La muerte toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene.
Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa, se pliega en las cortinas en que anida la sombra, es dura en el espejo y tensa y congelada, profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca.
Los dos sabemos que la muerte toma la forma de la alcoba, y que en la alcoba es el espacio frío que levanta entre los dos un muro, un cristal, un silencio.
Entonces sólo yo sé que la muerte es el hueco que dejas en el lecho cuando de pronto y sin razón alguna te incorporas o te pones de pie.
Y es el ruido de hojas calcinadas que hacen tus pies desnudos al hundirse en la alfombra.
Y es el sudor que moja nuestros muslos que se abrazan y luchan y que, luego, se rinden.
Y es la frase que dejas caer, interrumpida. Y la pregunta mía que no oyes, que no comprendes o que no respondes.
Y el silencio que cae y te sepulta cuando velo tu sueño y lo interrogo.
Y solo, sólo yo sé que la muerte es tu palabra trunca, tus gemidos ajenos y tus involuntarios movimientos oscuros cuando en el sueño luchas con el ángel del sueño.
La muerte es todo esto y más que nos circunda, y nos une y separa alternativamente, que nos deja confusos, atónitos, suspensos, con una herida que no mana sangre.
Entonces, sólo entonces, los dos solos, sabemos que no el amor sino la oscura muerte nos precipita a vernos cara a los ojos, y a unirnos y a estrecharnos, más que solos y náufragos, todavía más, y cada vez más, todavía. |
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