Abrió la puerta del carromato, descendió los cuatro escalones de la diminuta escalerilla, era la hora en que debía presentarse en el centro de la arena del Gran Circo, su circo desde hacía muchísimos años, de cuando era chico y actuaba detrás de su padre. Oh! que recuerdos.
Ya faltaban pocos minutos para su actuación del día, su congoja llenaba todo su ser, su tristeza lo carcomía interiormente, pero…la función debía continuar; levantó la mirada, observó el firmamento, unas pocas pero inmensas nubes casi ocultaban el cielo. Respiró hondo, exhaló todo el aire posible y entró en la carpa.
A pasos grotescos y rápidos se fue acercando al centro de la pista; la ovación del público no se dejo esperar, lo conocían, lo apreciaban, los chicos y sus padres, los nietos y sus abuelos, sus compañeros de la compañía circense, en fin, todos los presentes se unieron en un solo y caluroso aplauso.
No era su primera actuación, ni la segunda, en verdad que no recordaba otra cosa que no fuera el circo. Con sus ropas de payaso, ese personaje que hace morisquetas, de ademanes cómicos, camina con sus grandes zapatones, con su gorra de pico fosforescente, la cara blanca, los ojos, esos ojos que siempre reflejan una triste alegría, o una alegre tristeza, depende de quien los mira. Pero ese día era especial. Ese día quedaría grabado en su corazón, mejor dicho clavado en su corazón, ese dolor tan profundo marcaría una señal, un dolor que se convertiría en una cicatriz inmensa.
Su mejor amiga, y como él la llamaba: °mí sombra°, había cerrado sus pequeños ojitos, y esta vez para siempre; °mi sombra° era una simpática perrita que nació en el carromato, propiamente debajo de su cama. Allí creció, allí durmió, allí pasaba las noches, siempre debajo de su amigo. Nunca se separaron, nunca.
En los momentos de la actuación diaria, ella lo esperaba en el costado de la pista, cerca de la entrada de los artistas, desde allí sentadita escuchaba las risas, los aplausos y las exclamaciones de alegría y de júbilo; luego se paraba al salir el famoso payaso, y juntos caminaban el corto trecho hacia el carromato, su casa. Allí comían, conversaban, y los días pasaban.
Aquel día por la mañana, nuestro payaso despertó, se levantó, y al no verla paradita al lado de la cama, se asombró, e inclinándose observó por debajo, allí estaba, durmiendo sobre su almohadón rojo, tranquila y pasiva. Le costó unos minutos recapacitar, era todo muy raro y silencioso. Durante todo el día, estuvo acostado, la mente en blanco, el pensamiento anclado, el pulso ínfimo.
Y la noche llegó. Se vistió, se puso su disfraz; todos verían una cara, esa cara que querían ver. Y una vez más se las mostró.
Esa noche, fue la la noche que más le aplaudieron, una y otra vez le obligaron a repetir uno u otro pasaje de su intenso repertorio, y los aplausos no terminaban.
Si, era verdad, esa fue su mejor noche, pues la dedicó a °mi sombra°, como broche de oro a la relación truncada, luego de tantos años de unión.
Aquella noche el llanto del payaso arrancó más risas que nunca.
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