Rubén Bonifaz Nuño, el
luminoso poeta del amor*
Para contar sus tragedias hizo versos maravillosos
RENÉ AVILÉS FABILA
Rubén Bonifaz Nuño es el poeta del amor y el desamor, sus versos calan en
el corazón de los amantes y conmueven a sus lectores: “Amiga a la que amo: no
envejezcas./ Que se detenga el tiempo sin tocarte;/ que no te quite el manto/
de la perfecta juventud./ Inmóvil/ junto a tu cuerpo de muchacha dulce/ quede,
al hallarte, el tiempo”. Épica de lo cotidiano, la poética de Rubén deja
constancia de sus penas y las nuestras. Pocas veces en la literatura en
castellano alguien ha tomado por nosotros la voz y ha dicho, con belleza extrema,
lo que queríamos decir. Aun en el aspecto social se bate con fiera sencillez:
“Pasé mi infancia en un barrio fabril, donde estaban tres fábricas: La Alpina,
Loreto y La Hormiga, de tal manera que compartí la vida con gente de ese nivel
social explotado al cual pertenecía yo también, porque mi padre fue
telegrafista y éramos miembros de una familia grande y él tenía un sueldo muy
pequeño; por esa razón la pobreza que padecí en mi infancia fue excesiva. Y he
dicho muchas veces, no soy gente decente, soy pelado porque me crié entre
pelados. Ese sentimiento de ser pelado, de ser parte de la misma clase a la que
pertenecen millones de mexicanos explotados, es lo que me ha inducido a buscar
de qué manera remediar el asunto y eso es lo que me condujo a los estudios de
la cultura prehispánica, la cual es infinitamente superior a la que tenemos
actualmente.”
Rubén Bonifaz Nuño tuvo belleza física, pero fue tímido con las mujeres
(“Para los que llegan a las fiestas/ ávidos de tiernas compañías/ y encuentran
parejas impenetrables/ y hermosas muchachas solas que dan miedo/ —pues uno no
sabe bailar, y es triste—;/ los que se arrinconan con un vaso/ de aguardiente
oscuro y melancólico,/ y odian hasta el fondo su miseria,/ la envidia que
sienten, los deseos”), poseyó el mayor don: el fuego de la poesía y asimismo
sufrimientos físicos y algo atroz: la ceguera. Este mal no llegó de golpe, fue
gradual y ello quizá sea una tortura especialmente cruel: ir dejando de ver las
palabras o los trazos de un pintor admirable, es algo que duele todos los días
al notar que se pierde el sentido fundamental. Bonifaz Nuño para
contar sus tragedias hizo versos maravillosos. Los escribió a través de una
poética renovadora, donde como nadie mezcló el lenguaje coloquial con el
clásico más elegante. Lo explica: “El libro que más quiero es Calacas, ahí hice algo que me dio mucho placer: está escrito
con un tono de pelado mexicano. Ahí están citados Horacio, Virgilio, Homero, Quevedo, el
Anónimo Sevillano, Jorge Manrique, Manuel Gutiérrez Nájera, el Cantar de los Cantares; es mi poema más desnudo y
más eruditamente de pelado.”
En Rubén entroncan dos grandes tradiciones: los autores
prehispánicos y el mundo grecolatino: Nezahualcóyotl y Virgilio. Dos mundos opuestos que en él encontraron una síntesis
adecuada. Dueño de una obra perfecta, de extremo rigor formal y exploraciones
inéditas y deslumbrantes, la poesía en él es luz de la palabra, relámpago de la
inteligencia, sinceridad diáfana; lo demás, penumbra. Respetó el verso clásico,
pero supo manejarlo dentro de una amplia libertad expresiva, consiguió, de este
modo, transformar la poética de nuestro tiempo sin salirse del valor supremo y
universal: el amor pasión.
La poesía de Bonifaz Nuño es, en efecto, rigurosa, con contribuciones a la métrica
y al ritmo, las que hizo luego de sentirse abrumado por los hallazgos de Lope de Vega, Góngora, Bécquer, Pellicer y Cuesta. Su
creación en conjunto se agrega a las más distinguidas del castellano. Es el
inmenso traductor de los clásicos griegos y latinos. Su versión de La Ilíada es perfecta.
Ajeno a grupos y sectas, Rubén tuvo
amigos queridos, la muerte se los fue arrebatando y por último lo abordó: “La
muerte es una compañera que está sentada en el brazo del sillón, mordiéndome
lentamente, lo poco que me queda libre. La veo sin temor ni emoción, me parece
completamente natural”. El corolario está en un poema suyo escrito en 1981,
inserto en As de oros: “Y he cambiado. Sordo, encanecido,/ una oficina soy,
un sueldo;/ veinte mil pesos en escombros/ y un Volkswagen, y la nostalgia/ de
lo que no tuve, y el insomnio,/ y cáscaras de años devaluados”. Los lectores
concentran la mirada en su poesía dueña de una hermosura espiritual que asombra
y atrapa: Conozco la razón de la
distancia/ y tú me das la cercanía o: Te amé siempre./ desde antes./
Tú desde siempre estabas en mi sangre/ y en el alma de todas las cosas que he
querido.
*Fragmento del texto leído
en Bellas Artes en su último homenaje, aún vivo.
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