lunes, 12 de noviembre de 2012

HABLA DE LO QUE SABES DE GENEY BELTRÁN FÉLIX (reseña de David Olguín)


Habla de lo que sabes de Geney Beltrán Félix

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ENE
Habla de lo que sabes de Geney Beltrán Félix
Ciu­dad irreal por David Olguín
Geney Bel­trán Félix es un escritor acu­cioso; pero más allá de saber que med­itó larga­mente las pági­nas de Habla de lo que sabes, me interesa poner énfa­sis sobre el hecho de estar ante su primer libro de nar­ra­tiva. Para cier­tos escritores, el “primer libro” es una especie de mapa de ruta que pre­sagia el por­venir. Al final de los diez cuen­tos reunidos, Bel­trán Félix incluye una cita de Ale­jan­dra Pizarnik a man­era de epíl­ogo: “Pero no hables de los jar­dines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y som­bras en tu mirada, habla del dolor ince­sante de tus hue­sos, habla del vér­tigo, habla de tu res­piración, de tu des­o­lación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silen­cio el pro­ceso a que me obligo. Oh habla del silencio.”
Este epíl­ogo se con­vierte, así, en un pról­ogo de la aspiración lit­er­aria de Bel­trán Félix y el porqué de su escrit­ura de fic­ción, una especie de acta poética. En este sen­tido, los pro­tag­o­nistas de esta colec­ción de cuen­tos no son las com­ple­jas rela­ciones entre fic­ción y real­i­dad, ni las refi­nadas acroba­cias de la inteligen­cia o del inge­nio. Bel­trán Félix habla de lo que sabe y busca escribir, al decir de Niet­zsche, “con san­gre porque la san­gre es espíritu”. Sin duda es un escritor con un depu­rado ofi­cio, pero ante todo aspira a saber de la gente; desen­trañar el inte­rior de las per­sonas deter­mina su acer­camiento a la fic­ción. No en vano nue­stro autor entiende de teatro y le apa­siona Dos­toievski, y conoce tam­bién los tristes paisajes de las almas en la estepa rusa, saberes que no sólo están pre­sentes en la habil­i­dad con la que dialo­gan los per­son­ajes de Habla de lo que sabes.
En el único poema que escri­biera mi mae­stro Lud­wik Mar­gules, un poeta de la escena y buen lec­tor de poesía, pero a quien la escrit­ura de una carta podía provo­carle var­ios insom­nios, el doc­tor Chejov hace acto de pres­en­cia de man­era extraordinaria:

La fugaci­dad del tiempo y un mapa de África susti­tuyen la
fac­ul­tad del lenguaje
La con­ver­sión del esce­nario en la platina de un microscopio
Per­mite la obser­vación dilatada de la agonía del hombre
El doc­tor es un estudioso
Vig­ila metic­u­losa­mente la antropología del sufrimiento.

Bel­trán Félix, con­ta­dor de his­to­rias, busca pul­sar la fibra humana en la grandeza de su razón y su sin­razón. Padece con sus per­son­ajes, habita delirios, escarba en la dig­nidad de su mis­e­ria y en sus sueños, con­struye paisajes men­tales —frag­men­tarias expli­ca­ciones de cómo esas criat­uras tratan de artic­u­lar su idea muy per­sonal que se hacen de las cosas.
Habla de lo que sabes
La con­cien­cia de la irra­cional­i­dad del dolor, su “por nada” casi irriso­rio, hace de Chejov y de Kafka, a pesar de esti­los tan difer­entes, escrit­uras her­manas. El absurdo es el tras­fondo de una visión del mundo que puede hacer de la estepa rusa, de un ghetto judío o de una urbe infinita como la nues­tra —ciu­dad irreal, diría Eliot— un paisaje inte­rior. Como los doc­tores de Chejov que miran la irra­cional­i­dad del sufrim­iento, como los intro­spec­tivos y deli­rantes sonám­bu­los dos­toyevskianos, Bel­trán Félix quiere hablar de lo que sabe en una ciu­dad del alma, real e ilu­so­ria, una ciu­dad que habla, res­pira, sus­pira, exhala. No es un telón de fondo; vive y muere en las per­ma­nentes cri­sis inte­ri­ores, apoc­alip­sis de con­cien­cia y en los con­flic­tos de jóvenes, escritores fra­casa­dos, un cajero, burócratas, estu­di­antes, ancianos y madres de familia que pueblan esta colec­ción de cuentos.
La ciu­dad de esta gente ado­lorida es lo que no es, una fuga: en el cuento que lleva por título “Kep­pel Croft”, ese nom­bre, “un paraje bel­lísimo en Ontario, frente a Geor­gian Bay”, le parece a un hom­bre amari­dado, que fan­tasea con una ado­les­cente en pleno cuarto conyu­gal, la invitación a huir de todo: su familia y empleo, la ciu­dad y los días grises, desa­pare­cer. Pero él solo invoca los fan­tas­mas mirando a través de la ven­tana a una ciu­dad donde nunca neva: “supo que nada había enten­dido, él, ella, el sig­nifi­cado de Kep­pel Croft, ese nom­bre viejo que lo seguía esperando por den­tro en la forma de un ter­re­moto milenario”.
En otro cuento, un oficin­ista mata y con­vierte a la ciu­dad en un río que devora y cuyo cau­dal ojalá pudiera ocul­tar el crimen: “Toda la noche y toda la mañana ha llovido, no tarda el río en rebe­larse a los diques y se lle­vará mi casa y el cadáver de Por­firio, y yo tam­bién habré de ser muy pronto carne sin con­cien­cia.” Ciu­dad rabiosa y vio­lenta, ciu­dad donde, en el cuento “Anoche soñé que volaba”, un cajero de Superama, tras matar a un cliente, huye y tras cor­rer y cor­rer res­pira tran­quilo por un instante: “Y mien­tras cada cosa se hace más nimia y él se siente ligerísimo, ve con ale­gría el sol pon­erse como un can­dado ígneo sobre la Ciu­dad, todo tiene con­tornos, todo es real y vive y vibra y brilla y su cuerpo se va disi­pando y se vuelve polvo, bruma, nada, sólo aire anochecido sobre la ciu­dad, esta bella y agria Ciu­dad sin remedio.”
En 1856, Melville pub­licó Bartleby. Ese Wall Street de hace 155 años es visto como un mau­soleo, ras­ca­cie­los de entonces, ofic­i­nas con ven­tanas que dan hacia muros cie­gos, hom­bres que cruzan en domingo —vesti­dos de rig­uroso negro buro­crático—, plazas soli­tarias que, en días de ofic­ina, ates­tadas de gente, tran­spi­ran la misma soledad.
Geney nos lleva de la real­i­dad, del paisaje externo, a la con­struc­ción del paisaje men­tal, castil­los de aire que se fin­can en la carne de la gente. El asom­bro o lo extraño, en sus cuen­tos, no da pie a lo fan­tás­tico. Tam­poco su tem­ple pertenece a la limpia geometría que mira el absurdo de nue­stros com­por­tamien­tos ilógi­cos con agudeza racional­ista. Borges dice a propósito de Bartleby: “Es como si Melville hubiera escrito: ¡Basta que sea irra­cional un solo hom­bre para que otros lo sean y para que lo sea el universo!”
Pero la pal­abra uni­verso es tan abso­luta que olvida lo minús­culo, la tor­tura inte­rior que nace de emprendimien­tos cotid­i­anos, la maz­morra del alma, la angus­tia de Apol­li­naire que, en la madru­gada etílica de Zona, dice: “Oh torre Eif­fel, el rebaño de tus puentes bala” o de la ciu­dad irreal enLa tierra baldía con sus catástro­fes del espíritu.
La Ciu­dad de Geney Bel­trán es el paisaje inte­rior después del ter­re­moto cotid­i­ano, un paisaje de ánge­les caí­dos. Un hom­bre parece recor­rerla —¿acaso muerto o muriendo?— y queda atra­pado en un puente peatonal que se con­vierte en su jaula inescapable. En “Sara antes del fuego”, una mujer, mal­trato sobre mal­trato, da un par de pasos, cruza el umbral de su garage y accede a una posi­ble lib­eración inte­rior al avan­zar hacia lo descono­cido. En “Hon­don­ada”, un pesado escritor joven —para nada un peso pesado sino un mediocre escriba gordo, de más de cien kilos a la som­bra—, lit­eral­mente se pierde y una cam­i­nata ver­i­fica el drama humano del extravío y la muerte.
Com­pra el libro de Geney Bel­trán Félix
Borges llama a este género de his­to­rias “el de las fan­tasías de la con­ducta y el sen­timiento”, pero si el delirio hace del paisaje men­tal una cár­cel pirane­siana, ya esta­mos en otra cosa, algo cer­cano a la pesadilla.Habla de lo que sabes encierra el vér­tigo de lo extraño, pero tiene la sabiduría de los que despier­tan del mal sueño para con­tar. “Es tan oscuro, tan en silen­cio el pro­ceso a que me obligo”, dice Pizarnik. “Oh habla del silen­cio”. Bel­trán Félix no sólo escribió un buen libro de cuen­tos, sino un libro que es un ale­gato sobre algunos porqués de la escritura.
Geney Bel­trán Félix, Habla de lo que sabes, Jus, Méx­ico, 2009, 160 p.
Texto pub­li­cado en la edi­ción 143 de Crítica

Escrito por David Olguín

Nace en la Ciu­dad de Méx­ico en 1963. Es egre­sado del Cen­tro Uni­ver­si­tario de Teatro (CUT) y de la Fac­ul­tad de Filosofía y Letras donde cursó la Licen­ciatura en Legua y Lit­er­atura His­páni­cas. Cursó una maestría en direc­ción escénica en la Uni­ver­si­dad de Londres.
Ha pub­li­cado el ensayo Sábato: ida y vuelta (UAM, 1986), las obras de teatro Bajo Tierra (UNAM, 1992), La rep­re­sentación (Plaza y Valdés, 1996), La puerta del fondo (Edi­ciones el Mila­gro, 1997) y Dolores o la feli­ci­dad (Edi­ciones El Mila­gro, 1998), y la nov­ela Amar­illo fúne­bre (Joaquín Mor­tiz, 1999).
Ha puesto en escena “Baja Tierra”, “La Puerta del fondo”, “El Tísico”, “Dolores o la feli­ci­dad”, “¿Esto es una farsa?”, obras de su autoría, y “Así que pasen cinco años” de Fed­erico Gar­cía Lorca, “La lec­ción de anatomía” de Larry Tram­blay, “El tesoro per­dido” y “El aten­tado” de Jorge Ibargüen­goitia. Es autor de una ópera para música de Fed­erico Ibarra.
Su labor docente la ha desem­peñado en la Fac­ul­tad de Filosofía y Letras, el CUT, El Foro Teatro Con­tem­porá­neo, el ITAM y el Cen­tro de Capac­itación Cin­e­matográ­fica. Ha sido becario “Sal­vador Novo”, “Jóvenes Creadores”, del Con­sejo británico y del Fide­icomiso para la Cul­tura México-Estados Unidos. Desde 1992 es edi­tor de Edi­ciones El Mila­gro y en 1999 ingresó al Sis­tema Nacional de Creadores de Arte.

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