El mal de la taiga de Cristina Rivera Garza
30
OCT
Bosquejo de un mal
No me propuse reseñar el libro de Cristina Rivera Garza. En todo caso intenté escribir el bosquejo de un mal, como quien escribe el informe de una búsqueda que ha emprendido dentro de un bosque o dentro de una novela. Mi experiencia dentro del bosque de palabras que es El mal de la Taiga está ahora aquí. Este bosquejo es como el informe que escribe la mujer detective: parece estar escrito en una clave que sólo yo entenderé al final. No importa. El viejo teórico búlgaro Tzvetan Todorov decía que sólo la literatura de masas debería exigir la noción de género, y que las etiquetas genéricas (novela policiaca, cuento de hadas, folletín, ciencia ficción, etc.) serían inaplicables a los textos específicamente literarios. Pero también sabía que para que hubiera transgresión era necesario que la norma fuera sensible, es decir, había que reconocer la existencia de los géneros y con ello reconocer que una obra literaria mantenía relaciones con las obras ya existentes. Para poder ir más allá de los géneros había que reconocerlos. Sin esa intertextualidad, El mal de la Taiga no lograría la transgresión, va más allá de los géneros (la novela policiaca o detectivesca, el cuento infantil, la road movie) para transgredirlos y rebasarlos. Pero El mal de la Taiga no es lo que es porque transgreda a Caperucita o a Hansel y Gretel, o haga eco de una novela negra o de una canción de Leonard Cohen o de un filme de Truffaut, sino porque, como decía Blanchot, ya no pertenece justo a un género: El mal de la Taiga en tanto libro depende exclusivamente de la literatura. Por eso yo no me concentraría en todo ese material que El mal de la Taiga va recogiendo en su camino boscoso de escritura, canción, cuento, película, convención genérica, pues creo que eso sería quedarse aún fuera del frío bosque de la novela, y quedarse también, de alguna manera, fuera de los peligros de su interpretación.
Más allá de la evidente intertextualidad, o de la deconstrucción de temas clásicos del imaginario colectivo, como la moralidad o el sexismo de los cuentos infantiles. La fuerza, la profundidad de la novela de Rivera Garza, está en otros temas.
El del deseo y su producción. “El deseo de los cuerpos y, al mismo tiempo, el deseo de narrar los cuerpos.” Por ejemplo. O deseo de comer y acto seguido vomitar, de regresar y de partir, de quedarse y viajar, deseo de sedentarismo y nomadismo, de imaginar y vivir. Sed de lograr convertirse en una fuga pánica, deseo que tiene que ver otra vez con ese viejo tema de Rivera Garza que observé en Verde Shanghai, el determinismo ambulatorio. Aquí, como si de otro delirio de locos se tratara, ese determinismo es llamado el mal de la Taiga. Uno quiere huir sin saber muy bien adónde, pero irse, internarse en eso que parece un laberinto de lo mismo, de lo que se repite y no cambia, pero paradójicamente eso sólo nos devuelve justamente a lo mismo, a la mismidad. El cráneo es un refugio pero puede ser también un bosque que nos expulsa y vomita. Querer salir de nuestro laberinto mental, sólo lo ensancha. Como escribe Cristina “Algunas personas huyen de lo mismo aún a sabiendas de que no podrán escapar. Algunas personas arrancan, suicidas, sin pensar en la velocidad, el fin, el más allá.” Lo imaginado, lo escrito y lo vivido, como tres productos del deseo, el mundo es producido por el deseo. He ahí otra forma de nombrar nuestro bosque. A veces ese deseo se metamorfosea en un telescopio, a veces en un microscopio. La madera, la corteza del árbol, o la infinitud de la taiga, abrumadora. La hojarasca que pisamos o el cielo lluvioso, gris. Unos labios femeninos, un codo, una porosidad fecundadora, capaz de producir creaturas. Un deseo bestial, pánico también.
El tema de la impronta. Una impronta, un residuo. El dedo sobre la ventana empañada por el vaho. Pero también la impronta de los pasos de la escritura y de la detective, en su informe y en su bosque. Sus huellas dactilares, textuales, de sus pies. También la huella de un acoplamiento que engendra otras parejas, réplicas diminutas de nosotros mismos, creaturas duplicadas producto de nuestro encuentro. Después de todo, la anécdota de El mal de la Taiga se expresa en la misma novela como “Un hombre y una mujer que perseguían a otro hombre y otra mujer”. La impronta enlaza con el tema del deseo. El deseo sexual de la penetración, la impronta pene-vagina, la invaginación del mundo. Y ese acoplamiento tiene que ser salvaje, entre ruidos y saliva y sudor, porque es el primer encuentro, el único verdadero encuentro, el del hombre y la mujer, Hansel y Gretel, Adán y Eva, Ariadna y Teseo. Pareja siempre reencontrada, deseante y deseada. Pareja perdida. La huella de un acoplamiento, de un andar, de un caminar juntos, siguiéndose los pasos. Pero en esta novela hay otra impronta, la de los pies en la tierra. Nuestras huellas detectivescas, bajo la forma del silencio o del miedo, vamos dejando rastros de eso que somos o fuimos y, acaso, seremos. La madeja del hilo de Ariadna, las migajas que nos regresen o saquen del bosque. En un claro del bosque que escribió Cristina, recuerdo, y cito sus palabras: “las migajas radioactivas que brillaban a un lado de nuestros pies”. Una imagen posmoderna, hermosa, de una intriga futurista, que quizás en otras novelas u otros bosques reencontremos. Quizá con ayuda de tres reyes magos, o tres astronautas, o tres cerditos, logremos estirar la imagen. Devolverle su sentido profético o aclaratorio. Las migajas que dejamos en el bosque, tú y yo, nunca el concepto de huella me había parecido tan apocalíptico, a excepción de la historia de Eco, cuya huella sonora, ya se sabe, es una condena. Y es que por nuestras huellas dejadas en el bosque es que medimos el tiempo del viaje, la detective anota en su informe lo siguiente: “Cuando volteaba a ver lo que dejábamos atrás, el mundo me parecía incomprensible y eterno. El tiempo.”
El tema de la traición y la traducción, traducere del latín, pasar de un lado a otro, de afuera del bosque hacia el interior del él. Hacerse bosque es también eso, dejarse guiar por una traición, bosquejar cosas que nadie entenderá, ser una interpretación de otra interpretación, de unos dibujos hechos por un niño, de una migajas ajenas, de las palabras de los otros, de esos telegramas y mensajes. Interpretaciones de interpretaciones, traducciones en pleno sendero boscoso, en esos caminos de bosque de los que Heidegger hablaba a propósito de la verdad y el mundo que erige una obra de arte. Con el concepto de Holzwege, el leñador Martin Heidegger ha dejado ver senderos hermenéuticos de la obra de arte. Si somos guiados o traicionados nunca lo sabremos; si un traductor va por delante, nada nos garantiza que no terminemos en las fauces del otro. O en un espectáculo voyeurista excéntrico, justo en el centro del bosque. La ventana empañada en donde dibujamos con el índice y que amenaza con hacerse siempre pedazos, la campana de cristal donde nos esconden, la rendija por donde espiamos al mundo, son también una traducción, un pasaje. Del otro lado, el otro se escapa, se cae al fondo de una noria o decrece lascivamente.
Pero parecería que en estos temas dentro del mal de la Taiga siempre hay una reversibilidad; cuando se dice adiós a algo, se saluda otra cosa. El deseo es deseo porque su objeto se niega, y en esa negación se produce, la ventana se rompe en pedazos justo como el deseo, sólo después de escribir en su superficie. La impronta de nuestros pies en el piso del bosque, nuestra huella que nos dice y nos niega al mismo tiempo, no somos nuestros pasos en el bosque pero al mismo tiempo sólo fuimos eso. El traidor puede volverse un guía y viceversa, la paradoja anidada en la etimología detraducere, en el personaje de un traductor. La autora explicita claramente el poder de la reversibilidad en dos enunciados complementarios: “Es difícil imaginar lo que no se puede describir” y “Es difícil describir lo que no se puede imaginar”.
En el fondo esas tres formas de la reversibilidad podrían bosquejarse en la sentencia de Anaximandro, sobre el origen y el perecer, estudiada por Heidegger en sus Caminos de bosque. Una sentencia que, por cierto, nos recuerda también aquel verso de Hölderlin “Pero allí donde crece el peligro, crece también lo que salva”, el bosque, los caminos de madera o leña, son justamente eso, el lugar donde el lobo (el peligro) y el niño salvaje (el origen) nos esperan. La sentencia de Anaximandro dice: “De donde las cosas tienen su origen, hacia allí deben sucumbir también, según la necesidad; pues tienen que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo con el orden del tiempo”. El niño salvaje de Truffaut que aprende a beber leche y a leer, hablar, vestirse, como un buen salvaje civilizado, pero mira por la ventana hacia afuera de la casa, mira hacia el origen. Un rito de fuga y de ambulantaje en donde la sangre del nacimiento se confunde con la sangre de la muerte. Siempre habrá una doble condición, una doble sensación, la de estarse salvando en el regreso, al tiempo de estarse hundiendo cada vez más en un peligro del cual no se podrá salir sin heridas de muerte. El bosque llama a internarse en él e invita a escaparse de él. Más que una novela breve, El mal de la Taiga es una brevedad novelada, ese pequeño instante que está temblando ahorita, aquí, en nuestro bosque interno, el instante en el que alguien decidió irse, dejarnos; o el instante en el que nosotros nos fuimos. Ese instante en el que la ventana estalla en pedazos, y en el que una decisión ignota se está tomando. Porque, como dice la detective de la novela, “no consistía en contar las cosas como son o como pudieron ser o haber sido sino como tiemblan todavía, ahora mismo, en la imaginación”.
Los senderos que se bifurcan y que se cruzan, las felices coincidencias de una tarde en el altiplano en donde un sendero frugal se junta con el mal de la taiga, y entonces todo es el tormento por la pregunta del ente desde los bosques heideggerianos en donde la obra de arte debe erigir un mundo, un mundo que en Cristina huele a vegetación y a leña quemada y que se antoja frío, lejano, lluvioso, melancólico. Un mundo que en el fondo es nuestro también. El mal de la Taiga es nuestro mal, el de todos, el de esta permanente huida de lo mismo. Prófugos y detectives, perseguidos y perseguidores, en clave cortazariana, si se quiere, que siempre estamos sujetos a una relación de reversibilidad. Dejar de ser perseguido para ser el perseguidor, dejar de ser el que escapa para volverse el lobo feroz. Detrás del vidrio, como el espejo de Alicia, hay ese otro espacio al cuál se accede como un efecto de superficie, la ventana se empaña, dibujamos sobre ella con nuestros índices, hasta que un día estalla y descubrimos del otro lado al niño perdido, el niño salvaje, el lobo que fuimos, las fauces de nuestro pasado remoto, nuestras cuatro patas, el abismo de una noria, la gravedad y la ficción, el otro diferente que nos corta el paso.
Cristina Rivera Garza, El mal de la taiga, Tusquets, México, 2012, 120 p.
Texto publicado en la edición 151 de Crítica
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