Enriqueta Ochoa (Torreón, 1928)
Los himnos del ciego
I
El que canta es un ciego con los ojos de faro y los labios de raíz oscura. El que canta es un ciego que se quemó de ver y nunca percibió dentro de su cuerpo justo ni con su luz exacta el mundo de las cosas. Sin embargo, es el ciego maldito que ve con los ojos de todos los que ven.
II
Sobre la más alta roca del amor he llorado esta noche, porque soy, porque los hombres somos aherrojado flautín, mirada ciega, potencia de una luz encanecida que podría cantar, contar, hilar la trama de los siglos. Porque los hombres somos la gran mirada que dejó oculta el Señor, grávida como el embrión. Hay que saber crecer calladamente. Pero revientan ya los brotes. Hay un rumor secreto de azúcar fermentando, una dilatación, un vencimiento, un estallido de todas las suturas del espacio. Échanos a tu hoguera en la revuelta de esta hora sombría: la yesca de nuestros labios arderá, y acaso alguna chispa salte como astro alumbrando la noche.
Asaltos a la memoria
III
A la bisabuela le peinaban las trenzas con los dedos. Vivió 110 años. Lúcida, su cuerpo fue achicándose. Nunca desmereció la mata de su pelo inmaculado que crecía en abundancia colgando en largas trenzas. Una mañana rechazó la bandeja de panecillos y el chocolate espumoso. Pequeñita, se ovilló en el silencio “La virgen me envolvió en un vapor azul, me trajo el desayuno”, dijo antes de bajar a esconderse en los íntimos pliegues de la tierra.
Este ir y venir
¿Para qué este ir y venir? Quién sabe en qué rincón se encontrará la aurora y qué idiota o qué santo nos vaciará un día equis la cabeza. Y el sueño de un buen Dios Y la tiniebla se borrarán de golpe el entrar a ese ojo que nos acecha fijo y al que nos vamos todos a la señal de un tiempo. |
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