domingo, 24 de agosto de 2014

EL DÍA EN QUE MENOS NOS ESPERAN, Antonio Valle


El día en que menos nos esperan

Zbigniew Dlubak, serie Esticulaciones, 1970-78.
Fuente: Fundación Zbigniew Dlubak ©
Antonio Valle

Todo se hizo sombra y acuario ardiente.
Arthur Rimbaud
Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad…
Julio Cortázar

Aunque el visitante muchas veces lo intentó no logró olvidarla. Ahora se sentía confundido porque no sabía si habían pasado algunos años o si sólo fue un instante el que la criatura necesitó para volver. Entre los destellos púrpuras que salían del espejo y el sax de Gato Barbieri, le echó una última mirada al lienzo de Rodolfo Nieto. Mientras cruzaba la frontera en llamas, imaginó a la criatura con la que un lejano día, bajo otro diluvio de agua y fuego, soñó haber escapado de París, de la ciudad amada donde, después de una larga vida sin amor, finalmente había regresado al acuario para huir encadenado a ella, feliz y loco, para consumar la fantástica travesía que lo llevó hasta la casa del jardín perfecto, al corazón de un laberinto de agua y flores donde le leía poemas de Rimbaud a la criatura. Se convenció de la nueva vida que llevaba, realmente sin mayores sobresaltos, resguardado en el viejo arrabal lacustre de Ciudad de México. Hasta que una noche enemiga –que oscilaba entre el 12 y el 13 de febrero de 1984– se enteró por la radio de que Julio Cortázar había muerto. Antes del amanecer, cuando al fin logró cerrar los ojos –y sin que le importara más la historia de la ninfa– decidió abandonar la casa, para (como el maestro de las trenzas negras) encontrarase “consigo mismo” en la pureza del desierto. Si era capaz de descubrir el secreto que mantenía vivos a Julio y al vidente, también él lograría sobrevivir al exilio de la tierra yerma. Así, junto a un xolotl sensitivo que adoptó en Oaxaca, pasó una larga temporada en la mixteca, hasta que una madrugada, cuando el xolotl escuincle olfateó a la belleza que cimbreaba el umbral del rancho miserable, descubrió los abismos de azul y pozos de fuego que tanto había buscado. Gracias al éxtasis que le provocó la visita inesperada, le vino a la mente una copla argentina y, con ella, una alegría insoportable.
Si estás mirando el amanecer
hay una niña en el alba, la ves
y con la niña en el alba estoy yo
y el día empieza otra vez.
La belleza del desierto lo hizo recordar –con una culpa sin fondo– que la criatura debería seguir con vida en la casa del jardín perfecto; y hasta pudo verla flotando en la pecera, justo donde la olvidó, entre la pintura de Rodolfo Nieto y el libro de su hermano Carlos, el poeta. Entonces, cuando relampagueó en sus ojos el acuario ardiente, por la libre asociación y el espanto, otra vez sintió la tristeza y la vergüenza que le provocaba la primera estrofa del poema: “Qué madre/ que puta madre nos dejó escarbando/ para salirnos de esta tierra de iguanas y de brujas,/ de esta tierra ardiendo/ como sueño promiscuo/ de mujer caliente,/ como sueño de agua/ que escurre en la cantera verde…”

Cortázar trompetista. Foto: Alberto Jonquiéres
Aquellos versos eran el pretexto perfecto que necesitaba el déja vu para que una yegua altanera volviera a lesionar con sus horribles modos el lienzo de Oaxaca. Entonces, si es que iba a moverse el eclipse invertido, el visitante tenía que dominar a la bestia azulada, pero se daba por vencido cuando, después de tres días de insomnio, injurias, sexo y aguardiente, le reventaban unas horribles llagas en los ojos y en la lengua. Sin embargo, por el estrabismo que le causaba la embriaguez, lograba escapar por un paso furtivo, sólo concebible en undelirium tremens, que daba a un viejo salón de París donde seguían respirando auténticos abismos azulados. En ese mundo fresco (antípoda del nuevo mundo árido y abstracto de Carlos y Rodolfo) volvía a abrirse el acuario con todo y peces de colores exhalando miríadas de burbujas. Pero justo cuando su sistema respiratorio parecía adaptarse a la sustancia onírica, se retiraba la riada milagrosa para dar paso a la vieja opresión sagrada y roja. Entonces le subía por el esófago una bola incandescente que lo obligaba a vomitar sangre. Así, doblado por el dolor, aparecía en el lienzo de Oaxaca donde la taquicardia le anunciaba otra revuelta. Mientras tanto, al otro lado del cristal, la infanta miraba cómo esa fuerza de atracción descomunal volvía a fijar al visitante en el espejo, en esa superficie –ahora de cristal cortado– donde se retorcía recordando a los queridos argentinos que algunos aviones de la muerte arrojaron al Río de la Plata. Luego permanecía ungido a la bola del hipnotizador, hasta que el solo de Gato volvía para llevárselo con una nueva esperanza del vidente: “…cada ser merecía muchas otras vidas”.

Al darse cuenta de su decisión mortal –y como desconocía el miedo a la muerte–, la ninfa desenrollaba su lengua delicada para deslizarse por su oído hasta que le tocaba el plexo.
El revés debió ocurrir temprano, antes de que el día fuera declarado un espejismo; cuando las palabras de la afrenta ya habían sido atemperadas con aceite de linaza y copitas de mezcal minero, cuando el visitante –dominando como pudo el miedo– se montó sobre la yegua azulina y escapó de aquella circunstancia buscando una sombra verde. Entonces, gracias a la abierta exposición de las palabras del vidente en el paisaje, comenzó a sentir la transfiguración con la certeza de que Dios nunca iba a morir y una profunda calma comenzó a inundarlo mientras las palabras de Julio y el vidente se apagaban en un fade profundo. Pero cuando el sol se levantó en su plexo sintió una sed insoportable, buscó un trago de agua –o por lo menos una vasija con orines– antes de que volviera la mano de Rodolfo para hundirlo en otra fuente prodigiosa. Bajo la sombra movediza de una piedra guardó silencio para protegerse de la solarización y de la temible versión de El último tango en París que volvía de las profundidades. Entonces, de la nada, como en otras ocasiones, el sax de Gato le escindió en dos la mente. En ese momento la criatura se acercó para darle una manita; sin embargo, como el visitante no lograba desprenderse de su máscara cuajada de luceros, la criatura alzó los ojos y vio unas aves carroñeras que miraban fijamente sus pupilas. Levantó una uña, aguda y larga como la espina de un huizache, y la hundió hasta el fondo del espejismo humeante. Entre el dolor que le provocó el glaucoma reventado, el visitante logró ver por una pequeña grieta descarnada la faz redonda, sonriente y coronada de ramitas.

En un estado ya cercano a la disolución, el visitante se resbaló por la pecera como una gota de mercurio y se desplomó en un cauce. Era la barranca donde una y otra vez moría y se hacía carne el neutle. Gracias a la bebida sagrada y espumosa, alzó la mirada para ver –a través de la ventana– a la muchacha de Oaxaca que venía a cerrar el sínodo de Venus. El visitante le dio un largo trago a la bebida alucinógena y aceptó el comercio que le proponía –de cuerpo, lengua y alma– la jovencita humilde y deslumbrante. Esa voz le recordó algunos giros delicados del idioma en el que Julio lo inició en el territorio de Rodolfo Nieto; y mientras escupía huesos, cartílagos y espinas, miró el último tramo de la ruta que lo había traído hasta el lienzo, cuando entre diluvios de oro despertó en el códice contemporáneo. Entonces intentó traducir el fragmento huidizo –ahora en tercera dimensión– con un verso del vidente: “Llegada de siempre, te irás por todas partes.”

Gracias a la joven de la heredad –y a su jícara derramando cantos incomprensibles y magníficos–, al fin cedió la solarización extrema.

años antes –o después–, el visitante se miró en el espejo. No lograba establecer por qué le habían nacido unos rombos purulentos en la piel. Parecían quincunces o diminutas mariposas de obsidiana que le recordaban los ojos de un antiguo dios enfermo. Entonces, antes de que el visitante reventara cubierto de llagas y atravesado por insondables conejeras, decidió cortar por lo sano y olvidarse para siempre de la historia maligna de las criaturas y sus capítulos absurdos. Por esos días llegó a sus manos un informe sobre la incompetencia biológica (y hasta mítica) de la especie en extinción a la que al parecer pertenecía la criatura. Como no era un documento apócrifo, y gracias a la objetividad profesional de aquella tesis, logró establecer que el dios envenenado sólo era otra ficción y por eso le retiró sus ojos infectados de la piel. Por fin llegó el día en que, mientras esperaba un vuelo en el aeropuerto de Oaxaca, probó un caballito de mezcal de punta y un verso de León Felipe: “Lo importante no es llegar antes y solo / sino todos juntos y a tiempo.”

Con esa hermosa línea podía concluir la historia de amor del visitante tránsfuga y la dama abisal. Mas la vida, como la literatura, que sólo hasta cierto punto son previsibles –y aunque los brotes psicóticos se volvieron cada vez más esporádicos–, algunas veces se dejaba tentar por el recuerdo de la ninfa y por una melancolía imposible de enmascarar. Decidió abrir su doble vida, su escenario más profundo, a una psicoanalista experta que lo convenció de que la criatura, además de grotesca, era inexistente. Durante años el visitante volvió a vivir en paz; hasta que una madrugada la chica de Oaxaca, increíblemente perseverante y bipolar, morena y pelirroja, enfundada en un vestido sexi, se acercó bogando por el canal que confluía en el jardín perfecto. El visitante se entretenía escuchando por la radio que habían encontrado en el Caribe a una jovencita llamada Naia. La reseña daba cuenta de que la muchacha había emigrado miles de años antes desde un país repleto de dragones. Como la noticia le detonó una libre asociación inexorable, el visitante prófugo apagó la radio, conectó su memoria USB y le subió el volumen a El último tango en París.

Entre la pintura de Rodolfo Nieto y el pequeño cementerio marino, observó la encrucijada que había formado su retrato hablado con los versos del vidente. Comprendió por qué, años antes, dijo que “estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos”. Mientras, afuera del espejo –más allá de la ficción–, entre los nenúfares y los floripondios limonados del jardín perfecto, se acercaba la muchacha de Oaxaca. Se veía tranquila, jugando con el filo de plata que bullía entre sus manos. El visitante observó ese destello mortal casi amistosamente, porque el destello sobrenatural le recordaba las iluminaciones, los días inmortales que vivió con la muchacha en el rancho miserable, cuando al fin pudo comprender, como el vidente de Ardennes, que sólo el sol podía purificarle el alma y los huesos. Pensó con ironía: “Voy a liberar a esta alma en pena para siempre.” Y aprovechando el último recurso del vidente, dijo: “Llegada de siempre, te irás por todas partes.” En todo caso –sonrió raspándose la barba con las uñas afiladas, tan “minuciosamente humanas” – la ruptura con la vita nuova podría sobrevenir si la niña de Oaxaca al fin se aventurara por la ventana colorida; si acaso se le ocurriera a la criatura saltar desde esa laja en llamas. En ese momento el sax de Gato alcanzó una vibración salvaje y abrió una fisura apenas perceptible en el espejo. Cuando el visitante vio la grieta que progresaba sobre la cinta de plata, recordó la laminita que se desprendió de la fotografía donde aparecía con la chica; era la misma hendidura del espejo que, por un efecto del agua mezclada con el fuego, ahora parecía descender desde su oído izquierdo y perderse en su garganta. Entonces, mientras observaba atónito el último destello de Venus en el cielo, vio la primera ramita de sangre que brotaba por su cuello. El visitante alcanzó a escuchar ya sin aliento la voz lejana que decía: “O cuando alguien necesita de nosotros, el día en que menos nos esperan.”

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