Los niños flacos y amarillos*
Marguerite Duras
…Era mientras ella hacía la siesta cuando robábamos los mangos. Para ella, los mangos, algunos mangos −demasiado verdes− eran mortales: en el gran hueso plano, a veces, se alojaba un bicho negro que uno podía tragar y que, una vez tragado, se instalaba y roía el interior del estómago. La madre nos causaba miedo y le creíamos. El padre había muerto, y la pobreza, y esos tres niños que ella trataba de “educar”: era la reina, proveedora de alimento, de amor, indiscutida. Pero, para los mangos, no, ella era menos fuerte, y desobedecíamos y cuando tras la siesta ella nos encontraba chorreando de zumo pegajoso, nos pegaba. Pero volvíamos a hacerlo. Siempre volvimos a hacerlo. El hijo mayor está en Europa, a nosotros, los dos menores, nos tiene aún con ella. Somos unos niños flacos mi hermano y yo, unos criollitos más amarillos que blancos. Inseparables. Somos golpeados juntos: pequeños anamitas indecentes, dice. Ella es francesa, no nació allá. Yo debo tener ocho años. En la noche la miro, en la recámara, está en camisón, camina por la casa, miro las muñecas, los tobillos, no digo nada, son demasiado gruesos, son diferentes, me parece que ella es diferente, pesa más, es más voluminosa, y este color rosa de la carne.
Mi único pariente es este hermanito ágil, tan delgado, de ojos rasgados, loco, silencioso, que a los seis años trepa a los mangos gigantes y, a los catorce, mata a las panteras negras de los ríos de la Cadena del Elefante. Niño, cuánto amor. Cuánto amor por ti hermanito muerto. No, ella no tenía el apetito furioso por los mangos. Y nosotros, pequeños monos flacos, mientras ella duerme, en el silencio fabuloso de las siestas, nos llenamos el estómago de una raza diferente a la suya, la de ella, nuestra madre. Y así nos convertimos en anamitas, tú y yo. Ella tiene pocas esperanzas de que comamos pan. Sólo nos gusta el arroz. Hablamos la lengua extranjera. Andamos descalzos. Ella es demasiado vieja, ya no puede entrar en la lengua extranjera. Nosotros, ni siquiera la aprendimos. Ella lleva zapatos. Y una vez pescó una insolación porque no se puso el sombrero y delira, grita que quiere regresar al norte del mundo, al trigo, la leche cruda, el frío, a esta familia de agricultores, a Frévent, Pas-de-Calais, que abandonó. Y nosotros, tú y yo, en la penumbra del comedor colonial, la miramos gritar y llorar, este cuerpo abundante rosa y rojo, esta salud roja, ¿cómo es posible que sea nuestra madre, cómo es posible, madre de nosotros, nosotros tan flacos, de piel amarilla que el sol ignora, nosotros, judíos? Me acuerdo, la insolación fue en Phnom Penh. Miro a esta mujer doblemente extraña, doblemente extranjera. El recuerdo es preciso, sin duda decisivo: sí, pero la pregunta se integra y circula en la sangre. Además, se volverá exterior. Más tarde, cuando tenemos quince años nos preguntan: ¿son realmente hijos de su padre? Mírense, son mestizos. Nunca respondimos. No hay problema. Sabemos que mi madre fue fiel y que el mestizaje viene de otra parte. Ese lugar no tiene fin. Nuestra pertenencia indecible a la tierra de los mangos, al agua del sur, de las llanuras de arroz, ese es el detalle. Sabemos esto. Nos mantenemos en la profundidad muda de la infancia, profundidad redoblada aquí, por supuesto, por el asombro de los otros que nos miran.
Cuando somos más grandes, enseguida, nos dicen: piénsenlo bien, indaguen bien, ¿les ha dicho su madre en dónde estaba su padre cuando los esperaba? ¿No estaba haciéndose una cura en Plombières, en Francia? Nunca lo pensamos. Sabemos que la madre fue fiel al padre y que se trata de otra cosa que no se les puede decir. Lo sé aún: no sé nada. Nos dicen: ¿no es la comida, y el sol? ¿La comida que pone amarilla la piel, el sol que hace los ojos rasgados? No, los sabios son categóricos: eso no existe, dice la gente que sabe del tema. Nosotros no nos hacemos preguntas. Como cuando teníamos seis años, no nos miramos, somos el mismo cuerpo extranjero, juntos, soldados, hechos de arroz, de mangos desobedecidos, de peces de limo, de estas porquerías portadoras del cólera prohibidas por ella. Lo único claro, obvio: no somos los niños que ella deseó. Un día nos dice: compré manzanas, frutas de Francia, ustedes son franceses, tienen que comer manzanas. Intentamos, escupimos. Ella grita. Decimos que nos ahogamos, que eso es algodón, que no tiene jugo, que no se traga. Ella desiste. La carne también la escupimos, sólo nos gusta la carne de pescado de agua dulce, cocido en salmuera, en el nuoc-mam. Sólo nos gusta el arroz, la insipidez sublime con perfume de cotonada del arroz cargo, las sopas blandas de los mercaderes ambulantes del Mekong. Cuando pasamos junto a las embarcaciones, mi madre nos compra de estas sopas de pato, en la noche. En los sampanes, las fogatas de carbón de madera bajo las marmitas de barro. Todo el río está perfumado por el fuego y las hierbas hervidas. Mi madre, preocupada, nos recuerda que en Vinh Long, la semana anterior, una calle entera del lugar se vio afectada por el cólera, que la calle está condenada, que los lazaretos están llenos… Nosotros devoramos, sordos, privados.
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martes, 6 de mayo de 2014
LOS NIÑOS FLACOS Y AMARILLOS *, Marguerite Duras
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