Llego a la casa ebrio, como tantas veces. No era tarde, la noche apenas desataba su misterio. Minutos atrás, allá en la cantina, un viejo eterno, glorioso catador, cazador, de belleza y malignidad, me había regalado su exaltada palabra: "Para no padecer el horrible fardo del tiempo que quiebra los hombros y los inclina hacia el suelo, uno debe embriagarse infatigablemente. ¿Pero, ¿de qué? De vino, de poesía, de virtud, de lo que sea. Pero embriagarse". Metí la llave en la cerradura, abrí como pude y me recibió, oh, Dios, no la cantaleta taladrante: "Chingao...¿no tienes llenadero?, me recibió, digo, el alegre, cristalino sonido de una flauta, mi pequeño hijo tocaba en un sillón de la sala, insuflaba breve, interrumpía y volvía a la carga, intenso, sabedor, precoz. Y de repente--ajá, el famoso "de repente"--, tropecé, señor de los tropiezos, caí, recaí, me fui de bruces, ebrio, perdido, pero la flauta de mi hijo, su música, ya había tomado cauce, irrigaba mi entraña, el vuelo de mi espíritu, turbulento, acongojado, fragilísimo, dicen, ...Ni madres, vociferé muy dentro, venga la plenitud y me levanté, cuando la flauta carnal concluía su ejecución, bello ejercicio, fuerza amorosa, caída, recaída, lo aplaudí loco frenético, lo abrazé, le dí un beso en la frente, ahí en esa soledad toda pureza, fulgor, enredadera de encantamiento: padre-hijo ("Chingao...¿no tienes llenadero?"); así, alegre, cristalina, oi la voz del novel músico, mi sangre: "Papá, te lo aseguro, nos salvará la música".
GMC
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