lunes, 12 de noviembre de 2012

EL MAL DE LA TAIGA, libro de Cristina Rivera Garza (reseña de Eduardo Sabugal)


El mal de la taiga de Cristina Rivera Garza

30
OCT
El mal de la taiga de Cristina Rivera Garza

Bosquejo de un mal

No me pro­puse reseñar el libro de Cristina Rivera Garza. En todo caso intenté escribir el bosquejo de un mal, como quien escribe el informe de una búsqueda que ha empren­dido den­tro de un bosque o den­tro de una nov­ela. Mi expe­ri­en­cia den­tro del bosque de pal­abras que es El mal de la Taiga está ahora aquí. Este bosquejo es como el informe que escribe la mujer detec­tive: parece estar escrito en una clave que sólo yo enten­deré al final. No importa. El viejo teórico búl­garo Tzve­tan Todorov decía que sólo la lit­er­atura de masas debería exi­gir la noción de género, y que las eti­que­tas genéri­cas (nov­ela poli­ci­aca, cuento de hadas, fol­letín, cien­cia fic­ción, etc.) serían inaplic­a­bles a los tex­tos especí­fi­ca­mente lit­er­ar­ios. Pero tam­bién sabía que para que hubiera trans­gre­sión era nece­sario que la norma fuera sen­si­ble, es decir, había que recono­cer la exis­ten­cia de los géneros y con ello recono­cer que una obra lit­er­aria man­tenía rela­ciones con las obras ya exis­tentes. Para poder ir más allá de los géneros había que recono­cer­los. Sin esa inter­tex­tu­al­i­dad, El mal de la Taiga no lograría la trans­gre­sión, va más allá de los géneros (la nov­ela poli­ci­aca o detec­tivesca, el cuento infan­til, la road movie) para trans­gredir­los y rebasar­los. Pero El mal de la Taiga no es lo que es porque trans­greda a Cape­rucita o a Hansel y Gre­tel, o haga eco de una nov­ela negra o de una can­ción de Leonard Cohen o de un filme de Truf­faut, sino porque, como decía Blan­chot, ya no pertenece justo a un género: El mal de la Taiga en tanto libro depende exclu­si­va­mente de la lit­er­atura. Por eso yo no me con­cen­traría en todo ese mate­r­ial que El mal de la Taiga va reco­giendo en su camino boscoso de escrit­ura, can­ción, cuento, película, con­ven­ción genérica, pues creo que eso sería quedarse aún fuera del frío bosque de la nov­ela, y quedarse tam­bién, de alguna man­era, fuera de los peli­gros de su interpretación.
Más allá de la evi­dente inter­tex­tu­al­i­dad, o de la decon­struc­ción de temas clási­cos del imag­i­nario colec­tivo, como la moral­i­dad o el sex­ismo de los cuen­tos infan­tiles. La fuerza, la pro­fun­di­dad de la nov­ela de Rivera Garza, está en otros temas.
El del deseo y su pro­duc­ción. “El deseo de los cuer­pos y, al mismo tiempo, el deseo de nar­rar los cuer­pos.” Por ejem­plo. O deseo de comer y acto seguido vom­i­tar, de regre­sar y de par­tir, de quedarse y via­jar, deseo de seden­tarismo y nomadismo, de imag­i­nar y vivir. Sed de lograr con­ver­tirse en una fuga pánica, deseo que tiene que ver otra vez con ese viejo tema de Rivera Garza que observé en Verde Shang­hai, el deter­min­ismo ambu­la­to­rio. Aquí, como si de otro delirio de locos se tratara, ese deter­min­ismo es lla­mado el mal de la Taiga. Uno quiere huir sin saber muy bien adónde, pero irse, internarse en eso que parece un laber­into de lo mismo, de lo que se repite y no cam­bia, pero paradóji­ca­mente eso sólo nos devuelve jus­ta­mente a lo mismo, a la mis­mi­dad. El crá­neo es un refu­gio pero puede ser tam­bién un bosque que nos expulsa y vom­ita. Querer salir de nue­stro laber­into men­tal, sólo lo ensan­cha. Como escribe Cristina “Algu­nas per­sonas huyen de lo mismo aún a sabi­en­das de que no podrán escapar. Algu­nas per­sonas arran­can, sui­ci­das, sin pen­sar en la veloci­dad, el fin, el más allá.” Lo imag­i­nado, lo escrito y lo vivido, como tres pro­duc­tos del deseo, el mundo es pro­ducido por el deseo. He ahí otra forma de nom­brar nue­stro bosque. A veces ese deseo se meta­mor­fosea en un tele­sco­pio, a veces en un micro­sco­pio. La madera, la corteza del árbol, o la infini­tud de la taiga, abru­madora. La hojarasca que pisamos o el cielo llu­vioso, gris. Unos labios femeni­nos, un codo, una porosi­dad fecun­dadora, capaz de pro­ducir crea­t­uras. Un deseo bes­tial, pánico también.
El tema de la impronta. Una impronta, un residuo. El dedo sobre la ven­tana empañada por el vaho. Pero tam­bién la impronta de los pasos de la escrit­ura y de la detec­tive, en su informe y en su bosque. Sus huel­las dac­ti­lares, tex­tuales, de sus pies. Tam­bién la huella de un acoplamiento que engen­dra otras pare­jas, répli­cas dimin­u­tas de nosotros mis­mos, crea­t­uras dupli­cadas pro­ducto de nue­stro encuen­tro. Después de todo, la anéc­dota de El mal de la Taiga se expresa en la misma nov­ela como “Un hom­bre y una mujer que perseguían a otro hom­bre y otra mujer”. La impronta enlaza con el tema del deseo. El deseo sex­ual de la pen­e­tración, la impronta pene-vagina, la invagi­nación del mundo. Y ese acoplamiento tiene que ser sal­vaje, entre rui­dos y saliva y sudor, porque es el primer encuen­tro, el único ver­dadero encuen­tro, el del hom­bre y la mujer, Hansel y Gre­tel, Adán y Eva, Ari­adna y Teseo. Pareja siem­pre reen­con­trada, deseante y deseada. Pareja per­dida. La huella de un acoplamiento, de un andar, de un cam­i­nar jun­tos, sigu­ién­dose los pasos. Pero en esta nov­ela hay otra impronta, la de los pies en la tierra. Nues­tras huel­las detec­tivescas, bajo la forma del silen­cio o del miedo, vamos dejando ras­tros de eso que somos o fuimos y, acaso, ser­e­mos. La madeja del hilo de Ari­adna, las miga­jas que nos regre­sen o saquen del bosque. En un claro del bosque que escribió Cristina, recuerdo, y cito sus pal­abras: “las miga­jas radioac­ti­vas que bril­l­a­ban a un lado de nue­stros pies”Una ima­gen pos­mod­erna, her­mosa, de una intriga futur­ista, que quizás en otras nov­e­las u otros bosques reen­con­tremos. Quizá con ayuda de tres reyes magos, o tres astro­nau­tas, o tres cerdi­tos, logre­mos esti­rar la ima­gen. Devolverle su sen­tido profético o aclara­to­rio. Las miga­jas que dejamos en el bosque, tú y yo, nunca el con­cepto de huella me había pare­cido tan apoc­alíp­tico, a excep­ción de la his­to­ria de Eco, cuya huella sonora, ya se sabe, es una con­dena. Y es que por nues­tras  huel­las dejadas en el bosque es que med­i­mos el tiempo del viaje, la detec­tive anota en su informe lo sigu­iente: “Cuando vol­te­aba a ver lo que dejábamos atrás, el mundo me parecía incom­pren­si­ble y eterno. El tiempo.”
El tema de la traición y la tra­duc­ción, tra­duc­ere del latín, pasar de un lado a otro, de afuera del bosque hacia el inte­rior del él. Hac­erse bosque es tam­bién eso, dejarse guiar por una traición, bosque­jar cosas que nadie enten­derá, ser una inter­pretación de otra inter­pretación, de unos dibu­jos hechos por un niño, de una miga­jas aje­nas, de las pal­abras de los otros, de esos telegra­mas y men­sajes. Inter­preta­ciones de inter­preta­ciones, tra­duc­ciones en pleno sendero boscoso, en esos caminos de bosque de los que Hei­deg­ger hablaba a propósito de la ver­dad y el mundo que erige una obra de arte. Con el con­cepto de Holzwege, el leñador Mar­tin Hei­deg­ger ha dejado ver senderos her­menéu­ti­cos de la obra de arte. Si somos guia­dos o traiciona­dos nunca lo sabre­mos; si un tra­duc­tor va por delante, nada nos garan­tiza que no ter­minemos en las fauces del otro. O en un espec­táculo voyeurista excén­trico, justo en el cen­tro del bosque. La ven­tana empañada en donde dibu­jamos con el índice y que ame­naza con hac­erse siem­pre peda­zos, la cam­pana de cristal donde nos escon­den, la rendija por donde espi­amos al mundo, son tam­bién una tra­duc­ción, un pasaje. Del otro lado, el otro se escapa, se cae al fondo de una noria o decrece lascivamente.
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Pero pare­cería que en estos temas den­tro del mal de la Taiga siem­pre hay una reversibil­i­dad; cuando se dice adiós a algo, se saluda otra cosa. El deseo es deseo porque su objeto se niega, y en esa negación se pro­duce, la ven­tana se rompe en peda­zos justo como el deseo, sólo después de escribir en su super­fi­cie. La impronta de nue­stros pies en el piso del bosque, nues­tra huella que nos dice y nos niega al mismo tiempo, no somos nue­stros pasos en el bosque pero al mismo tiempo sólo fuimos eso. El traidor puede vol­verse un guía y vicev­ersa, la paradoja anidada en la eti­mología detra­duc­ere, en el per­son­aje de un tra­duc­tor. La autora explicita clara­mente el poder de la reversibil­i­dad en dos enun­ci­a­dos com­ple­men­tar­ios: “Es difí­cil imag­i­nar lo que no se puede describir” y “Es difí­cil describir lo que no se puede imaginar”.
En el fondo esas tres for­mas de la reversibil­i­dad podrían bosque­jarse en la sen­ten­cia de Anax­i­man­dro, sobre el ori­gen y el pere­cer, estu­di­ada por Hei­deg­ger en sus Caminos de bosque. Una sen­ten­cia que, por cierto, nos recuerda tam­bién aquel verso de Hölder­lin “Pero allí donde crece el peli­gro, crece tam­bién lo que salva”, el bosque, los caminos de madera o leña, son jus­ta­mente eso, el lugar donde el lobo (el peli­gro) y el niño sal­vaje (el ori­gen) nos esperan. La sen­ten­cia de Anax­i­man­dro dice: “De donde las cosas tienen su ori­gen, hacia allí deben sucumbir tam­bién, según la necesi­dad; pues tienen que expiar y ser juz­gadas por su injus­ti­cia, de acuerdo con el orden del tiempo”. El niño sal­vaje de Truf­faut que aprende a beber leche y a leer, hablar, vestirse, como un buen sal­vaje civ­i­lizado, pero mira por la ven­tana hacia afuera de la casa, mira hacia el ori­gen. Un rito de fuga y de ambu­lan­taje en donde la san­gre del nacimiento se con­funde con la san­gre de la muerte. Siem­pre habrá una doble condi­ción, una doble sen­sación, la de estarse sal­vando en el regreso, al tiempo de estarse hun­di­endo cada vez más en un peli­gro del cual no se podrá salir sin heri­das de muerte. El bosque llama a internarse en él e invita a escaparse de él. Más que una nov­ela breve, El mal de la Taiga es una brevedad nov­e­l­ada, ese pequeño instante que está tem­b­lando ahorita, aquí, en nue­stro bosque interno, el instante en el que alguien decidió irse, dejarnos; o el instante en el que nosotros nos fuimos. Ese instante en el que la ven­tana estalla en peda­zos, y en el que una decisión ignota se está tomando. Porque, como dice la detec­tive de la nov­ela, “no con­sistía en con­tar las cosas como son o como pudieron ser o haber sido sino como tiem­blan todavía, ahora mismo, en la imaginación”.
Los senderos que se bifur­can y que se cruzan, las felices coin­ci­den­cias de una tarde en el alti­plano en donde un sendero fru­gal se junta con el mal de la taiga, y entonces todo es el tor­mento por la pre­gunta del ente desde los bosques hei­deg­ge­ri­anos en donde la obra de arte debe eri­gir un mundo, un mundo que en Cristina huele a veg­etación y a leña que­mada y que se antoja frío, lejano, llu­vioso, melancólico. Un mundo que en el fondo es nue­stro tam­bién. El mal de la Taiga es nue­stro mal, el de todos, el de esta per­ma­nente huida de lo mismo. Prófu­gos y detec­tives, persegui­dos y perseguidores, en clave cor­tazar­i­ana, si se quiere, que siem­pre esta­mos suje­tos a una relación de reversibil­i­dad. Dejar de ser perseguido para ser el perseguidor, dejar de ser el que escapa para vol­verse el lobo feroz. Detrás del vidrio, como el espejo de Ali­cia, hay ese otro espa­cio al cuál se accede como un efecto de super­fi­cie, la ven­tana se empaña, dibu­jamos sobre ella con nue­stros índices, hasta que un día estalla y des­cub­ri­mos del otro lado al niño per­dido, el niño sal­vaje, el lobo que fuimos, las fauces de nue­stro pasado remoto, nues­tras cua­tro patas, el abismo de una noria, la gravedad y la fic­ción, el otro difer­ente que nos corta el paso.
Cristina Rivera Garza, El mal de la taiga, Tus­quets, Méx­ico, 2012, 120 p.
Texto pub­li­cado en la edi­ción 151 de Crítica

Escrito por Eduardo Sabugal

Es mae­stro en Lengua y Lit­er­atura por la Uni­ver­si­dad de la Améri­cas. Ha pub­li­cado en revista y suple­men­tos. En 2003 obtuvo la beca Foescap para jóvenes creadores. En 2010 la Sec­re­taria de Cul­tura de Puebla le pub­licó su primer libro “Involuciones”.

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