*El fallecimiento del
Caguamo
Cuento: Benjamín A. Araujo M.
Cartón: Jonas
Artemio Arratia siempre tuvo un idilio con Barcelona. Nació en Toluca,
pero desde las tempranuras de su infancia, dedicado al periodismo y a la
literatura, soñaba con aquel sitio que le había de dejar en el paraíso para el
que se sentía predestinado, una Utopía, sin los inconvenientes de tanta
gazmoñería, falta de feeling, ausencia de rock, y
pocas perspectivas del Valle de la Teresona.
Debo decir que, no obstante, amaba su terruño. Creció con él su deseo de
hacer del linotipo, donde fue ayudante, tribuna para contar verdades
inventadas; pero nunca desdijo su impulso por cruzar la Muralla China del Monte
de las Cruces. Por eso, muy chamaco, descontados tres años de su bitácora
civil, salió a Chilangolandia, para localizar a sus amigos predestinados, allá
por los sesenta, casi al tiempo que tropezaron sus ojos con el Kama Sutra; de ahí, lo supimos
décadas después sus biógrafos, iba a obsesionarse con el libro Kama Maldita, la historia del amor
pleno de un Otomí que conquista Catalunya en el ficcioso siglo XXI donde un
zapatero gobernaba la República.
Creció, se desarrolló, se reprodujo e hizo de la vida, desde sus cuentos artemianos, un himno a la
inoperancia de la solemnidad, la gracejada por las torpezas con almidón; y el
juego del lenguaje como espejo de lo cotidiano desde los tendederos hasta el
sentimiento fiel por la honradez. No faltó desde luego, que delante de un
trago, chancho, orondo, querendón del hígado y las ideas, supo que todo era una
mentira y concibió el cuento y la poesía como otra realidad, la verdadera.
Se soñó Jagger, tuvo pesadillas de buen color como tocata en fuga de los
Rolling Stones; y se atrevió a reírse de sí mismo, apoyado en algunos amigos,
pegados a la promesa del calendario, entre otros: Robinho Fernandetto de los
Templos, brasileiro; Calandrias Matraquero, toluqueño; Hernando de Bravatas,
panameño; Fernando Panivino, chihuahueño; Lucrecio Amado Garci Rojas; Corbetto
Olegario, también de Chihuahua pero toluqueño de orden militar; y muchos más
que vendrían más tarde, como Adelaido Sanchis Artanzas, chilango-toluqueño;
Ernesto Osorno, matlazinca; y otros, de prosapia larga, mediana y no tan tarda.
Con ellos y sus sueños pergeño una obra entre tierna, risueña y desmadrosa que
entre líneas tejía la partitura colectiva de su generación.
Se dio tiempo y creó una masonería liberal del teclazo vuelto impreso y
letra electrónica. Los hados le trajeron dos hijos, guitarra enlatada, batalla
triunfal contra el alcohol y el tabaco; un paquete de lucha contra el cáncer y
metódicos ejercicios para llegar a ser lo que sus sueños húmedos le
prometieran. Ya preparado, agotó algunos romances, no olvidó la Biblia ni sus
primigenias formaciones presbiterianas y siempre fiel a la letra, enjundioso,
pasó por poemas y placeres para llegar a ser un profeta del soñado Kama Maldita, hijo hermoso del Kama Sutra de sus adolescentes atardeceres, que le habría de
permitirse inventar la noche larga de la eternidad.
Puesto todo en el piso de lo etéreo, se dio a la tarea de preparar el
viaje. Arregló lo invisible. Prometió lo imposible. Y se repitió mil veces que
ya, todo vencido, era momento de inventar que él era el Caguamo de su cuento.
Primero, se acodó en el horizonte. Miró la orilla, la tocó con los dedos;
vía correo electrónico se inventó ese periplo: vía sin dolor, ni cruces.
Preparó exhaustivo un programa de doce presentaciones del Kama Maldita, en Barcelona
precisamente; pero antes inventó la princesa, la amada, la Julieta, la Dulcinea
de ese presente, para evitarse las molestias de hoteles y sorpresas; y ya con
ella, se dio a la tarea de agotar su presente.
Esa tarde, 27 de septiembre, se quitó las botas “Frankenstein”, ella ya preparada, colocó el video de la última presentación de su libro; y ya con todo el fervor de la victoria; previos los pasos oportunos, consiguió para los dos el orgasmo que lo iba a entregar, como Caguamo de la literatura del Valle de la Teresona, ya nunca más en “la muerte chiquita”, sino ahora sí, de verdad, en la Muerte Grande, la verdadera, la de no hay atrás, la siempre viva, la felicidad plena, mientras todos los colegas y fraternos tendrían que dedicarse a loar a aquel, El Caguamo, con todas sus virtudes...engrandecidas, que murió precisamente en esa pinche cama maldita de su libro.
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