Calderón y el colapso
de los principios
de los principios
Augusto Isla
Debo suponer que Felipe Calderón se formó en el canon de la doctrina social de la Iglesia romana, según la cual la sociedad debe ordenarse en provecho de todos y cada uno de sus miembros, de modo que asegure la primacía del bien común en el orden político. El origen de dicha doctrina se remonta a Tomás de Aquino (1225-1274), quien hermanó la razón aristotélica y la fe cristiana. El tomismo, nos dice Alejandro Taglavini, “se opone a la violencia como método organizador de la sociedad”. Ni siquiera es válido infligir algún detrimento a la parte –los criminales son personas, son pueblo; pueblo sin esperanza, sin brújula moral– para salvar el todo. Digamos que en la guerra, vencedores y vencidos, si los hay, están atados, por igual, a la misma miseria.
Cuando Calderón se ostentó como comandante de las fuerzas armadas nos hizo saber que no gobernaría con la justicia, sino con la potencia; que el imperio de la ley, entendida como regla de conducta proclamada por la autoridad para el bien común, cedería su lugar a un orden represivo y cruento; que, en fin, estaba dispuesto a sacrificar vidas; vidas de personas cuyo valor es inconmensurable según el espíritu cristiano, pues en cada persona brilla el esplendor divino.
De acuerdo con la filosofía tomista, si alguien es llamado a servir a la comunidad, es porque la caridad le ordena acudir a una necesidad apremiante. En el gobierno de Calderón no hubo comprensión del fenómeno con el cual lidiaba, inscrito en los abismos de la desigualdad y en la bancarrota espiritual de amplios segmentos de nuestro pueblo; no hubo caridad ni prudencia, sino impotencia y necedad.
En su encíclica Humani generis, el papa Pío XII sostiene que el tomismo es la guía más segura para la doctrina católica. Calderón la arrojó por la borda y navegó en una atroz incertidumbre; el aire angelical de los principios fue reemplazado por un pragmatismo demencial que le ha heredado a México vulgaridad, pobreza y ríos de sangre.
Hemos de recordar las palabras de Aquiles en La Ilíada: “Nada vale para mí tanto como la vida, ni todos los bienes que se dice contiene Troya, la próspera ciudad. Pues se pueden conquistar bueyes y grandes carneros. Pero una vida humana, una vez que se ha ido, nada la reconquista.”
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