Hugo Gutiérrez Vega
Recuerdos de Alberti
Rafael fue para mí un hermano mayor, un padre en poesía y un maestro en el difícil arte de vivir de acuerdo con las propias convicciones y procurando siempre no hacer daño a los demás. Comunista hasta el final de sus días, mantuvo un silencio, a mi entender demasiado cauteloso, respecto a los errores, las falsificaciones y los crímenes del estalinismo.
Recién llegó a Roma procedente de Argentina, se instaló en un discreto apartamento en la Vía Monserrato, muy cerca del Palazzo Farnese y al lado de una librería regenteada por unas alegres monjas españolas que saludaban con mucho gusto a su herético paisano. Con María Teresa y Aitana, Rafael formó un equipo notable por su inteligencia y su hospitalidad. María Teresa, en los días del tremendo calor del ferragosto, siempre ofrecía rotundos cuencos de gazpacho andaluz, adornado con los “tropezones” reglamentarios. En otras épocas del año aparecían los vasos de vino caliente y las empanadas criollas que horneaba la afectuosa Aitana.
Rafael se sabía de memoria las Églogas, de Garcilaso; el Cántico Espiritual, de San Juan de la Cruz, las Soledades, de Gongora, muchos sonetos de Quevedo y de Villamediana, las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique y laSuave Patria, de López Velarde, entre otros muchos poemas. Le encantaban los concursos de memoria y se nos iban tardes enteras recordando versos amados.
Fuimos en caravana a Génova para participar en el congreso de escritores organizado por Miguel Ángel Asturias y por el misterioso jesuita Angelo Arpa. Lo presidió Carlos Pellicer y la discreta estrella del aquelarre fue Juan Rulfo. Visitamos en Rapallo a Ezra Pound y cenamos con Eugenio Montale y con el presuntuoso y gran poeta Salvatore Quasimodo. Ungaretti llegó al final y, como no se meneaba la cola con Quasimodo, se sentó calladito en su rincón y, sólo al término de los actos, nos habló un poco de su aventura brasileña y de su idea de la poesía como el testimonio de nuestras vidas.
Regresé a México y, a los pocos años, nos fuimos a vivir a Madrid y me encontré de nuevo con Alberti. Fuimos a Santander a dar un recital y armamos la tremolina ante los ojos censores de un grupo de notarios que organizaban un curso en la Universidad Menéndez Pelayo. Alberti, senador del Reino (su entrada al Senado llevando del brazo a La Pasionaria pasó a la leyenda cívica), todavía despertaba temores y sospechas a los fachos que poco a poco iban perdiendo fuerza.
Pasó sus últimos años en su tierra, el Puerto de Santa María. Lo vi, vestido de marinerito en tierra, presidiendo el desfile del carnaval. A los pocos meses se fue con los ángeles que tanto celebró en sus poemas más entrañables.
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