E.M. Cioran
Mircea Eliade
Encontré por primera vez a Mircea hacia 1932, en Bucarest, donde yo acababa de terminar vagos estudios de filosofía. El era entonces el ídolo de la “nueva generación”, fórmula mágica que nos enorgullecía mencionar. Despreciábamos a los “viejos”, los “chochos”, es decir, a todos los que habían pasado de los treinta. Nuestro maestro tenía una guerra contra ellos, los demolía uno a uno, casi siempre daba en el blanco —digo “casi” porque en ocasiones se equivocaba, como le sucedió cuando atacó a Tudor Arghezi, un gran poeta cuyo único error era ser reconocido, consagrado—. La lucha entre generaciones se nos aparecía como la clave de todos los conflictos, el principio explicativo de todos los acontecimientos. Para nosotros ser joven era automáticamente tener talento. Se podrá decir que esta infatuación es de siempre sin duda. Pero no creo que haya sido llevada nunca tan lejos como con nosotros. En esa infatuación se expresaba, se exasperaba una voluntad de forzar a la Historia, un apetito de insertarse en ella, de provocar a cualquier precio algo nuevo. El frenesí estaba a la orden del día. ¿Y en quién encarnaba? En alguien que regresaba de la India, del país que precisamente le ha dado siempre la espalda a la Historia, a la cronología, al devenir como tal. Yo no subrayaría esta paradoja si no testimoniara una profunda dualidad, un rasgo de carácter de Eliade, igualmente atraído por la esencia que por el accidente, por lo intemporal que por lo cotidiano, por la mística y por la literatura. Esta dualidad no implica para él ningún desgarramiento: es su naturaleza y su oportunidad de poder vivir simultánea o alternadamente en distintos niveles espirituales, de poder estudiar sin drama el éxtasis y buscar la anécdota.
En la época en que lo conocí ya me asombraba que pudiera profundizar el Sankhya (sobre el cual acababa de publicar un largo artículo) e interesarse en la última novela. Desde entonces no dejó de seducirme el espectáculo de una curiosidad tan vasta, tan desenfrenada que seria enfermiza en cualquier otro que no fuera él. No tiene nada de la obstinación obscura y perversa del maniático, del obseso que se encierra en un solo terreno, en un solo sector y rechaza todo lo demás como accesorio y fútil. La única obsesión que le conozco y que, para decir verdad, se ha gastado con el tiempo, es la del polígrafo, la del antiobseso por excelencia, porque está ávido de precipitarse sobre cualquier tema por una inagotable sed de exploración. A Nicolas lorga, historiador rumano, figura extraordinaria, fascinante y desconcertante, autor de más de mil obras, por momentos extremadamente vivas, por lo general enrevesadas, mal construidas, ilegibles, llenas de detalles que se asfixian en el fárrago, Eliade lo admiraba por entonces apasionadamente, como se admira a los elementos, un bosque, el mar, los campos, la fecundidad en si, todo lo que surge, prolifera, invade y se afirma. La superstición de la vitalidad y el rendimiento, particularmente en literatura, no lo ha dejado nunca. Tal vez exagero, pero tengo motivos para creer que en su subconsciente Eliade sitúa a los libros por encima de los dioses. Más que a estos, es a los libros a los que venera. En todo caso, no he conocido a nadie que los ame tanto como él. No olvidaré jamás la fiebre con la que, al llegar a París inmediatamente después de la Liberación, Eliade los tocaba, los acariciaba, los hojeaba. En las librerías él exultaba, oficiaba: era un embrujamiento, una idolatría. Tanto entusiasmo supone un gran fondo de generosidad, sin el cual no se puede apreciar la profusión, la exuberancia, la prodigalidad, todas las cualidades por las que el espíritu imita a la naturaleza y la rebasa. Nunca pude leer a Balzac, a decir verdad dejé de intentarlo al comienzo de la adolescencia, su mundo me está prohibido, me es inaccesible, no logro entrar en él, le soy refractario. íCuántas veces Eliade no intentó convencerme! Había leido la Comedia Humana en Bucarest, la releía en Paris en 1947, posiblemente aún la relee en Chicago. Siempre ha amado la novela amplia, abundante, que se desarrolla en varios planos, que hace juego con la melodía “infinita”, la presencia masiva del tiempo, la acumulación de detalles y la abundancia de temas complejos y divergentes; en cambio ha rechazado todo lo que en las letras es ejercicio, los juegos anémicos y refinados que prefieren los estetas, el lado consuntivo, abiertamente descompuesto de ciertas producciones desprovistas de vigor y de instinto. Pero también se puede explicar de otra manera su pasión por Balzac. Existen dos categorías de personas: las que gustan del proceso y las que prefieren el resultado; unas se interesan por el desarrollo, las etapas, las expresiones sucesivas del pensamiento o de la acción; las otras eligen la expresión final, con exclusión de todo lo demás. Por temperamento siempre me he inclinado por estas últimas, por un Chamfort, un Joubert, un Lihtenberg, que dan una fórmula sin revelarle a uno el camino que los ha llevado hasta ella; ya por pudor, ya por esterilidad, ellos no logran liberarse de la superstición de la brevedad, querrían decir todo en una página, una frase, una palabra. A veces lo logran, hay que decir que muy pocas: el laconismo debe resignarse al silencio si no quiere caer en la profundidad falsamente enigmática. Esto no obsta para que cuando uno ama esta forma de expresión quintaesenciada o, si se prefiere, esclerosada, sea difícil separarse de ella y amar verdaderamente otra -aquél que ha frecuentado por mucho tiempo a los moralistas le es difícil comprender a Balzac, pero puede adivinar las razones de los que tienen debilidad por él, que toman de su universo una sensación de vida, de dilatación, de libertad, desconocida para el aficionado a las máximas, género menor en el que se confunden perfección y asfixia.
Por evidente que sea en Eliade el gusto por las vastas síntesis, también habría podido destacar en el fragmento, en el ensayo corto y brillante -a decir verdad ha destacado, ahí están sus primeras producciones, toda esa multitud de pequeños textos que publicó antes y después de su viaje a la India. En 1927 y 1928 él colaboraba regularmente en un periódico de Bucarest. Yo vivía en una ciudad de provincia donde terminaba mis estudios medios. El periódico llegaba a las once de la mañana. En el descanso me precipitaba al kiosco para comprarlo y así me puede familiarizar con los nombres desigualmente insólitos de Asvaghosha, Ksoma de Köros, Buonaiutti, Eugenio d’Ors y tantos otros. Prefería con mucho los artículos sobre extranjeros porque sus obras, inencontrables en mi pequeña ciudad, al parecerme misteriosas y definitivas reducían mi felicidad a la esperanza de leerlas un día. La eventual decepción era así lejana, mientras estaba al alcance de la mano para los escritores autóctonos. ¡Cuánta erudición, elocuencia y vigor se gastaron en esos artículos que no duraron sino un día! Estoy seguro que rebozaban interés y que no sobrestimo su valor por las deformaciones del recuerdo. Los leía como un arrebatado, es cierto, pero como un arrebatado lúcido. Lo que más me gustaba de ellos era el don del joven Eliade para volver toda idea estremecedora, contagiosa, para investirla de un halo de histeria, pero de una histeria positiva, estimulante, sana. Es evidente que este atributo es patrimonio de una cierta edad y aun si todavía se le posee uno prefiere no utilizarlo cuando se dedica a la historia de las religiones… En ninguna otra parte resplandeció más que en aquellas “Cartas a un provincial” que Eliade escribió luego de su regreso de la India y que aparecieron como folletín en el mismo periódico. De estas cartas no creo haberme perdido una sola, las leí todas, en realidad todos las leíamos pues nos concernían, estaban dirigidas a nosotros.
Lo más frecuente es que en ellas estuviéramos considerados en parte y cada uno esperaba su turno. Un día llegó el mío. Se me invitaba, ni más ni menos, a liquidar mis obsesiones, a ya no invadir los periódicos con mis ideas fúnebres, a abordar otros problemas que el de la muerte, mi obsesión de entonces y de siempre. ¿Iba a admitir una conminación tal? De ninguna manera. No aceptaba que se pudiera tratar otro problema que el de la muerte, precisamente acababa de publicar un texto sobre “la visión de la muerte en el arte nórdico” y estaba resuelto a perseverar en la misma dirección. En mi fuero interno le reprochaba a mi amigo no identificarse con nada, querer ser todo a falta de poder ser algo, de ser en suma incapaz de fanatismo, de delirio, de “profundidad”, por la cual yo entendía la facultad de entregarse a una obsesión y mantenerse en ella. Yo creía que ser algo era asumir totalmente una actitud y en consecuencia rehusarse a la disponibilidad, a los cambios, a la perpetua renovación. Forjarse un mundo propio, un absoluto limitado, y aferrarse a él con todas las fuerzas me parecía el deber primordial de un espíritu. Si se quiere, se trataba de la idea de compromiso, pero con la vida interior como único objeto, un compromiso consigo mismo y no con otro. Le reprochaba a Eliade ser incomprensible a fuerza de ser abierto, móvil, entusiasta. Le reprochaba también no interesarse exclusivamente en la India —me parecía que ésta podía desplazar todo lo demás y que ocuparse de otra cosa era una debilidad—. Todos estos reproches tomaron cuerpo en un artículo de título agresivo, “El hombre sin destino”, en el que atacaba la versatilidad de este hombre al que admiraba, su incapacidad de ser el hombre de una sola idea; ahí mostraba el aspecto negativo de cada una de sus cualidades (lo cual es la manera clásica de ser injusto y desleal con alguien), lo culpaba de ser dueño de sus estados de ánimo y de sus pasiones, de poder utilizarlos a su antojo, de escamotear lo trágico y de ignorar la “fatalidad”. Este ataque en regla tenía el defecto de ser demasiado general, habría podido ser dirigido contra cualquiera ¿Por qué un espíritu teórico, un hombre requerido por problemas, debía ser considerado un héroe o un monstruo? No hay ninguna afinidad substancial entre idea y tragedia. Pero en aquella época pensaba que toda idea debía encarnar o transformarse en grito. Convencido de que el desaliento era el signo mismo del despertar, del conocimiento, le reprochaba a mi amigo ser demasiado optimista, interesarse en demasiadas cosas y desperdiciar una actividad incompatible con las exigencias del verdadero conocimiento. Porque era abúlico me consideraba más adelantado que él, como si mi abulia fuera el resultado de una conquista espiritual o de una voluntad de conocimiento. Recuerdo haberle dicho un día que en una vida anterior debió alimentarse únicamente de hierbas para que pudiera conservar tanta frescura y confianza, y también tanta inocencia. No podía perdonarle sentirme más viejo que él, lo hacía responsable de mi acrimonia y de mis fracasos y me parecía que sus esperanzas las había adquirido a costa de las mías. ¿Cómo podía moverse en tan distintos ámbitos? La curiosidad, en la cual veía un demonio o, con San Agustín, una “enfermedad”, era siempre la acusación invariable que le hacia. Pero en él la curiosidad no era una enfermedad, por el contrario, se trataba de un signo de salud. Y era esa salud la que le reprochaba y envidiaba al mismo tiempo. Pero aquí se impone una pequeña indiscreción.
Sin duda, no me hubiera atrevido a escribir “El hombre sin destino” una circunstancia particular no me hubiera decidido. Teníamos una amiga común, una actriz de gran talento, que para su desgracia estaba atormentada por problemas metafísicos. Esta obsesión llegó a comprometer su carrera y su talento. En el escenario, justo en medio de un parlamento o de un diálogo, sus preocupaciones esenciales llegaban a sorprenderla, invadirla, apoderarse de su espíritu, y lo que estaba recitando le parecía de pronto de una intolerable vacuidad. Su trabajo lo resentía —ella era demasiado íntegra para poder o querer recurrir al engaño—. No la despidieron, se contentaron con darle pequeños papeles insignificantes que no podían molestarla en nada. Ella aprovechó esto para entregarse a sus interrogaciones y a sus gustos especulativos, en los que ponía toda la pasión que antes desplegaba en escena. En busca de respuestas recurrió en su desconcierto a Eliade y luego, con menos inspiración, a mí. Un día él no aguantó más y la echó, rehusando volverla a ver. Ella vino a contarme su desengaño. Luego la vi con frecuencia, la dejaba hablar mientras yo escuchaba. Ella era deslumbrante, es cierto, pero tan acaparadora, tan extenuante, tan insistente, que después de cada uno de nuestros encuentros me iba, agotado y fascinado a emborracharme en el primer bar. ¡Una campesina (pues era una autodidacta salida de un pueblo perdido) que hablaba de la Nada con un brío y un fervor inusitados! Había aprendido varias lenguas, se había empapado de teosofía, leído a los grandes poetas y sufrido no pocas decepciones, ninguna de las cuales, sin embargo, le había afectado tanto como la ultima. Sus méritos, tanto como sus tormentos, eran tan especiales que al principio de nuestra amistad me pareció inexplicable e inadmisible que Eliade la hubiera tratado tan duramente. Al parecerme inexcusable su proceder para con ella, escribí para vengarla “El hombre sin destino”. Cuando el artículo apareció en la primera página de un semanario ella estuvo encantada, lo leyó frente a mi en voz alta como si se tratara de algún monólogo famoso y enseguida lo analizó párrafo por párrafo. “Nunca ha escrito usted algo mejor”, me dijo —elogio desplazado que se hacía a sí misma ya que ¿no era precisamente ella quien, en cierta forma, había provocado el articulo y me había proporcionado su material?— Más tarde comprendí la fatiga y la exasperación de Eliade, y el ridículo de mi ataque excesivo, por el que nunca me guardó rencor e incluso le divirtió. Este rasgo merece ser señalado, pues la experiencia me ha enseñado que los escritores, mortificados todos por una memoria prodigiosa, son incapaces de olvidar una insolencia demasiado perspicaz.
Por esa misma época Eliade comenzó a dar cursos en la Facultad de Letras de Bucarest. Iba cuantas veces podía. La intensidad que prodigaba en sus artículos se reencontraba felizmente en esas clases, las más animadas y más vibrantes que he escuchado jamás. Sin notas, sin nada, llevado por un vértigo de erudición lírica, él lanzaba palabras convulsas y no obstante coherentes, subrayadas por el movimiento crispado de las manos. Una hora de tensión luego de la cual, verdadero milagro, no parecía agotado y posiblemente en realidad no lo estuviera. Es como si él poseyera el arte de contener indefinidamente la fatiga. Todo lo que es negativo, todo lo que incita a la autodestrucción tanto en el plano físico como en el espiritual, le era entonces y le ha sido siempre ajeno. De aquí proviene su incapacidad para la resignación, el remordimiento, para todos los sentimientos que implican un callejón sin salida, el marasmo, la ausencia de futuro. De nuevo probablemente exagere, pero creo que si Eliade tiene una perfecta comprensión del pecado, en cambio no posee su sentido: para esto él es demasiado febril, demasiado dinámico, demasiado impaciente, está demasiado lleno de proyectos, demasiado intoxicado por lo posible. Este sentido sólo lo poseen aquellos que rumian sin descanso su pasado, que se fijan a él sin poder soltarse, que se inventan faltas por necesidad de torturas morales y se complacen en el recuerdo de no importa qué acto vergonzoso o irreparable que han cometido y, sobretodo, que quisieran cometer. Los obsesos, para hablar otra vez de ellos. Sólo ellos tienen el tiempo para descender a los abismos del remordimiento, para permanecer, para revolcarse ahí; sólo ellos están hechos de esa materia que hace al cristiano auténtico, es decir, alguien atormentado, destrozado, que siente las ganas enfermizas de ser un condenado y termina a pesar de todo, por vencerlas -esta victoria, que nunca es total, es lo que llama “tener fe”. Desde Pascal y Kierkegaard ya no podemos concebir la “salvación” sin un cortejo de imperfecciones y sin las secretas voluptuosidades del drama interior. Sobre todo hoy que la “maldición” está de moda, en literatura se entiende, se querría que todo el mundo viviera en la angustia y la desgracia. ¿Pero puede un científico ser maldito? ¿Y por qué lo seria? ¿No sabe demasiadas cosas para poder condescender con el infierno, con los estrechos círculos del infierno? Es casi seguro que sólo los aspectos sombríos del cristianismo aún provocan en nosotros un cierto eco. Tal vez si se quisiera reencontrar la esencia del cristianismo habría que verlo, en efecto, negro. Si esta imagen, si esta visión es verdadera, Eliade está evidentemente al margen de esta religión. Pero tal vez esté al margen de todas las religiones, tanto por profesión como por convicción: ¿no es él uno de los representantes más brillantes de un nuevo alejandrinismo que a la manera del primero, sitúa todas las creencias en un mismo plano sin poder adoptar ninguna? Desde el momento en que uno se rehusa a jerarquizarlas, ¿cuál preferir, por cuál pronunciarse y a qué divinidad invocar? Uno no se imagina en oración a un especialista en historia de las religiones. O, si él efectivamente reza, entonces desmiente su enseñanza, se contradice, arruina sus Tratados en los que no figura ningún dios verdadero, en los que todos los dioses vienen a ser lo mismo. Por más que los describa y los comente con talento, él no puede insuflarles la vida; él les habrá substraído todo su vigor, los habrá comparado unos con otros, utilizando unos contra otros, para su mayor perjuicio, y lo que queda de ello son símbolos exangües con los que el creyente no tiene nada que hacer, suponiendo que en este estadio de la erudición del desengaño y de la ironía pueda haber alguien que crea verdaderamente. Todos nosotros somos, con Eliade a la cabeza, excreyentes, todos nosotros somos espíritus religiosos sin religión.
De Exercices D’Admiration.
Traducción de Alberto Román
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