Shakespeare,
450 años después
450 años después
Rodolfo Alonso
La única fecha cierta, documentada, es la de su bautismo, el 26 de abril de 1564. Hay quienes la prefieren tres días antes, para forzarla quizás a coincidir con su muerte, un 23 de abril pero de 1616. Por su lado, la tradición afirma que, en aquellos tiempos, se acostumbraba bautizar a los niños dentro de la semana posterior a haberlos dado a luz. Podemos por lo tanto estar seguros que, en la última semana de abril, se conmemorarán 450 años de la entrada en el mundo del más ilustre poeta de la lengua inglesa, el Bardo, el indeleble y justicieramente universal Cisne de Avon.
“Hay hombres que son océanos”, dijo de él Victor Hugo. ¿Qué más puede hoy decir uno, ya, de William Shakespeare? Una sola de sus muchas obras de teatro hubiera sido más que suficiente para otorgarle la inmortalidad que puede caber en el corazón de los hombres. (Y, lo que es tantas veces más difícil, para justificarla.)
Pero no sólo derramó su talento, su sensibilidad y su devoción por la belleza, siempre crispada por lo esencialmente humano, en decenas de tragedias y aun comedias que siguen vivas siglo tras siglo sobre los escenarios del mundo entero (el mismo globo es su escenario, como lo fue en vida su Teatro del Globo, milagrosamente reconstruido a orillas del Támesis), sino que también nos dejó sus Sonetos.
Esos providenciales textos-océano de misterioso origen, de aventurada vida (tan unida a la suya propia, a su propia existencia), que se salvaron milagrosamente de más de una airada tentativa de destruirlos, y que nos permiten conocer aún ahora, más que nada, como nadie, el encendido corazón mismo del gran poeta, encarnado en su lengua libre, fértil y rica.
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