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A cien años de su nacimiento, Albert Camus se mantiene en el gusto e interés de los lectores como el autor de novelas emblemáticas del vacío y del absurdo, como El extranjero y La peste. Lo recuerdan Ignacio Solares y Guillermo Vega Zaragoza en los siguientes ensayos.
Por encima (o por debajo) de sus creencias o de sus dudas filosóficas y religiosas, Albert Camus fue ante todo un poeta (la gran diferencia con Sartre), y el poeta, que no acepta el lenguaje en su intención puramente racional, descubre pasadizos secretos entre todos los opuestos, entre razón y locura, cielo e infierno, fe e incredulidad.
A posibles fórmulas de trascendencia —¿cómo no pensar aquí en Dostoievski?—, el artista incorpora la suya: por la belleza se va a la reconciliación. Esa belleza, que será depositaria de su esperanza de creador (Creador), lo resume, preserva y hace de él un demiurgo. Verdad estética que, como quería Platón, es la Verdad a secas. La estética de Camus —su prosa es realmente una de las más bellas y exaltadas de la literatura francesa— le permite integrar, hic et nunc , lo que quizá la razón había fragmentado. Por ejemplo, su relación con la figura de Cristo. Si descartaba tan radicalmente cualquier posible relación con la Iglesia Católica —a la que no dudó en calificar de criminal—, la figura de Cristo parece haberlo atraído muy vivamente e, incluso, afirmó haberlo “amado”. En La caídahay unas líneas reveladoras en este sentido. “Cristo gritó su agonía y por eso lo amo, amigo mío… Lo malo es que nos dejó solos… solos… pasara lo que pasara… incapaces de hacer lo que Él hizo e incapaces de morir como Él”.
La poesía de Camus está cargada de nostalgia porque “el cielo no responde”.
Escribe Max-Pol Fouchet que un día paseaban él y Camus en Argelia por una calle a la orilla del mar. De pronto se encontraron ante un apiñamiento de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe desfigurado, sangrante, recién aplastado por un autobús. La madre pegaba de gritos. El padre parecía pasmado. La gente miraba estupefacta. El joven Camus, después de un momento, habiéndose alejado unos pasos del grupo, mostró a su amigo el cielo azul, refulgente, señalándolo con el índice. “Mira, el cielo no responde”.
Esta simple frase resume el drama de una sensibilidad —y toda una literatura— marcada por el enigma (Enigma) más inescrutable, y que seguramente inspiró a Camus el relato de la dramática muerte de un niño en La peste, ante el cual el doctor Rieux pregunta: “Puesto que el orden del mundo está regido por la muerte de un niño, piénselo, ¿no es mejor para Dios que no creamos en Él, que no levantemos jamás los ojos al Cielo, donde Él siempre permanece en silencio?”. Variación de la de Ivan Karamazov de Dostoievski: “Ante una Creación que tortura a los niños, regreso mi boleto”.
Albert Camus en 1957
©New York World-Telegram/The Sun Newspaper/ Wikicommons
También en La caída se refiere a la nostalgia de Cristo por los niños que murieron por su culpa.
“Él debía haber oído hablar de cierta matanza de inocentes. Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro, ¿por qué habían muerto, si no a causa de Él? Desde luego que Él no lo había querido así. Le horrorizaba la idea de aquellos soldados sanguinarios, de aquellos niños partidos en dos. Pero estoy seguro de que, tal como Él era, no podía olvidarlos. Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que gemía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? La queja se elevaba en la noche, Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de Él, ¡y Él estaba vivo!... Sabiendo lo que sabía, conociendo profundamente al hombre —¡ah, quién hubiera creído que el crimen no consiste tanto en hacer morir como en no morir uno mismo!—, puesto día y noche frente a su crimen inocente, se le hacía demasiado difícil sostenerse y continuar… ‘¿Por qué me has abandonado?’. Era un grito sedicioso, ¿no es cierto?... Y, querido amigo, sé bien de lo que hablo. Hubo un tiempo en que a cada minuto mismo no sabía cómo podría llegar al siguiente”.
Camus sabía que el dolor nos emparenta a Cristo por más que, como en su caso, no se crea en Dios. En Cartas a un amigo alemán escribe: “Sigo suponiendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que hay algo en él que sí tiene sentido, y es el hombre ante su prójimo. Porque ese encuentro le da sentido a todo”. Frase que se complementa con otra de La peste, donde se habla de “aquellos a quienes les basta el hombre, y su pobre y terrible dolor”.
La exhaustiva biografía de Herbert R. Lottman sobre Camus nos revela al gran escritor francés en toda su grandeza creadora y, también, en toda su desesperación existencial. Precisamente por mostrarnos cuánto luchó Camus contra la enfermedad (era tuberculoso), contra la angustia y contra la depresión, es que la biografía de Lottman lo humaniza más y adquiere un mayor relieve su trabajo artístico, realizado literalmente a contracorriente.
“El único esfuerzo de mi vida, ya que lo demás me ha sido dado y generosamente (salvo la fortuna económica, que me es indiferente): vivir una vida de hombre normal. No quería ser un hombre de los abismos. Pero este desmesurado esfuerzo no ha servido para nada. Poco a poco, en vez de avanzar en mi intento de una vida normal, veo acercarse más y más el abismo”.
Nótese la relación de la siguiente frase de su diario con la imagen de tristeza y de culpa que nos dio de Cristo: “Morimos a los cincuenta años de una bala de nostalgia que nos disparamos al corazón a los veinte”.
En una ocasión tomó un avión en Orán, dejando a su mujer y a sus hijos en Argelia. Pero, poco después del despegue, el aparato perdió uno de sus cuatro motores y el piloto anunció que había que volver al aeropuerto para proceder a las reparaciones necesarias. Camus comenzó entonces a sentir la claustrofobia que solía apoderarse de él, y se desmayó.
Las siguientes reflexiones sobre una recaída de su enfermedad aparecen fechadas en su diario a finales de octubre de 1949:
“Después de llevar tanto tiempo seguro de mi curación, este retroceso debería hundirme, me hunde, en efecto. Pero al venir tras una cadena ininterrumpida de abatimientos, por momentos me hace reír. En esos momentos, al fin me veo liberado. La locura es también liberación”.
Su estado de ánimo le llevó a escribir en su diario, a raíz del suicidio de un amigo:
“Conmocionado porque lo quería mucho, por supuesto, pero también porque de repente he comprendido que tenía ganas de hacer lo mismo”.
En alguna ocasión, desesperado, le dijo a María Casares, su amante, que si en los siguientes meses no conseguía llevar una vida normal —si la enfermedad seguía amenazando la vida a la que estaba acostumbrado— tendría que tomar una decisión drástica. No le explicó cuál, pero se apresuró a tranquilizarla: intentaría vivir.
Paradójicamente, en las mismas páginas en las que Camus traza a grandes rasgos su porvenir literario y sus nuevos proyectos, se percibe una nota de desolación de cuando en cuando. “Por fin, lo que he buscado con tanto afán: hacerme a la idea de una muerte muy próxima”. El 5 de febrero del 53 escribe: “¿Morir sin haber resuelto todo, salvo…? Dejar al menos resuelta la paz de aquellos a los que se ha amado…”.
Al enviarle a René Char un ejemplar de su prólogo a L’Allemagne vue par les écrivains de la Résistance française, de Konrad Bieber, que iba a aparecer en el transcurso del año, le escribió que ese prólogo era un texto muy malo: “Puesto que ya no sé escribir. Algo se acabó en mí y sólo queda el vacío”. Por suerte para él y para la literatura, esos pasajes de desolación se combinaban con otros de gran exaltación creativa.
Su mujer también era depresiva y al enterarse de la relación amorosa del escritor con la actriz María Casares, empeoró gravemente, al grado de que intentó suicidarse. Camus escribió en julio de 1954 que en su familia vivía un infierno que le consumía la poca energía que le restaba. Casi no salía de su casa, dejó de ver a María y se pasaba la mayor parte del día al lado de su mujer y sus hijos.
“¿Sabes lo que ocurre conmigo? —le escribió el 17 de septiembre de ese año a René Char—. Que tengo unas ganas enormes de desaparecer, en resumen: de no ser nada ni nadie”. Y seguidamente: “No he hecho nada durante este verano, en el que sin embargo tenía puestas muchas esperanzas. Y esta esterilidad, esta súbita insensibilidad me afectan enormemente y se transforman en angustia”.
Cuando Camus volvió de Estocolmo, después de recibir el Premio Nobel, su gran amigo argelino, Emmanuel Roblès se encontraba en París. Un día de la última semana de 1957, quedaron de comer juntos. Como Camus no llegaba, Roblès, conociendo su puntualidad, telefoneó a su secretaria, quien le dijo que el escritor había salido del despacho a las doce menos cuarto. Cuando por fin llegó, Camus tenía la voz alterada, como si algo le ahogara. Explicó que cuando estaba buscando un taxi en el bulevar Saint-Germain había empezado a asfixiarse y, por fin, había conseguido que un transeúnte le buscara el taxi; entonces había dado la dirección de su médico y llegó a tiempo de recibir una inhalación de oxígeno. Le confesó a Roblès que se sentía ridículo por ser tan vulnerable, que el reconocimiento público no hacía sino aumentar su angustia.
A veces Suzanne Agnely, su secretaria, tenía que acompañarlo hasta su casa cuando el simple hecho de salir a la calle parecía aterrarlo. Ahora que era célebre temía que se le acercaran, que lo rodearan, que le hicieran preguntas tontas a las que no sabría qué responder, que los periodistas intentaran entrevistarlo con cualquier pretexto. Además de con su médico habitual empezó a ir con un psiquiatra.
Se describía a sí mismo como “disminuido”. Ya no podía coger el Metro a causa de la claustrofobia. Cuando viajaba en avión, su secretaria advertía a Air France que el escritor deseaba ir de incógnito y que podía ponerse mal de repente, en cualquier momento.
Decía que se metía en su piso como para esconderse en su madriguera. Agregaba que, cuando se encontraba mal, sentía la necesidad de alejarse de todos, quedarse solo, como las fieras. A menudo utilizaba la expresión “animal enfermo”. Y si la idea del suicidio le tentaba, en la práctica lo rechazaba por “indigno”.
Sin embargo, todo esto, como decíamos, se combina con momentos de gran exaltación.
“Todo mi esfuerzo, en todas las situaciones, es para restablecer los contactos. E incluso a pesar de esta tristeza mía, qué deseo de amar y qué embriaguez por momentos ante la sola visión de una colina en el aire de la tarde”.
Y:
“Si pudiera prolongar la alegría que me provoca la pura visión del mar. Antes que nada hacerme dueño de mí mismo. Entregarme al puro momento presente, en donde la nostalgia se transforma en plenitud…”.
“Si pudiera prolongar la alegría que me provoca la pura visión del mar. Antes que nada hacerme dueño de mí mismo. Entregarme al puro momento presente, en donde la nostalgia se transforma en plenitud…”.
Así lo dijo en una línea de El hombre rebelde:
“Nuestro compromiso con el futuro, es dárselo todo al presente”.
Ese intento de cura, de reconciliación, que —como la “pura visión del mar”— se transforma en poesía, en la que todo (Todo) recupera el sentido, incluso el dolor más absurdo.
“Aceptar lo absurdo de todo lo que nos rodea es una experiencia necesaria, pero no debe convertirse en un callejón sin salida. Suscita una rebeldía que puede transformarse en una visión reveladora”.
Esa visión reveladora que sólo consiguen, a pesar del dolor que lleva implícito, los grandes poetas.
Él así lo escribió: “Hay que imaginar a Sísifo feliz”.
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