jueves, 1 de noviembre de 2012

El inexorable paso del tiempo (de un correo de Gildardo Montoya Castro)



De: "Gildardo Montoya Castro" armonica59@hotmail.com
Para: "benjamin araujo" benjaminaraujo@prodigy.net.mx
Cc:
Fecha: Wed, 31 Oct 2012 19:02:04 +0000
Asunto: La zozobra del transcurrir...

BENJAMIN:

En un libro de Sergio Pitol, EL ARTE DE LA FUGA, texto que como suele decirse "no tiene desperdicio" , me encuentro con este pasaje que podrìa producirnos quizà risa o hilaridad, pero a la vez asoma otra arista, filosa...la herida del tiempo en cada ser de "razòn" que pase por la tierra, ni modo que se puede hacer...

Gildardo


"Descubro que desde una mesa muy apartada a la nuestra ( Sergio Pitol comparte el "pan y la sal" con Carlos Monsiváis y Hugo Gutierrez Vega) un anciano, el decano de todos los ancianos del mundo, el Nestor por antonomasia, me saluda con ademanes muy expresivos. Lo veo de pronto levantarse y ponerse en movimiento, con paso muy lento, arrastrando unos pies que con toda evidencia tratan de rebelársele; mueve los brazos como si tanteara el camino o quisiera con ellos impulsar la marcha. Sonríe como si nuestra presencia en el restaurante lo sorprendiera y colmara de felicidad.

   Viste ropa de género excelente, pantalones de franela de un gris verdoso y una chaqueta a cuadros, ligeramente arrugada, lo que añade una discreta elegancia a su figura. La caballera es abundante, blanquísima. El rostro tiene un color rosado, como el de un bebé, pero está surcado en todas direcciones por arrugas de diferente extensión y profundidad, lo que resulta incongruente con aquella coloración infantil. Me hace recordar las últimas fotos de Auden... "Mi rostro como pastel de bodas arruinado de pronto por la lluvia..." El único entre nosotros que no podía observarlo era Carlos, ya que aquel espectro radiante de felicidad se acercaba a sus espaldas. Se me vino de golpe a la mente un tropel de nombres de compañeros de escuela; traté entonces de rejuvenecer aquella cara ajada, devolverla a la adolescencia y encontrarle un nombre, pero me fue imposible.

   Tenía ya en la punta de la lengua las vulgaridades que se dicen  en esas ocasiones: " ¡ Hombre, qué gustazo verte, y sobre todo en tan buena forma ! Se ve que la vida te ha tratado de maravilla,¿ no es cierto? Ya entiendo por qué te llaman el Dorian Gray nuestros contemporánes. Pero se equivocan, estás mucho mejor", y otras bobadas por el estilo, sólo para hacer tiempo y darle al otro la oportunidad de decir algo que me permita identificarlo.

   Abrió los brazos a un paso de nuestra mesa y estuve a punto de levantarme y echarme en ellos. Por fortuna me contuve; hubiera echo un papelazo. El anciano pasó a nuestro lado sin detenerse, sin mirarnos siquiera, con la sonrisa cada vez más amplia  y los brazos más agitados. Se detuvo en otra mesa, exactamente atrás de la nuestra. Me salvé de decirle todas aquellas estupideces y oirle decirme frases semejantes. Alguien decía en la mesa de al lado: " ¡ Estás como quieres, Flacus Pero mírenlo nada más como está Flacus qué envidia, y siguió la salva de palabrerìa de ocasiòn; toda la variedad de monerìas que ha acumulado la lengua para esos casos. Me volvì a mirar el espectàculo. Era una mesa larga, como de diez personas, todas chuleando al Flacus, quien con aspecto feliz, que querìa mitigar con palabras de modestia, respondìa: "¡No crean, no crean, no todo lo que reluce es oro; no siempre me siento como hoy; no crean, caras vemos, caras vemos...!"

  Respirè con alivio. Advertì en ese momento que todos habìamos dejado de hablar. Lo curioso es que los tres, Hugo y yo desde el inicio de la marcha del anciano, y Monsivàis a partir del momento en que pasò frente a la mesa, pensamos  que se trataba de un amigo de juventud, sin lograr ubicarlo. Tal vez un actor de nuestra època, un galàn joven de carrera intensa pero breve, retirado del oficio mucho tiempo atràs. Pero esa posibildad nos resultò, sin saber por què, poco convincente.

   Devoramos el postre y bebimos el cafè de prisa, como si quisieramos escapar de aquella figura que tenìamos cerca. La sospecha que en ese mismo momento alguien pudiera estar comentando de nosotros lo mismo no dejaba de producirnos cierta zozobra. En fin, son las angustias a las que uno debe acostumbrarse al llegar a cierta edad."

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