viernes, 29 de agosto de 2014

MI VIDA COMO CYBORG, Raquel Castro


MI VIDA COMO CYBORG

Por Raquel Castro 
Hace dos semanas dejé de ser un cyborg.
Es la pura verdad. Pocas personas supieron que yo era un cyborg porque no se notaba mucho. No tenía un foco rojo en vez del ojo derecho como Terminator. Tampoco andaba pelona, con la piel azul y un brazo mecánico como Nébula, la villana de Guardianes de la Galaxia, ni con un traje de comando, lentes de esquiador a todas horas y un brazo mecánico como el Soldado del Invierno, el villano de Capitán América 2. (¿Qué obsesión tienen en Hollywood con los cyborgs?)
Mi alteración corporal, que tuve durante tres años, era invisible y muy pequeña: un imán implantado en la punta del dedo anular de la mano derecha, que me permitía levantar objetos metálicos pequeños con sólo tocarlos y sentir ciertos campos eléctricos. Por ejemplo, podía saber si el detector antirrobos de una tienda estaba encendido o apagado (hay gente a la que eso le parece muy útil, me dicen).
Muchas de las personas que me veían hacer mi truco se quedaban sorprendidas: mientras levantaba una moneda o una cadenita de clips, me preguntaban si me había hecho el implante por motivos religiosos o new age, o si era un tratamiento médico, o simplemente decían por qué, Raquel, por qué. Yo no sabía qué contestar en estos casos porque sabía que mi respuesta —que lo hice porque sí, por pura diversión, por convivir, porque YOLO— no iba a ser satisfactoria. La otra cosa que el imán me permitió detectar es que a muchísimas personas simplemente no les entra la idea de que algo se pueda hacer por puritito gusto: todo tiene que tener un motivo y una utilidad inmediata, y si no la tiene a uno le faltan valores, o educación para la productividad, o algo así.
Tampoco me molesta demasiado. Ser freak de las modificaciones corporales (las bodmod) no es peor que serlo de Justin Bieber… o de eso otro en lo que estás pensando precisamente ahora.
Mi entusiasmo por el asunto comenzó allá por el siglo 20, cuando leí un par de libros del escritor de ciencia ficción John Varley. En ellos, la tecnología está tan avanzada que la medicina se ha vuelto una carrera técnica en la que se aprende a poner, quitar, reemplazar y arreglar partes de animales y gente. Estos maestros chamberos son llamados medicánicos y lo mismo ponen ojos biónicos, implantan chips para prender luces y abrir puertas con la mente, o cambian totalmente el sexo de una persona, de mujer a hombre, o viceversa, o a neutro, sin nada de nada. En ese entonces, todo el asunto sonaba vagamente posible, pero muy lejano.
Luego me enteré de la existencia de gente como Steve Haworth, uno de los gurús de las bodmod y un especialista en hacer modificaciones con motivos estéticos. No llegan hasta donde John Varley imaginó pero son un paso en esa dirección, en el intento de jugar con el cuerpo y hacerlo sin culpas ni excusas. Marcas con metal caliente, parecidas a las del ganado, sobre la piel, pero formando dibujos intrincados en vez del monograma de un rancho o un propietario (aunque habrá sin duda gente interesada en el sadomasoquismo que marque o se deje marcar por su pareja); implantes bajo la piel, formando diseños o crestas y espolones; anillos para colgarse (si es que a uno le gusta semejante práctica; a Haworth sí, por lo que sé) y mucho más.
Nada de esto es terriblemente común ni terriblemente reglamentado, así que una tarde de 2011, tras haber hecho contacto con Steve Haworth, fui a Dallas, Texas, y salí en coche con mi marido, que es un hombre paciente, a hacerme mi implante en un hotel al borde de una carretera que había sido bonita pero, a la sombra de un puente recién construido, se estaba volviendo un lugar de mala muerte, una especie de hotel fantasma. Parecíamos personajes, más que de Varley, de William Gibson (o de William Burroughs): entramos sin decir a qué íbamos, nos perdimos por corredores más o menos limpios, llegamos al cuarto que se nos había indicado y tocamos. No hubo necesidad de un password o un código especial, pero era lo único que faltaba.
Mientras esperábamos frente a la puerta yo empezaba a preguntarme si en verdad era una buena idea: no sólo tenía el plan de ponerme el imán en el dedo, sino que también había programado una marca de fuego (branding, les llaman) que, estaba segura, me quedaría más cool que un tatuaje de tinta blanca. Pero a fin de cuentas eran dos intervenciones a mi cuerpo, y el lugar era lo más lejano posible a un hospital. Pero en cuanto Haworth abrió me olvidé de mis preocupaciones: la seguridad y el garbo de ese tipo de casi dos metros y con una escarificación en el ojo, a imitación de una cicatriz dejada por un zarpazo de oso, me inspiró mucha confianza. Sí, soy una freak, qué les puedo decir.
Primero sería el branding. Iba a ser un espiral estilo Tim Burton (irregular, anguloso, como trazado a mano alzada) en mi brazo izquierdo. Haworth me explicó que había visto a hombres enormes llorar como bebés a la hora de ponerles sobre la piel la punta electrificada con la que trabajaba, por lo que si en cualquier momento yo quería echarme para atrás, nadie me juzgaría. Yo pensé en decirle que tengo fama de contar con un umbral del dolor bastante alto, pero mejor me guardé el comentario: no tenía ni idea de qué se iba a sentir y, peor que llorar como bebé, es llorar como bebé después de una bravuconada.
Me senté en una de las dos camas matrimoniales que había en el cuarto (la otra estaba cubierta por el material de trabajo de Steve: aretes para piercings, silicones para implantes, ganchos, argollas… Cada cosa en su propia bolsita sellada, eso sí.
—Voy a poner la punta electrificada en tu piel y contaré a tres mientras la hago avanzar. Entonces pararemos, daremos un descanso y volveremos a hacerlo, en sesiones de tres segundos —dijo.
Yo asentí, respiré profundo y cerré los ojos. Y entonces, sentí la punta de metal sobre mi brazo, y me creí la más grande guerrera del universo: no sentía nada.
—Qué raro —dijo Howarth, así que abrí los ojos. Mi piel estaba intacta. Una cosa es tener un umbral del dolor alto pero otra muy distinta es tener piel de acero, y ése no es mi caso. Y, claro, lo que pasaba no tenía que ver conmigo, sino con la maquinita: al parecer la habían abierto en el aeropuerto y le habían zafado algún cable. Y Hawoth traía muchas cosas, pero no un desarmador.
Mientras mi esposo y Haworth trataban —infructuosamente— de abrir la máquina con una moneda o unas llaves, pensé que en este punto ya parecíamos más bien personajes de Ibargüengoitia. Y el resultado fue que nos dimos por vencidos con el branding. Tiempo después supe que una querida amiga justo tenía un tatuaje de un espiral en la zona precisa donde yo me iba a hacer el branding, así que hasta fue bueno que fallara la maquinita: habría sido una fashion emergency permanente.
Así que pasamos a lo del imán en el dedo. Haworth me explicó que también era una práctica bastante dolorosa, pues, a fin de cuentas, consistía en abrirme el dedo con un bisturí, insertar con pinzas el imán (encapsulado en una burbuja de silicón, para que no hiciera contacto directo con materia orgánica) y coser con hilo quirúrgico.
Nos dijo que, para adormecer tantito el dedo, lo metería primero en un cuenco de agua con hielo (en realidad, fue un vaso del baño del cuarto de hotel) y concluyó que quizá era igual de doloroso que el branding, pero mucho más rápido y con el aliviane extra del hielo.
Este procedimiento no lo hizo sobre la cama sino en la cómoda/peinador/escritorio del cuarto: extendió una toalla de papel sobre la superficie y puse sobre ella la mano con la palma hacia arriba. La luz del cuarto era más bien mortecina. Me pregunté en silencio si Steve tendría buena vista. Rogué que sí. Antes de tomar el bisturí, Haworth atrajo con su propio dedo imantado la bolita de silicón que me iba a meter. Me la enseñó y me comentó detalles técnicos sobre el tipo de imán que utilizaba y el procedimiento para encapsularlo en silicón. Me habló de las precauciones que debería tener los primeros meses, en lo que la carne de mi dedo se entretejía de nuevo y me pidió que firmara una carta en la que declaraba haber recibido toda esa información y afirmaba estar de acuerdo. —Son formalismos —nos dijo, y agregó que como él no es médico, tiene que cuidarse doblemente de cualquier demanda.
El tajo en el dedo fue rápido y, efectivamente, no dolió de inmediato. Lo que más me sorprendió es que no empezó a brotar la sangre de inmediato, como yo había imaginado, sino que dio tiempo a que mi medicánico metiera el imán en su sitio. Sólo entonces salió la primera gotita de sangre y empezó algo parecido al dolor: era, más bien, como el eco de un dolor… lamento no poder explicarlo.
—Es dura, ¿eh? —le dijo Haworth a mi esposo, refiriéndose a mí. Me sentí Xena, la warrior princess.
—No tienes idea —le respondió mi esposo y nos reímos mientras la aguja atravesaba los labios de la herida para unirlos con hilo quirúrgico. Ahí fue que sentí la primera punzada de dolor, pero ni tiempo tuve de ponerme a llorar porque Steve ya me estaba limpiando con agua y poniendo una bandita adhesiva.
—Lávate diario con jabón y cámbiate la bandita. En una semana, corta el hilo y retíralo. Y no juegues con imanes en unos quince días —me dijo.
En los días siguientes tuve sólo dos molestias: dolor en todas las muelas con amalgamas y la sensación de que el corazón me latía en la punta del dedo. Pero las dos se desvanecieron antes de una semana. Y así fue que me convertí en un cyborg feliz.
Y así seguiría, de no haber cometido un pequeño error hará cosa de hace un año: en una tienda me encontré con un imán súper potente y no pude evitar la tentación de acercar el dedo. Sentí cómo la capsulita de silicón se desplazaba, rompiendo la carne a su paso, y sólo detuvo su carrera porque la piel le impidió salir al mundo. Me costó trabajo separar el dedo del imanzote y, a partir de ese día, mi magnetito empezó a perder poder. Llegó el momento en que ya no atraía ni un clip ni una grapa. Y, hará un par de meses, además empecé a sentir dolor en el dedo. Me comuniqué con Haworth y me ofreció remagnetizarlo o cambiarlo por otro, siempre que fuera yo a su estudio en Arizona. Descarté la opción por cara y acudí al plan B: le pedí a una amiga mía, ginecóloga, que me lo quitara.
Llegué a su consultorio en Polanco a la hora que me citó y llené un formulario larguísimo sobre enfermedades previas, estado de salud y demás, mientras las embarazadas a mi alrededor (mi amiga es especialista en fecundidad) platicaban de náuseas mañaneras y pies hinchados. En el renglón de “motivo de consulta” puse, como mi amiga me había indicado “retirar implante”. Así, nada más, para que la recepcionista pensara que hablábamos de un implante anticonceptivo y no de una operación vagamente fuera de lo normal.
El consultorio de mi amiga estaba muy iluminado y limpio. La superficie en la que me operaría estaba cubierta con una tela estéril recién puesta. A un lado estaba la bandeja con el instrumental y la enfermera estaba lista.
—Va a ser muy rápido —me dijo—: te pongo la anestesia, abro, saco la bolita y cierro. Cinco minutos.
La inyección de anestesia ardió un poquito pero casi de inmediato dejé de sentir. El problema fue que “la bolita” en realidad ya no existía: la vaina de silicón estaba rota, una parte de ella pegada al hueso, y el imán estaba fragmentado por toda la yema del dedo. Mi amiga me explicó que el procedimiento fue similar al que se sigue para retirar metralla de un cuerpo herido. Ouch.
Tres inyecciones de anestesia más tarde, mi amiga había terminado de raspar el silicón del hueso y de arrancar el último pedacito de imán que, necio, se había adherido a la piel. Al menos entendí por qué había perdido la fuerza y por qué dolía.
Mi amiga me recetó analgésicos y antibióticos por una semana, pero no vio la necesidad de coser. Hoy, mientras escribo esta crónica, evito apoyar el dedo sobre el teclado, en parte porque todavía me duele un poquito y en parte porque nunca aprendí a teclear con las manos completas: uso nada más los índices, un dedo medio y un pulgar. En todo caso, mi dedo no se infectó y pronto cerrará del todo. Probablemente no quede cicatriz. Así que mi época de cyborg será sólo un recuerdo, al menos en lo que junto dinero para ir a Arizona.
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1 comentario:

  1. Es un excelente relato de Raquel Castro. Nunca había leído nada de ella; y ahora entiendo por qué Alberto anda con ella de arriba para abajo (¡hasta en sus relatos!)...es tan bueno el cuento que vamos a encontrar lectores que lo crean veraz y le pregunten a Raquel por su imán, por ejemplo...

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