+De Maigualida Coromoto
MI PASEO A CATA
Hoy, después de cinco meses de ausencia mis sentidos
tuvieron la incomparable delicia de sentir nuevamente el sabor de mi tierra al
visitar la bahía más preciosa de Venezuela, la Bahía de Cata en el estado
Aragua, a hora y media de La Victoria. Alguna vez te contaré los sucesos
históricos que sucedieron en ella, por ahora te digo que fue usada muchas veces
junto con Turiamo, de escondite de piratas y al inicio de la Guerra de
Independencia, de patriotas perseguidos.
Para llegar a Cata
debo cruzar una preciosa carretera en el Parque
Nacional Henri Pittier. Al empezar a recorrerla mi vista, mi oído y mi
olfato comenzaron a darse un banquete disfrutando aquella naturaleza
exhuberante con los olores a tierra húmeda, a selva y comenzar a escuchar mil
ruidos, la voz de la corriente cuando choca con las piedras en las caídas de
agua simulando un bello canto de un coro celestial acompañado por la mejor de
las orquestas: la del trinar de las aves y el sonido de las hojas al moverse
con el aire y en algunos lugares…el silencio. Aquel silencio profundo que dice
tanto, aquel silencio que te invita a descansar y a no preocuparte por más nada
sino por honrar el compromiso de estar viva y de tener salud.
Allí, en ese momento pensé en ti y quise, a través
de mis sentidos y mis pensamientos que empezaras a disfrutar a mi lado y dentro
de mi alma estas maravillosas sensaciones que despiertan los paisajes de mi
infancia, de mi poca adolescencia, donde viví tres meses de cada año
intensamente desde que tuve uso de razón. En sus caminos, en sus recodos, fui
una niña feliz y totalmente libre, con mi bicicleta, mis excursiones solitarias
a lugares preciosos donde creaba bellas historias que escribí ya adulta.
En las playas de mi niñez con mi cuatro y mis libros
empecé a tener hambre de aprender y saber. A los 10 años leí Las Mil y una noches, donde después de
cada cuento soñaba con aquellos escenarios y me sentía princesa protagonista
junto a Julio Verne, a Moby Dick, con los cuentos de Tom Sawyer, los libros de Enrique Javier Poncela, literalmente me
comía las Enciclopedias de Historia y Geografía, las leyendas que
jamás me cansaba de escuchar y no han dejado de acompañarme en toda mi vida,
las historias de los indios, a quien amo tanto, que muchos años después
trasladé a un excelente trabajo investigativo en México, desde los Cherokees y los Sioux hasta los Mapuches de
Chile pasando por los Yanomamis, Wayus, Piaroas, Pemones y Caribes de Venezuela, los Aztecas de México, los Mayas de Guatemala, los Incas
de Perú, los Aimaras de la alta
meseta de Perú y Bolivia, los Chibchas
y los Nunak de Colombia, los Miskitos de Nicaragua, los Guaraníes de Paraguay y de Brasil y
muchos otros de esta América Latina tan nuestra y tan bella.
Luego, a los 13 años, escondida, leí el Decamerón de Bocaccio, frente a mi mar,
testigo de mis grandes momentos, allí tomé una de las decisiones más
importantes de mi vida, dejar de sufrir y de ser maltratada, así ello
representara renunciar a la comodidad de mi vida y echarle ganas a lo que
vendría después, tantas veces me sentí sin fuerzas, me caí mil veces, pero me
levantaba tres mil, toda esa fuerza de espíritu la saqué de mi raza estoica y
de mis larguísimas horas frente a las playas de mi tierra, donde se me ponía la
piel como un carbón comiendo conservas de leche y coco en hojas de guayaba,
aliñaditos, obleas, vuelve a la vida, chicharrón, tostones, cacao, mi sentido
del gusto nuevamente se deleitó con
estos sabores.
Allí aprendí también a amar a los árboles y allí
tomé la decisión de cuando mi cuerpo físico no exista coloquen mis cenizas en
uno de ellos con un escrito en madera que diga: Aquí descansa una loca extraterrestre enamorada de la vida, del amor,
del mar, de los libros, de la selva, de las caídas de agua, de los viajes,
hecha con miel de estrellas y papelón rallado. Mi sentido del tacto se
sintió feliz y privilegiado nuevamente al tocar las cortezas de esas maravillas
que nunca sabré cuántos metros tienen de tan altos que son, de soñar con
meterme en las cuevas que forman sus inmensos tallos con lianas y plantas
parásitas tan grandes como ellos, con sus enormes y largos nidos de pájaros,
mil veces he imaginado hasta dónde llegan sus raíces. No sabría decirte cuántas
especies de helechos existen en ese bello lugar, ni cuántas formas y variedad
de hojas puedes observar, también me gusta mucho la Biología y alguna vez quise
explorar esas maravillas naturales, pasar meses internada en aquellas
montañas y luego llevar lo que aprendí a
muchos otros. Estar allí despierta totalmente mi imaginación y mi fantasía, es
como si se encendiera algo que me impulsa a soñar en ese lugar.
Luego, las caídas de agua entre las rocas,
preciosas, sonoras, algunas con pequeños pozos que simulan piscinas donde los
más aventurados se bañan sin ninguna preocupación y donde yo, de niña, también
lo hacía. Seguimos avanzando por la carretera y llegamos al río, largo,
precioso, cantarino, lleno de piedras, enormes y pequeñas, con su agua helada,
pero sabrosa que te paraliza los músculos cuando entras en ella y luego te da
una inmensa sensación de plenitud y tranquilidad, cierras los ojos y te sientes
como en el Nirvana. Allí fui muchas veces de pequeña con mi bicicleta (también
es una de las cosas que más me ha gustado en la vida, pedalear en ella, cuando
viví en Cambridge recorría once kilómetros diarios de la casa a la Universidad
y también en esa tierra hice muchas excursiones con mi bici, mi imaginación y
mis cuatro bellas criaturas) a explorar, a recorrer las antiguas haciendas
abandonadas, fue una época tan bella, sin maldad, sin peligros, a pesar de ser
una niña solitaria me sentía tan acompañada con mis historias que fui una niña
inmensamente feliz, con el cabello que me llegaba a la cintura, siempre
sonriente, pensando y pensando, parecía un palillo de tan flaquita que era y en mi cara de carboncito sobresalían mis
grandes ojos color café que la brisa marina y el aire de esos lugares los
ponían muy claros. Cuando me metía en el río los cerraba y aspiraba el fuerte
olor a cacao que se sentía por todas partes, entonces soñaba y soñaba, me
convertía en un pececito que recorría sus aguas mirando toda la naturaleza,
hablando con los animales que encontraba, mirando las grandes y enormes piedras
por las que pasaba y muchas veces me sentía con alas, cuando el frío del agua
hacía que mi cuerpo estuviera rígido y las yemas de mis dedos muy arrugadas los
ojos se abrían y era todo distinto, diferente, las pupilas se llenaban de algo,
no se si eran lágrimas o agua y al mirar hacia arriba, hacia el cielo, las
nubes se convertían en figuras de dragones, castillos, puentes y mil cosas más,
así pasaban las horas y yo viviendo esas maravillas, ojalá alguno de mis nietos
y nietas puedan vivir esos momentos, indudablemente te hacen ser distinta,
quizás con una sensibilidad que puede hacer daño, pero no cambiaría esos
instantes por ningún juguete costoso que existiera.
Llegamos al pueblo de Ocumare, ahora está muy
avanzado, antes era un pueblito metido entre las montañas que pocos conocíamos,
pero aún conserva su encanto, alguna vez quise tener una de esas casonas viejas
y reformarla, acomodarla como en su época y luego llevar a toda mi familia a
vivir allí. Existía (y aún existe) la Pensión Bolívar, acogedora, era el lugar
que ofrecía la mejor comida de la zona. Luego, el Playón, con su mar fuerte,
oscuro, con sus olas enormes que sólo los aragüeños sabíamos pasar, con su
Plaza frente al mar, recuerdo que mis hermanos se reunían allí con sus amigos y
luego hacían fiestas de contribución alquilando la rockola de Amalia (el
botiquín de la esquina), pienso que fueron tiempos muy felices para todos. Yo,
más pequeña que ellos con mis sueños y mi enorme vida interior que aún
conservo, al lado de mi hermanita menor, en la casa siempre pegaditas a nuestra
mami, a la que perdimos tan pronto, desde el día que se fue hasta hoy no he
podido llenar el hueco que dejó en mi corazón su absurda muerte, no puedo
entenderlo, muchas veces pienso que está de viaje, no puedo imaginarla tan
bella y sin vida, prefiero verla en todos los instantes hermosos que he tenido,
dichosos los que tienen el privilegio de tener a su madre estando ellos
adultos, ¡qué maravilloso regalo!
A la salida del pueblo están la Boca (donde se compra el pescado), la Playita (donde se agarran las lanchas a la Ciénega
(una piscina natural dentro del mar) y el Bufeadero.
Pasamos estos sitios y tomamos la carretera a Cata con sus preciosas vistas de la bahía. Hace mucho tiempo (antes
de construir los edificios) podían verse como tres mil palmeras. Diez minutos
después llegamos a la bahía, preciosa, incomparable, con su playa que llena mis
sentidos, mi alma, mi esencia, mi corazón y mis recuerdos, con su olor a mar,
sus remolinos, sus días de quietud y sus días de mar picada donde sólo puedes
observarla, su arena caliente, testigo de tantas palabras dichas, de tantos
pensamientos, de tantas promesas, de tantos sueños, alegrías y dolores, su sol
que pica en la piel y en los ojos, su olor a pescado, su río de agua helada que
desemboca en el mar y tú puedes observar con sólo caminar un trecho, su
alegría, sus vendedores,. Frente a ella está la playa de Catica donde sólo se llega en lancha, pero los arriesgados, algunas
veces nos fuimos caminando a través de la montaña y cuentan que hay personas,
los más osados, que han llegado nadando.
Bueno, creo que ahora conoces más de mí, tengo el
alma pletórica de felicidad por haberla visitado, espero hacerlo muchas,
muchísimas veces más y ojalá pueda tener el privilegio alguna vez de recorrerla
de tu mano y enseñarte a sentirla como yo la siento. Voy a enviarle este
escrito a mis hijos para que conozcan un poco más el alma y la niñez de su
madre en las bellas playas de Aragua que quedaron para siempre impresas en su
alma y en su corazón y le cuenten bellas historias a sus hijitos para que les
despierten la imaginación y les formen un precioso mundo interior. Gracias por
tu lectura, por ser, estar y existir,
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