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Lo recuerdo en nuestro departamento de avenida Cuauhtémoc arrancando del carrito de bebé a mi hija Estela de un año para lanzarla luego hacia el techo y cacharla y volverla a lanzar y a cachar entre las risas de mi esposa y mi desesperación:
—¡Ya párale, la vas a matar!
No pocas tardes José María Pérez Gay anclaba en la casa y charlando como ferrocarril se quedaba hasta la cena. Era un estudiante de Comunicación de la Ibero —cuando algunas carreras se asentaban aún en la calle de Zaragoza de Coyoacán— inquieto como pocos por el ansia de saber, brillante, alegador. No era mi alumno. Cursaba un año por delante de los muchachos de mi grupo, pero participaba en las pláticas durante el coffee-break y luego, junto con su maestro Ramón Zorrilla a quien veneraba, continuábamos cafeteando en el restorán El Altillo donde se encuentra ahora la panadería Santo Domingo. Nos teníamos voluntad.
José María Pérez Gay y Vicente Leñero
Corriendo el tiempo lo encontré en la Zona Rosa y me anunció que se iba becado a la Alemania de la República Federal.
No supe más de él. Hasta 1971 en que fui invitado a la Feria del Libro de Frankfurt y con el remolino de un grupo de escritores latinoamericanos recorrimos ciudades en pisa y corre. Cuando recalamos en Bonn me lo topé durante una recepción solemne.
—Quihubo Chema, qué haces aquí.
Ahora era agregado cultural de la embajada de México y había acumulado conocimientos que me sorprendieron: desde las calamidades del imperio austrohúngaro hasta el idioma alemán que dominaba a la perfección.
De inmediato, al margen de la comitiva, se dedicó a pasearme por Bonn y Colonia. El Rin, la imponente catedral gótica, el museo de Beethoven…
La tarde de un sábado nos escapamos a comer chamorros y a beber tragos en compañía de Manuel Puig, de Olga Costa Viva y de Salvador Garmendia. Ahí nos confesó que estaba harto del servicio diplomático y que ansiaba dedicarse a traducir a célebres y a escribir una novela, dos novelas, tres novelas. Seguía hablando como ferrocarril y de pronto él y yo, activados por los tragos, nos soltamos a cantar los boleros que Puig solicitaba como si fuéramos Los Panchos, hasta terminar con el Agustín Lara de Janitzio: son las redes de plata y un perfume carmesí…
Olga Costa Viva —argentinoalemana— se hartó:
—Los mexicanos son así; apenas se emborrachan se ponen a cantar. Quién los aguanta.
Ahí se acabó el festejo. Se agotaron los tragos y también nuestros bolsillos. Manuel Puig me susurró:
—Oye, tu amigo no puso un marco. No se vale.
Cuando Chema Pérez Gay nos dejó en el hotel, me detuvo al pie de la escalera:
—Ando sin un clavo —me dijo—, préstame cien marcos.
No era demasiado dinero: como cuatrocientos pesos de los pesos del 71, aunque para un viajero ocasional, que aún no compraba regalitos para la familia, representaba un desbalance incómodo en las últimas etapas del viaje. Se lo dije.
—Es fin de semana —me respondió—. Me pagan el lunes en la embajada.
—El lunes nos vamos de Bonn, antes del mediodía.
—El lunes te los traigo tempranito al hotel.
—No me falles, Chema.
—Tú no te apures.
Dejé de ver y de conversar con José María Pérez Gay durante siglos. No de leer sus libros voluminosos y de admirar lo que hacía: sus conferencias, su paso por el Canal 22, su activismo político.
Como en Bonn, cuarenta años después, lo vi cruzar una calle en Guadalajara.
—Quihubo, Chema.
Nos apapachamos. Llevaba prisa. Juramos vernos en México.
Le dije:
—Me debes cien marcos, ¿te acuerdas?
Se acordaba. Sonrió.
—Te los pago en México con unos tragos por delante —prometió, pero ya no le dio tiempo.
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