Campbell en 2003. Foto: Roberto García Ortíz/ La Jornada
José María Espinasa
La publicación póstuma de La era de la criminalidad, de Federico Campbell, muestra que la muerte del autor ocurrió en un momento de absoluta madurez como escritor y nos replantea el sentido de su escritura y su método. El libro recoge, revisados, los libros La invención del poder y Máscara negra, agotados hace ya varios años, al que suma La era de la criminalidad, que da título al volumen de más de ochocientas páginas.
Publicado a fines de 2014, cuando no se cumple aún el año de su fallecimiento, el libro es fruto de un proyecto al que Campbell le daba vueltas desde hacía ya varios años. La expresión “darle vuelta” es una buena forma de describir cómo el trabajo de Federico se da en el tiempo y explica en parte su método. Al empezar a leer La era de la criminalidad se constata lo que ya se había intuido en la lectura de libros suyos anteriores, en especial Post scriptum triste y Padre y memoria: que la ausencia de método que tanta gracia y libertad les otorga es en realidad un disfraz que camufla un trabajo constante, riguroso y prolongado, de lecturas, notas y reflexiones. Él siempre estaba pensando sus temas y tematizaba sus obsesiones, y el poder fue, desde su deslumbrante Pretexta hace más de cuarenta años, hoy editado por el fce en una nueva versión, su tema central.
Su método –o ausencia de él, según decía– tenía uno de sus modelos en Elías Canetti y su Masa y poder. El extenso volumen del gran escritor se compone de textos breves que sumados proponen, no tanto un todo, sino una mirada abarcadora, no ideologizada, del universo que vivimos. O casi. Y el matiz se debe tanto a Campbell como a Canetti, pues nunca detenían su proceso reflexivo, no querían ser conclusivos. Ese método tiene que ver, en Campbell, con la disciplina que adquirió con el periodismo como práctica profesional y vocación permanente. La exigencia de entrega de sus colaboraciones y columnas semanales en Proceso, La Jornada yMilenio, entre otras publicaciones, le daba forma a sus libros, lo obligaba y se construían así por acumulación. Pero no creo equivocarme al decir que él los sabía y pensaba “libros” desde el principio, y sólo había que esperar que alcanzaran la madurez del fruto. Por eso no tienen los defectos de la mayoría de aquellos que recogen las publicaciones periodísticas y sí sus virtudes: son una conversación ininterrumpida, pero con sus descansos, relajamientos, digresiones y olvidos.
Si el periodismo fue su primera vocación, se convirtió en su escuela y disciplina. Supo intuir desde el principio las tentaciones y peligros, desde la corrupción hasta la banalidad, del escritor que quería ser: honesto, crítico, politizado sin ser político, y por eso pensaba sobre el poder sin querer poder alguno, porque tal vez como Cioran sabía que, y él lo cita, “el poder es malo”. Y en su conversación solía tener un solo tema: el poder mismo. Era una manera de protegerse, no tanto contra el anonimato posible y probable del periodismo, sino contra la disolución del concepto de obra en las páginas escritas con fechas de caducidad.
Se propuso, y La era de la criminalidad demuestra que lo consiguió plenamente, no escribir textos que se agotaran en su fecha de publicación. Pero no apostaba por una engolada posteridad sino por la difícil continuidad reflexiva. Llevaba a través de esos textos un diario público de sus lecturas, preocupaciones e intuiciones reflexivas sobre el mundo en que vivía, mismo que lo fascinaba como a un insecto la luz, pero que no le gustaba para nada, y que había visto moverse desde la estrategia agónica del pri en los años setenta y ochenta hasta la irrupción delnarco, y la violencia, la pérdida absoluta de valores y la crisis cada vez más profunda de una sociedad marcada por la corrupción y la avaricia.
Federico Campbell pensaba todo el tiempo: se encontraba con los amigos en cafés para pensar a dúo, leía revistas y suplementos con voracidad, quería estar al tanto de las novedades en otras lenguas y a la vez se sumergía en lecturas clásicas, y esas lecturas se volvían también su equipaje, su biblioteca personal, sus quevedianos interlocutores. Le interesaban el cine y el teatro, la fotografía y la pintura, la música clásica y los corridos populares, las minucias del idioma y las teorías sociales. Camuflado en la distracción era uno de los hombres más atentos a su entorno que he conocido.
En ese desgarramiento entre lo fechado y lo atemporal, Campbell conseguía aumentar la intensidad interior de sus textos. Y se volvían permanentemente actuales, como demuestra La era de la criminalidad (desde el título mismo, escrito antes pero casi una adivinación de Ayotzinapa). Campbell no era el personaje que muchos escritores construyen de sí mismos; al contrario, su egotismo implicaba un anonimato. En términos de Daniel González Dueñas, quería ser nadie, es decir Ulises ya de regreso a su isla. Por eso La era de la criminalidad es un intento no de diseccionar un fenómeno sociológico como el que actualmente vivimos –un abrupto retorno a los señores feudales y las grandes matanzas–, tratado por un científico social, sino un intento de comprenderlo cuando está ocurriendo, ante nuestros ojos; una llamada de atención y también, tal vez, una llamada de auxilio a los rescoldos de lo que consideramos constitutivo del hombre, el respeto por la vida.
No podía escapársele esa condición absurda del poder combatiendo problemas de nuestra sociedad, la salud o la educación, por ejemplo, con grandes y costosas campañas que el libre mercado borra de un plumazo con su comercio de comida chatarra, bebidas adulteradas o vida insalubre, o bien el gasto en educación y cultura combatido por la ideología en los programas televisivos que desprecia todo sentido cultural y formativo. Se gastan grandes cantidades de dinero que el nuevo poder, el del mercado, tira por la cañería con un sentido a la vez muy concreto, las sociedades se empobrecen sin remedio y sin posibilidades de reconstruir el tejido social; y uno simbólico: la criminalidad es legítima si es redituable económicamente.
La importancia del libro crece en la medida en que ese diario moral –porque disfrazado de un libro de crítica literaria, es ante todo una crítica moral– testifica un cambio de paradigma. Campbell se da cuenta de que elevar los valores de la justicia que daban sentido a la sociedad es ya una ingenuidad que, sin embargo, hay que seguir reivindicando, como el condenado a muerte que dice: “Soy inocente.” Esa inocencia, en sus varios sentidos, es lo que da sentido a su escritura. Por eso se extraña su presencia entre nosotros.
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