Nada que no sea el azar –que siempre sabe de qué va la cosa y nunca, pero nunca se equivoca– ha hecho que coincidan en la cartelera comercial dos largometrajes de ficción mexicanos que son, en más de un sentido, antípodas perfectos. Se trata de Mariachi gringo(2011) y Halley (2012).
Lo feo de lo bonito
Dirigida por el estadunidense Tom Gustafson y con producción encabezada por la mexicana Alejandra Cárdenas, la primera tiene, sin serlo en realidad o del todo, cierto aire de aquello que se conoce como a producer film, es decir, una película más de estudio que de autor; más interesada en la taquilla que en la gente que acude a ella; más preocupada por aspectos formales de producción que por asuntos de tema o contenido. Con tres cortometrajes y “un musical fantástico aclamado por los críticos”, de título Were the Word Mine(2008), Gustafson se dio a la confección de un filme donde se confunden, hasta la indisolubilidad, lo ligero y la ligereza, lo leve y lo superficial, lo simple y lo simplón.
Los conflictos en Mariachi gringo apenas lo son y pierden hasta el último rastro de intensidad –y, con ello, de interés– por culpa del modo de narrar y una vocación por hacer que todo se vea “bonito” que acaban dando al traste con aquello que, supone uno, era la miga del asunto: echar una mirada al sincretismo cultural entre México y Estados Unidos, sólo que esta vez y para variar, no el experimentado por los mexicanos en el otro lado sino exactamente al revés.
Halley |
La idea es peregrina pero no imposible: a un hombre joven estadunidense (Shawn Ashmore, de indiferente, desangelado, sustituible desempeño) le gusta tanto la música de mariachi, que hace cuanto deba hacer para convertirse en uno: ensaya mucho con la guitarra, aprende español hasta el punto de chapurrearlo comprensiblemente, e incluso se muda a Guadalajara porque le dicen que ahí está la mera mata del mariachi. En el ínter, y como pareciera obvio por el tono del filme, le suceden cosas como conocer a una mexicana bonita (Martha Higareda exhibiendo sus limitaciones histriónicas sin faltar una sola), que por supuesto se prenda de él; enfrentarse a las burlas iniciales de los mariachis-mariachis que quieren utilizarlo como una especie demexican curios pero en sentido inverso, hasta que llega su personal epifanía: ser miembro permanente del mariachi que acompaña a una buena cantante (Lila Downs, que en realidad no actúa).
Todo lindo, todo fácil, todo previsible como los eclipses: ese cine cuyos realizadores hacen pensando en que no todo en este mundo es feo o triste y en que debe haber cine “para entretener”, como si lo entretenido necesariamente tuviera que ser una marcha forzada de bonitismo y complacencia.
Lo bonito de lo feo
En el otro extremo conceptual y estético puede ubicarse Halley, ópera prima en largo de ficción de Sebastián Hofmann. Su protagonista, de nombre Alberto (Alberto Trujillo, convincente en su sequedad y su tensión histriónicas), literalmente se está cayendo a pedazos y al público le corresponde acompañar, horrorizarse, repeler y, en general, interpretar el proceso de descomposición que se desarrolla frente a sus ojos. Hofmann no desaprovecha ninguna de las muchas oportunidades que le permite el planteamiento formal –seguimiento permanente, obsesivo, cercanísimo y asfixiante al personaje– para exhibir, una vez que llega el momento adecuado en la historia, las purulencias, las podredumbres, el derrengamiento físico del cual es víctima Alberto, mientras el resto del mundo, aquí representado básicamente en un personaje femenino locuaz y desabrochado de nombre Luly (Lourdes Trueba, de presencia y viveza memorables), se pretende, se imagina a sí mismo y se vive justamente como si fuese todo lo contrario de Alberto: entero, de una pieza, agradable y alegre, incorrupto y, si hay suerte, incorruptible.
Nada más fácil, ni más comprensible, que ceder a la tentación de asumir Halley como una metáfora despiadada del estado actual de la sociedad: Alberto, vigilante de un gimnasio –postmoderno templo del culto al cuerpo–, vive solo, es solo, se está pudriendo y, literalmente también, es un ser vivo que ya está muerto, o quizá un muerto que sigue vivo, a quien el mundo fuera de sí mismo ya le da lo mismo porque nada en ese mundo –la comida, el sexo, el aspecto físico, las posesiones materiales– será suficiente para librarlo de su proceso de aniquilamiento. La única diferencia entre la sociedad y Alberto es que él sí sabe que el declive es irreversible.
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