lunes, 9 de febrero de 2015

DISTANCIA DE LO INMEDIATO, Claudia Guillén


Distancia de lo inmediato
Claudia Guillén
 
La tradición epistolar se fue incubando, en nuestro territorio, desde el siglo XIV, pues en ese momento se consolidan las figuras que representarían al Rey de España, los Virreyes, quienes establecerán una continua comunicación con la península ibérica para trasmitir los pormenores de lo que ocurría en la Nueva España. Dos siglos más adelante se instauran los “buzones” que fueron llenando el mapa del México novohispano.
En el siglo XX cuando el presidente Porfirio Díaz arropa la filosofía positivista para así poder coronar a nuestro país en la modernidad —existente en los países de primer mundo—, se llevan a cabo múltiples acciones y entre ellas destacan la construcción de edificios que fueron el emblema para que México entrara con el pie derecho en esta nueva época que se manifestaba en diversos países del viejo continente.
La arquitectura se presenta, pues, como la fisonomía de una época. De esa época que data de principios del siglo pasado y de la que hoy tenemos un registro casi intacto, para nuestra fortuna. Me refiero al Palacio de Bellas Artes y, al Palacio de Correo Postal, ambos diseñados por Adamo Boari y ubicados en el primer cuadro de la capital mexicana.
Con el paso del tiempo se fueron diseminando oficinas de correos por todo el país. Era costumbre para cualquiera ir a depositar las misivas que se dirigían a diversas partes del mundo. Recuerdo que por el número, o el tamaño, de los timbres postales se podía intuir si esa carta llegaría a tierras muy lejanas o cercanas. Y la infancia no era una limitante para poder jugar con la imaginación de cómo un sobre podría volar semejante a una paloma mensajera.
El tiempo era un valor fundamental para integrar fantasías, ilusiones, decepciones, y un sinfín de emociones que se generaban alrededor del envío de una carta. Pues a través de ella se podían comunicar asuntos de diversa naturaleza: privados, amorosos, profesionales, etc. Por ello, mientras llegaba la repuesta, que cuando menos duraría una semana, se transformaba en un tiempo en donde se podía vivir con la esperanza de que las líneas, fueran las que fueran, tuvieran una contestación positiva.
Pues desde el momento en que se arrojaba el sobre en un pequeño buzón para que éste viajara con las palabras cualquier destinatario las leyera y respondiera comenzaba a contar el tiempo. Es decir, había una emoción muy particular en la espera de la respuesta que traería un señor uniformado que usaba un silbato para decir que había correspondencia.
Yo, no sé ustedes, iba corriendo por las cartas y se las llevaba a mi padre. Esperaba a que él las abriera y me diera los sobres pues después con un sencillo proceso de remojarlos, los timbres se despegaban y formaban parte de una colección que ilustraban figuras y nombres icónicos de otras latitudes.
Sin embargo, con el paso del tiempo y con la cercanía latente del final del siglo XX aunado a esta búsqueda continua del hombre por hurgar en espacios nuevos vinieron las grandes tecnologías, que suplieron los “usos y costumbres” arraigados en la tradición del siglo pasado.
La fisionomía de principios del siglo XXI se ha transformado, como es natural. Con el paso de los años y con las herramientas tecnológicas nuestra cotidianidad ha cambiado y la inmediatez es una percepción temporal que asumimos, también, de manera natural. Ahora las misivas se hacen a través de un correo electrónico que permite que lleguen en un instante y que si el receptor, así viva en Australia, está frente a una computadora las puede responder también en un instante.
Entonces el tiempo, en todos sus significados, cobra un sentido distinto. Me explico: los aparatos que se han sumado a esta época para sacar un gran provecho de la eficiencia se sustentan en que ésta es ganarle tiempo al día y con ello establecer comunicaciones más eficaces. Es cierto, pero quizá podríamos detenernos por un momento a pensar qué hacemos con todo ese tiempo que nos ahorramos y cómo se han ido trasformando la percepción de distancia o cercanía.
Tal vez sólo se trate de una nostalgia personal pero creo que es tanta la rapidez con que ahora nos comunicamos que se puede llegar a perder el germen de la motivación para hacerlo. Sin duda, resulta muy práctico en lo cotidiano, pero entonces dónde se quedan aquellos espacios que servían para generar fantasías ante el misterio de la respuesta esperada.
El silbato del cartero ya no suena, en su lugar se escucha el timbre de una motocicleta. Con él vienen, por lo menos en mi experiencia, sólo anuncios o papelería de tiendas y bancos.
Este siglo está marcado por la prisa pero tal vez podríamos darnos un tiempo para descansar y ver qué encontramos poniendo distancia de lo inmediato, no sé ustedes qué opinen.
Nos vemos el otro sábado si ustedes gustan.

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