LA LITERATURA MEXICANA DE HOY
Escrito por Redacción
Por Joserra Ortíz*
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II. Primeras preguntas, primeras respuestas
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¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Qué es lo que me permite decir que existe una literatura mexicana de hoy, para diferenciarla de lo que sería una continuidad diacrónica? ¿Asistimos en verdad a un rompimiento violento con el pasado? ¿De alguna manera se atisban resquebrajamientos que devienen en rupturas? ¿Los escritores de ahora le dan la espalda a los de antes? ¿Sus literaturas se oponen a las otras? En cualquier caso, ¿es esto nuevo? ¿Acaso no es el cambio lo único constante en la historiografía literaria? Todas estas preguntas, y quizá muchas otras, surgen de otras interrogantes primordiales que dirigen efectivamente mis lecturas desde hace un tiempo: ¿Qué es lo que distingue a las escrituras de lo que en la columna pasada llamé “el relevo generacional” de las anteriores? ¿Cuál es el patrimonio común en el que todos confluyen y cómo es que logran hacerse al unísono del mismo? Si bien insisto en que no estamos ante una generación como tal, cuál es ese valor o característica única que hermana a tantos y tan variados escritores en un solo sentimiento de época. ¿Existe en verdad este sentimiento compartido como lo hubo cuando se descubrió el Modernismo, por ejemplo? ¿Cuál es este feeling cronotópico que sostiene a las muchas agendas literarias que hoy mismo escalan hacia la mesa de novedades de nuestro país?
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Probablemente, el primer punto de encuentro entre todos los participantes de este renuevo literario se encuentra en su apuesta por la universalidad. Los escritores mexicanos de ahora, o los que trabajan desde nuestro epistemológico ahora, viven y escriben en un mundo echado hacia la totalidad de sí mismo, ajeno a provincianismos anacrónicos y atentos a la simultaneidad con que ocurren todas esas experiencias del mundo que terminan convertidas en sucedáneas madejas de información. Esta no es una pretensión novedosa o única a la literatura más actual, mucho menos exclusiva de la mexicana de hoy, pero sí responde a sus intenciones más evidentes de, por lo menos, los últimos veinte años. Sin embargo, la diferencia entre hacerlo hoy y, por ejemplo, proponerlo en 1995, consiste en que, además de las herramientas provistas por la trepidante evolución de las posibilidades digitales, la universalidad se nos volvió de pronto la única realidad posible e irrenunciable que tenemos los ciudadanos del mundo. Ya no hay otra forma de referirse a la experiencia desde la literatura que no sea adecuándose a una geotextualidad que es, por otro lado, obligatoriamente políglota y poliforme, riquísima en sus ofertas, como food court de centro comercial estadounidense.
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Es decir que la característica más valiosa de esta consecución de lo universal consiste en no ser una intención de manifiesto o de programa creativo. A diferencia de antes (o de la forma en que siguen pretendiéndola los anquilosados), hoy la universalidad sucede. Funciona como la condición existencial de una época que nos obliga a cimentarnos en muchas experiencias narrativas que se sobrevienen sincrónicamente. El escritor mexicano del “relevo generacional”, entiende esta condición, la habita y crea desde y a partir de ella. De ahí que los registros que alimentan nuestras literaturas actuales ya no son los exclusivos de la tradición libresca y, por lo tanto, no buscan esas respuestas totalitarias a problemas puntuales. Por el contrario, estas escrituras provienen de todas las formas que durante el siglo XX evolucionaron la noción de narrativa hacia una multitud de medios para contar historias, todos cada vez más simples, que no sencillos, tendenciosos a lo breve y circunstancialmente a convertirse en imágenes. Ser un narrador universal hoy, no consiste en escribir acometiendo al mundo, ni mucho menos en lograr el cursi dictado de conseguir que lo local se signifique ecuménicamente; al contrario, el escritor universal es el que consigue convertirse en una referencia del mundo, y una vez habiendo digerido el conjunto de los trozos con que se ofrece la totalidad, escribe una línea. La universalidad de la literatura mexicana ya no consiste en hacer de Comala una reducción del mundo para que todos puedan entenderse ahí; sino en tomar todas las referencias culturales y narrativas posibles, para que en su mezcla se revele un mundo de mundos llamado PopSTock! Y aunque hay quienes desprecian esta forma del ahora y sus funciones, lo hacen sin saber que están condenados a que sus literaturas nazcan muertas (y nunca es demasiado pronto para cantar los funerales de Los puentes de Königsberg, por ejemplo).
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La universalidad del “relevo generacional”, entonces, puede entenderse precisamente como la intención escritural de revisar la experiencia como multifacética, a veces a manera de instantáneas. Se trata de construir poliedros que permiten la confluencia de muchas imágenes sobre un mismo fenómeno y sus divergencias, sin afanes totalizadores. Por eso puedo decir que lo que ha cambiado son fundamentalmente las formas. Todas las formas. Desde los mecanismos para aprehender y relatar la realidad, hasta las estructuras narrativas y las maneras en que se abordan los géneros literarios y las tradiciones que los sostienen. No es solo que el blog o las redes sociales permitan modificar las entrañas del aparato narrativo, por ejemplo, a partir de la dinámica del hipertexto o la a veces forzosa cortedad de la enunciación. Esto es cierto, pero también demasiado superficial. La mentada twitteratura, por ejemplo, no es precisamente la mejor muestra de la literatura más contemporánea: de hecho es la mantenencia de lo más tradicional a través de un nuevo soporte. Pero tampoco es en absoluto deleznable. Siguiendo con este ejemplo: la verdadera literatura mexicana del ahora, es la que después de aprovecharse y funcionar en el twitter, incluye alguno de sus rasgos, quizá su poética, para suceder en el mundo.
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Para leernos hoy, se debe tener siempre en mente que toda época significa su propia epistemología, y en ella se encierran una ética y una estética diferentes a las propias de sus antecedentes y de sus porvenires. Aun y cuando la hipermodernidad nos señale que una de las características primordiales de nuestra era es el reciclaje, o la cultura del revival y el remix, el gran cambio en las formas, el signo de la única universalidad posible en el presente, es que ese reciclaje sucede en la posibilidad de lo simultáneo; ocurre muchas veces en su propio proceso, hasta que se confunden los elementos venidos desde el cine, la publicidad, los videojuegos, la literatura, el comic, los videos musicales y la referencias inmediatas y localizadas.
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Por eso, hablar de la literatura mexicana actual es evitar el provincianismo y la ilusión nacionalista, porque es referirse a una literatura del mundo. Lo mismo se pudo decir hace diez, hace veinte o hace treinta años, o tal vez desde siempre, pero no con tanta convicción como ahora. Ni los escritores, ni mucho menos los lectores mexicanos actuales, nos pensamos en función de un coto cerrado por nuestra situación geográfica, a lo mucho abierto hacia la bolivariana pretensión de una hermandad lingüística y postcolonial que nos significa míticamente desde Chicago hasta la Patagonia. Al contrario, lo que se escribe y se lee hoy en México parece cumplir con la desacralización del fantasma patriotero que durante tantas décadas funcionó como la piedra del Pípila, protegiendo a sus portadores de los embates externos, pero aplastándolos hasta reducirlos a una sombra sin visión periférica. Los escritores mexicanos de hoy, los verdaderamente actuales, sin importar su edad, se alzan para ver al mundo de frente, ofreciéndose al horizonte como ciudadanos de un país al que no delimitan ni sucumben sus intenciones creativas. En este sentido, desde una perspectiva presentista, podemos comenzar también, finalmente, a deshacernos de la desventajosa noción de “literatura latinoamericana” que, como todo amplio conjunto, funciona en la anulación de la individualidad. Porque la idea de que todo un continente pueda reducirse a patrones textuales pretendidamente compartidos, es un desfiguro que afortunadamente la aldea global echa abajo al proveernos de perspectivas universales que arrancan desde los linderos de lo trasnacional y lo trasatlántico hasta situar su horizonte en el rizomático reino del hipervínculo y el infinito complejo de la cercanía digital.
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