejemplar abierto de Último round
Resultan evidentes las coincidencias de esta aproximación
cortazariana al libro-collage con lo que ahora conocemos como blog o bitácora digital, donde el bloguero
puede incorporar en una secuencia cronológica contenidos de todo tipo: texto,
imágenes, video, audio, etcétera, enlazándolos con otros materiales disponibles
en la Red y dentro de su misma bitácora, creando una experiencia hipermedial.
“Si yo tuviera los medios técnicos para imprimir mis propios libros, creo que
seguiría haciendo libros-collage”,
dijo Cortázar en alguna ocasión. Si viviera hoy, de seguro contaría con su
propio blog y hubiera explorado sus alcances y posibilidades.
Al trabajar de nuevo al alimón con Julio Silva para Siglo XXI
Editores, en Último round, Cortázar continuaría con su
idea del libro-almanaque,
ampliando la utilización de la técnica del collage, que le fascinaba tanto, e
incorporando una audacia que rompería las limitaciones del objeto-libro.
La culpa la tuvo Julio Silva. Un día vino con una idea.
Estábamos planeando hacer ese libro pero iba a ser un poco como La
vuelta al día…, es decir, textos-collage pero seguidos. Y entonces
él me dijo: ¿por qué no hacemos un ensayo de hacer un libro en dos pisos,
entonces tú distribuyes los textos como te guste? Al principio no entendí mucho
pero después de eso se me ocurrió a mí, yo le dije sí, podría ser una buena
idea pero no hay que cortarlo por la mitad sino que hay que cortarlos más
abajo. Y entonces en la parte de abajo usar una letra más pequeña de imprenta,
más pequeñita, y poner un cierto tipo de texto más corto o documentos, y dejar
la letra grande, más cómoda para el lector, para los textos, no diré más
importantes pero más significativos para mí. A él le pareció muy bien y
trabajamos en ese sentido.
En Cortázar por Cortázar,
Evelyn Picon Garfield le señala a Julio: “Cuando arreglas los pedacitos del
libro, hay la posibilidad de leer o de ver alguna relación de vez en cuando
entre lo que pasa en la página quince, por ejemplo, del primer piso…”, a
lo que él apunta:
Ese fue el azar, allí es el elemento surrealista que entra en
juego. Allí nos dimos cuenta también —porque él hizo una maqueta pegando cualquier
cosa— que al abrir la mitad del libro, se crean dos relaciones distintas que
cambian todo el tiempo entre lo alto y lo bajo. Obligadamente si está leyendo
un texto de la página de la parte de abajo, al dar vuelta a la página quedas
con una imagen, por ejemplo, que se sitúa en una relación especial con lo alto.
Y se producían algunas coincidencias divertidas. Pero eso no fue deliberado,
pasó así”.
(Esto no se puede apreciar totalmente en la versión de bolsillo
que casi todos conocemos, pero sí en la edición original, reeditada, como ya
dijimos, por RM).
En agosto de 1981, Cortázar y su segunda esposa Carol Dunlop
decidieron embarcarse en una aventura peculiar: escribir un libro que contara
un viaje atemporal entre Marsella y París con su camioneta combi roja
(bautizada como Fafner) sin salir de la autopista. La idea era hacer el
recorrido deteniéndose dos veces por día; vivirían, cocinarían, descansarían y
se desplazarían en el vehículo durante un mes. El libro estaría firmado por los
dos y aparecería en dos idiomas. Sin embargo, el proyecto se tuvo que aplazar
debido a la enfermedad de Julio, quien fue hospitalizado durante varios días.
Finalmente, en plena primavera francesa, Julio y Carol realizaron su travesía,
un viaje que en condiciones normales hubiera durado diez horas lo realizaron en
poco más de un mes, del 23 de mayo al 27 de junio de 1982. Con su espíritu
lúdico intacto, Cortázar se siente feliz y a sus anchas, instalando su mesita y
su máquina de escribir en algún paraje a la orilla de la carretera que hubiera
llamado la atención, para registrar las incidencias del día, mientras Carol
toma fotografías o descansa o cocina.
Cortázar autonauta
© Carol Dunlop
El libro, que terminó titulándose Los
autonautas de la cosmopista. Un viaje atemporal
París-Marsella, es —como señala Miguel Herráez— “pastiche
neodecimonónico y crónica de viajes, reflexiones, fotografías, informes sobre
los parkings, pesquisas de explorador a lo Sir Henry M. Stanley, falsos
análisis de campo, todo ello revestido con un aire paródico con mucho también
de Dr. Livingstone”. No resulta difícil imaginar cómo hubieran realizado hoy
estos autonautas su singular odisea: Julio con su laptop o su tableta
electrónica, escribiendo en su blog o en su muro de Facebook,
mientras Carol toma fotografías con su teléfono inteligente o su cámara digital
y las sube de inmediato a Twitter o Instagram. Ahora
cualquiera podría realizar una experiencia parecida, pero no cualquiera le
impregnará la genialidad de Julio Cortázar, nuestro improbable cronopio
internauta.
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