Soñadores de la utopía
La sala del piso superior del museo, un amplio recinto en forma de corona circular, está casi a oscuras. En otro tiempo fue parte de un panóptico para vigilar a los encarcelados en Badajoz. Ahora, apenas tiene otra luz que la que surge de sucesivas pantallas de proyección. En ellas, unos jóvenes saltan sobre las tumbas de un cementerio. Sontraceurs: buscan el recorrido más directo, salvando con sus saltos tumbas vacías, compactos mausoleos. El silencio de unas y otros contrasta con la vitalidad de los jóvenes, enfatizada por el rápido ritmo del montaje. Aunque apenas pueden verse los epitafios, pronto se advierte que no hay cruces sino signos cívicos e inscripciones relativas a la libertad o la justicia. El lugar elegido para el ágil parkour de los saltadores es el cementerio civil de Madrid y las tumbas pueden ser las de Pi i Margall, Salmerón o Giner de los Ríos, Pablo Iglesias o Largo Caballero, Dolores Ibarruri o Marcelino Camacho, o de quienes como ellos buscaron una España que conviviera en libertad y democracia. Así la pensaron los autores de la Constitución de 1812, miembros de unas Cortes nacidas al filo del exilio, literalmente sitiadas en Cádiz. El vídeo evoca pues a esos españoles heterodoxos, soñadores de la utopía.
La contribución del colectivo Democracia (fundado en 2006 por Iván López y Pablo España, ex miembros del colectivo El Perro) al programa de Acción Cultural Española que conmemora el bicentenario de la Constitución de 1812 es doblemente atractivo. Señala al pasado, a la historia del constitucionalismo español, una historia de exilios, y mira a la vez al presente y al futuro, a quienes pueden hacer suyo el viejo afán de libertad y autogobierno, aunque lo reescriban a su manera.
Los traceurs, herederos del flâneur (paseante-poeta de la ciudad moderna), del noctámbulo urbano surrealista y del situacionista, dibujan, como sus antecesores, un mapa alternativo de la ciudad al margen de convenciones e instituciones. Los saltos del traceur sugieren otra escritura de la civilidad: quizá la que iniciaron los protagonistas sin nombre de la primavera árabe o la que traza el inconformismo de los indignados.
Quizá sea bueno celebrar el centenario de la Constitución de Cádiz reflexionando sobre la intolerancia que la cercó desde su nacimiento. Noaz (Madrid, 1978) lo sintetiza en el Centro Huarte con un gran cartel en el que, junto a Fernando VII con inequívoco pasamontañas, se lee un viva a la Constitución eclipsado por otro, el que celebra el regreso de las caenas. Nobles absolutistas, clérigos montaraces y militares defensores de las esencias patrias, farándula de charlatanes, dijo Goya, se dieron prisa en suprimir aquella carta magna. En nada quedó la obligación que la Constitución de Cádiz imponía al Gobierno: procurar "la felicidad del ciudadano" y defender sus derechos. Dos artistas, Abigaíl Lazkoz (Bilbao, 1972) y Marina Núñez (Palencia, 1966), recuerdan ahora tales propuestas, respectivamente en el MARCO (Vigo) y en el Centro Niemeyer (Avilés).
Tampoco conviene ignorar las limitaciones de aquella Constitución. Apenas reconoció la dignidad de la mujer y así lo señala Cristina Lucas (Jaén, 1973) en el IAACC de Zaragoza. Rogelio López Cuenca (Nerja, Málaga, 1959), en Canarias (Centro Atlántico de Arte Contemporáneo), frente al territorio del Sáhara Occidental, reflexiona sobre el colonialismo español. La Constitución de Cádiz más que abordar el problema colonial, lo eludió, limitándose a reconocer los derechos de los súbditos de la corona sin precisar el de las poblaciones étnicas.
Pero hay que ir más allá: retomar el problema central, el de la soberanía, y repensar qué alcance puede tener hoy. Cuando la nación, como entidad política, se oscurece ante comunidades más amplias y el Estado se ahoga por las presiones financieras, es preciso, antes de inscribir restricciones económicas en el texto constitucional, impulsar el discurso ciudadano y abrir nuevos cauces de intervención política. Isidoro Valcárcel Medina (Murcia, 1937) lo significa con un gran mural en el MACBA formado por los 384 artículos de la Constitución de 1812, escritos por otras tantas personas anónimas. En análoga dirección han trabajado Dionisio Cañas (Tomelloso, Ciudad Real, 1949), en el CENDEAC (Murcia), con un texto poético escrito por muchos, e Iñaki Larrimbe (Vitoria-Gasteiz, 1967) en Es Baluard, con un mapa que busca las raíces del patrimonio cultural de Mallorca en sus habitantes y no en conveniencias institucionales o intereses mercantiles.
Muchos creerán que todo esto no cruza el umbral de las buenas-estériles intenciones. Una escultura de Fernando Sánchez Castillo (Madrid, 1970), en el Museo Wüth (Logroño), evoca el ardor revolucionario como entusiasmo ciego: la bandera que lleva el rebelde abre paso pero le impide ver. Tal vez estas fechas inviten a una disidencia anclada en terrenos algo más hondos. Volver la mirada al pasado y atender al presente, no con fórmulas ya hechas (por heroicas que suenen) sino desde ese viejo topo que maquina sin cesar en nuestro interior, desde el antiguo daimon, desde el deseo
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