lunes, 26 de noviembre de 2012

RETRATOS DE ÁLVAREZ BRAVO, Vilma Fuentes

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Retratos de
Álvarez Bravo

Vilma Fuentes
Imponente en su desmoronamiento, roca entre rocas aún palpitantes del lava que las animó, fundido en ellas, petrificado con ellas, estatua polvosa pero viva de Pedro Páramo desplomándose como un alud que resucita en su caída, Manuel Álvarez Bravo, convertido en su fotografía, nos recibió un tarde lluviosa del verano de 2001.
Graciela Iturbide, con su generosa elegancia, nos abrió con un sésamo la caverna de Álvarez Bravo. Habíamos corrido bajo el tibio y refrescante chipichipi por las callejuelas del barrio del Niño Jesús, guiados por ella. Carmen Parra, Jacques Bellefroid y yo la seguimos sin poder apreciar en ese momento, en toda su magnificencia, el regalo que Graciela iba a ofrecernos: la imagen ya fuera del tiempo de Álvarez Bravo tomada por él mismo. Bajamos unos cuantos escalones de roca que prolongaban el laberinto del barrio y entramos a una pieza de altos muros de piedra, donde él y Colette, su mujer, nos esperaban. La oscuridad del lugar me deslumbró. Los nubarrones negros palidecían la luz del atardecer que penetraba, filtrada, por las ventanas estrechas. Tardé en verlo, sentado en un rincón de esa pieza que daba una sensación de vacío, acaso por la altura de las paredes, antes de poblarse de objetos y cosas coleccionados en un orden secreto, puestos aquí y allá con la voluntad deliberada de conservarles toda su inesperada aparición, sorpresa de lo inusitado. Tal como don Manuel se me apareció sentado en una silla que formaba parte suya en ese rincón en penumbras. Sus manos, brazos, piernas, busto, ojos, boca, frente, arrugas, cabellos, su rostro, todo su cuerpo y cada gesto, se habían convertido en las piezas claves de la colección de objetos a la vez enigmática, reveladora y aplastante. No escuché las presentaciones, ni la conversación entre Graciela y don Manuel, las frases de Carmen Parra, las preguntas de Bellefroid, las intervenciones de Colette. El silencio se hizo a mi alrededor, impuesto por el asombro que causan las apariciones. Del polvo acumulado sobre cada objeto surgían más preguntas y aclaraciones aún más misteriosas del universo insomne de Álvarez Bravo. Para ocultar mi febrilidad, escapar a esa presencia abrumadora, me refugié en el baño. Los altos muros, la amplitud del sitio, empequeñecían la regadera de fierro, el viejo excusado, el cubo de agua colgado a la mitad de la pared, tan alta, de la cual bajaba la cadena para desencadenar la caída del líquido, el lavabo, objetos que flotaban perdidos en el espacio infinito de ese recinto cerrado. Fijos en ese vuelo inmóvil, cargados de quién sabe qué sabiduría, historia sin sentido, que emanaba aún con más fuerza del polvo. Al salir de la gruta de Álvarez Bravo, corrimos bajo el aguacero al fin desatado. Tuve el sentimiento de despertar, de no poder atrapar un sueño que se desvanecía. Ya en su casa, a insistencia de Carmen, Graciela nos mostró sus últimas fotografías: ¿por qué ese intento de atrapar, en los pájaros fijados por su cámara, el vuelo? ¿Trataba de escapar al denso peso del peñasco de quien consideraba su maestro? ¿Coincidencia? Parra intentaba también apresar, con la pintura de sus ángeles, el vuelo, acaso para evadirse de los espesos muros de piedra de antiguas construcciones donde su padre erigió las casa del Indio Fernández y otros personajes de la constelación mexicana.
¿Casualidad? Días después, en París, Águeda  Lozano hizo una cena en honor a Emilio Carballido. Quiso el azar que Aurelia, hija de don Manuel y Colette, fuese invitada. Sus rasgos, sus gestos, mezcla de los de sus padres, me devolvieron imágenes dislocadas de la visita en el barrio del Niño Jesús.
Hace unos días, me volvió de golpe, sin los tintes amarillentos de los recuerdos, esa visita, durante el recorrido de la exposición de ciento cincuenta fotografías de Álvarez Bravo en el Musée de Paume, titulada Un photographe aux aguets (Un fotógrafo al acecho). De ellas brotaban, de nuevo, los enigmas propuestos poco más de diez años atrás, pero ahora se me ofrecían atisbos de respuestas que, desde luego, no hacían sino proponer otras preguntas y, acaso, otras revelaciones. Los curadores de la retrospectiva deseaban dar nuevas perspectivas a su obra: librarla de etiquetas que la reducían a un cierto exotismo, para no decir folklor, o a la adhesión al movimiento surrealista. Al mismo tiempo, al exhibir algunas muestras de sus cortometrajes, se proponían hacer palpable el movimiento de su obra a lo largo de un siglo. Demostrar que, lejos de obedecer a una tradición, y menos aún a una escuela, rompe la primera e inicia una nueva forma de ver. ¿No repetía don Manuel que su credo era una frase de Baltasar Gracián: “Cuando los ojos ven lo que nunca habían visto, el corazón siente lo que nunca había sentido”?
Cierto, André Breton, admirativamente sorprendido por sus fotos, vio un fruto del surrealismo cuando MAB ya había tomado su camino, escribió: “Donde Álvarez Bravo se detuvo, donde se atardó para fijar una luz, un signo, un silencio, es no sólo donde palpita el corazón de México, sino donde además, el artista pudo presentir, con un discernimiento único, el valor plenamente objetivo de su emoción”. Así, solicitó a don Manuel realizar la fotografía de La buena fama durmiendo, la única que Álvarez Bravo reconoció como surrealista. Diego Rivera toca, sin duda, un resorte secreto cuando dice: “una poesía discreta y profunda, una ironía desesperada y fina, emanan de las fotos de MAB como las partículas suspendidas en el aire vuelven visible un rayo de luz penetrando en un cuarto oscuro”.
La luz congelada que es la fotografía, como señaló Salvador Elizondo, yace en las de Álvarez Bravo. Para nada un cineasta frustrado. Don Manuel prefirió la piedra preciosa de una fotografía, roca él mismo, donde se congela la luz y termina su viaje, al movimiento de una película, vuelo de un tiempo efímero. Crónica de un instante, de la foto petrificada, páramo de espejos, emana otro tiempo, nuevo viaje de la luz hacia un día sin fin.

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