La estrategia confesional en la poesía de Enriqueta Ochoa
Samuel Gordon
María Enriqueta Ochoa Benavides nació el 2 de mayo de 1928 en Torreón, Coahuila; hija de Macedonio Rodríguez Ochoa originario de Guadalajara, Jalisco y de Cesárea Benavides Montemayor oriunda de Monterrey, Nuevo León.
Su infancia transcurrió en Torreón, donde realizó los estudios de primaria en la escuela “Benito Juárez”, la secundaria en la “Venustiano Carranza” y terminó la carrera de contabilidad en el “Colegio Elliot”. Muy joven aún viajó por Francia, Marruecos y España. Recordemos también que desde que se dio a conocer como poeta —el 31 de octubre de 1950, con un libro escrito en 1947—, la obra de Enriqueta Ochoa tuvo, en su ciudad natal, al igual que en el resto del panorama literario nacional, una recepción inicial entre indiferente y adversa. A los veintidós años de edad, cuando publicó en las Ediciones Papel de Poesía del —hoy algo olvidado— pulcro impresor tlaxcalteca Miguel Nicolás Lira, el poemario Las urgencias de un Diosdonde su maestro y preceptor Rafael del Río la presentaba ligada a una prosapia poética —“estrecho parentesco” lo denomina— que incluía a Elizabeth Barret Browning y Emily Dickinson “y otras poetisas de la familia patética de las desgarradas”. Parece que su preceptor fue también quien la introdujo a la lectura de Rilke, Milosz, Saint-John Perse, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Proust y Pessoa entre otros, quienes habrían de influir singularmente en su obra. Entre los mexicanos, Enriqueta siempre ha reconocido las lecciones de Gorostiza, Paz y Urquiza. Sabía, como todos los poetas, visionaria y anticipadamente, cómo habrían de reaccionar en su ciudad con esta publicación, y así lo escribió: ¡Vaya! ¡Lo que son las cosas! Bien hicieron entonces los mercaderes del púlpito, de su ciudad natal, en fustigar y perseguir el libro a su aparición puesto que, la percepción de lo sagrado, por parte de una inofensiva e inerme joven de veintidós años, dejaba fuera de lugar y lejos de toda urgencia, a las liturgias vanas y a los intermediarios inútiles y, por añadidura, hostiles. Antes de partir a España escribió, a los veintitrés años, Los himnos del ciego y Las vírgenes terrestres, pero el escándalo desatado en Torreón por Las urgencias de un Dios pospuso su decisión de publicarlos. Rodeada por el grupo que más poetas conversacionales ha dado a la literatura mexicana —Bonifaz, Castellanos y Sabines, entre los más notables—, Enriqueta Ochoa parece inclasificable entre sus coetáneos. Fueron los poetas nacidos en esa década de los años veinte, sobre todo Jesús Arellano, Rubén Bonifaz Nuño, Rosario Castellanos, Dolores Castro, Manuel Durán, Jaime García Terrés, Enrique González Rojo, Miguel Guardia, Jorge Hernández Campos, Eduardo Lizalde, Jaime Sabines y Tomás Segovia quienes, desde las páginas de la revistaMetáfora(1955-1957), capitaneada por “Chucho" Arellano introdujeron al poema hablado, lo que comenzó por incorporar, y acabó por conquistar, el “habla común” para la poesía. Véase, a propósito, el poema de Enriqueta Ochoa titulado “Carta a Jesús Arellano”. Excluida sistemáticamente de casi todas esas dudosas formas de acreditación literaria que han sido las antologías de poesía mexicana que, a lo largo del siglo XX, no han pasado de vulgares ejercicios de promoción grupal o de simple dictadura cultural, apenas ha sido recogida en las compilaciones de Jesús Arellano, Jorge Boccanera, Antonio Castro Leal, Brianda Domecq, Evodio Escalante, Carlos González Salas, Enrique Jaramillo Levi, Simón Latino, Julian Palley, Héctor Valdés y Agustín Velázquez Chávez, algunas de ellas de escasísima circulación en México. Su obra incluye los siguientes libros: Las urgencias de un Dios(1950); Los himnos del ciego (1968) —A propósito de la ceguera, Enriqueta Ochoa siempre ha considerado al ciego como la muerte emblemática de la especie humana—; Las vírgenes terrestres(1972); Cartas para el hermano (1973); Retorno de Electra con ediciones de 1978 y 1986, que publicó en 1975 en La palabra y el hombre; Canción de Moisés (1984); Bajo el oro pequeño de los trigos,también con dos apariciones, la primera en 1984 y, la segunda en 1997y, su más reciente entrega, Aquellos días delirantes en 1998. Dieciocho años después de Las urgencias de un Dios (1950),publicó con las ediciones de la revista El Caracol Marino de Xalapa, Los himnos del ciego (1968), escritos entre fines de los años 50 y principios de los 60, parte de los cuales —cantos I, II, III y IV—dio a conocer en el Anuario de poesía mexicana del INBA en 1962; Las vírgenes terrestres (1972), trabajado durante su estancia en San Luis Potosí, se publicó por primera vez en la revista Parva en 1967 y, dos años después, fue reeditado en una plaqueta, por la misma revista, junto a “Rabat”, “El Ramadán” “La noche del destino” y “El Corán”; Cartas para el hermano (1973), Retorno de Electra (1978 y 1986), poema que publicó por vez primera en 1975 en La Palabra y el Hombre, revista de la Universidad Veracruzana; Canción de Moisésen la colección Luna Hiena de las Ediciones Papel de Envolver de la Universidad Veracruzana (1984), Bajo el oro pequeño de los trigos(1984 y 1997)y su más reciente entrega Aquellos días delirantes en 1998; algunos con numerosas variantes tanto de títulos como en los textos de los propios poemas. Ya desde sus poemas iniciales la estrategia en primera personaconfería un tono de franqueza, sinceridad y autenticidad a su decir, tres elementos que mayor poder otorgan a este tipo de poesía: ¡Cuánto girón de cielo prometido Si atendemos al orden de publicación de su producción más temprana podemos afirmar, que desde un principio, Enriqueta escogió su estrategia del decir poético en primera persona del singular. Mientras recorro rápidamente su obra en este breve atisbo, quiero referirme a algunas de las singularidades que mejor la distinguen del marco de la poesía mexicana de su entorno. Por una parte, su empleo de usos y tonos coloquiales que caracterizan a lo conversacional de donde parece provenir y, por otra, un viaje esencial y permanente en busca de lo sagrado que tiende a alejarla de sus pares y que confluyen, ambos, en una propuesta diferente tanto por las aportaciones conversacionales como por las religiosas: su práctica de la poesía que prefiero denominarconfesional. Aunque vaga e indeterminada, la categoría “confesional” —introducida al universo crítico reciente por diversas propuestas, sobre todo, angloamericanas— agrupa aquel tipo de obras literarias de carácter muy personal y subjetivo, que bien pudiéramos denominar autobiográficas, y se refieren a convicciones personales, así como a vivencias registradas en la más profunda interioridad. Quizá por ello, alguna vez, la crítica en nuestra lengua se refirió a determinados sesgos de la misma como “poesía intimista”. Ciertos antecedentes, que aunque guardan diferencias apreciables entre sí, servirán para ejemplificar lo que la taxonomía crítica entiende por confesionales: desde las ineludibles y ya citadasConfesiones de San Agustín y las de Rousseau, hasta las legadas por De Quincey, Hogg, Musset e incluso las de Chateaubriand; y, en México, las del celebérrimo obispo Juan de Palafox y Mendoza, todas ellas han sido catalogadas en este apartado y sus concomitancias. En nuestra tradición literaria solemos ubicar el inicio de este tipo de escritura entre los años 397 y 401 de nuestra era, con los trece volúmenes de las Confesiones de san Agustín que relatan su tránsito y conversión del paganismo al maniqueísmo y, finalmente, a la cristiandad. Insisto pues, siguiendo esta vertiente, en la denominación “confesional” —que ha cobrado gran impulso en el lenguaje crítico, sobre todo, a partir de la publicación del poemario introspectivo Life Studies del bostoniano Robert Lowell en 1959— para tipificar la poesía de Enriqueta Ochoa a la vista del peso que guarda la vertiente autobiográfica en la mayor parte de su escritura. Vuelvo a insistir, su obra podría catalogarse, en contra de lo que todas las corrientes formales y estructuralistas estarían dispuestas a aceptar, como una autobiografía poética, puesto que acompaña a casi todos los avatares de su trayectoria vital. Sus amores y temores, las personas y lugares entre los que ha transcurrido su existencia, sus arraigos y desarraigos, sus viajes, su soledad profunda. La perspectiva central de este tipo de propuestas se apoya, precisamente, en el yo y, difícilmente, se hallarán poemas suyos que eludan el uso de la primera persona, a la vez, confesional y biográfica. El poema emblemático que da nombre a su libro más conocidoRetorno de Electra, constituye una de las más importantes elegías de la poesía mexicana. Dedicado a recordar la muerte de su padre, se inserta en la larga cadena cuyo primer eslabón en castellano se halla en Manrique y sus “Coplas” hacia fines de 1476 y cuyo paralelo más próximo en la poesía mexicana se debe a Jaime Sabines con Algo sobre la muerte del mayor Sabines; fue escrito después de cuatro intensas sesiones de psicoanálisis, al cabo de las cuales, las correcciones que juzgó necesarias resultaron mínimas. Transcurrieron trece años entre la muerte de su padre y la publicación de su elegía. Sobre ese doloroso proceso de escritura Enriqueta ha dicho, al momento de terminarlo que, por fin, sepultaba a su padre. Cuando en 1978 apareció Retorno de Electra manuscribió el siguiente texto para la tercera de forros: Para mí la poesía es el hallazgo de lo insólito en lo cotidiano. Después que se ha descendido a las zonas más profundas del ser, más allá de la travesía del subconsciente, en donde lo sublime y lo terrible se dan la mano, la palabra nombra la esencia y existencia del hombre […] La poesía como labor es ardua y en ella es fácil perderse, desmoronarse en pequeños fuegos artificiales. Yo quiero ir más allá, decir lo entrañablemente mío… (Ed. Diógenes 1978). Esta búsqueda del material poético en sus propias entrañas, en recuerdos que son convocados con una gran sensación de inmediatez, esta certeza de que la vivencia es lo único que enriquece a la poesía, “la vida es la fuente más rica”, como suele afirmar nuestra autora; constituye, sin duda, su singular inscripción en lo confesional. El confesionalismo explora, en profundidad, las experiencias de vida de un autor y su incorporación y aprovechamiento literarios. En el terreno narrativo —en que aparece utilizado de manera más flexible y no pocas veces equívoco— sugiere una construcción ficcional, de carácter autobiográfico, por lo general, concebida y escrita en primera persona, denotador clave y referente objetivo, como hemos venido insistiendo, para este tipo de escritura. En su aplicación a la poesía, la propiedad del término suele ser discutida puesto que, en la mayoría de los casos el “hablante poético” o la “voz poética” tratan de ser, de suyo, confesionales; aunque varíe la gradación de esta estrategia por cuanto el poeta se autorrevela en estas nuevas aportaciones de una forma más analítica, auténtica y, usualmente, hasta más detallada. La develación de las más dolorosas verdades sobre sí mismos, que, paradojalmente, ponen de manifiesto al mismo tiempo, un profundo grado de inocencia, caracteriza los temas y tratamientos que practican estos poetas con su materia verbal. Es ese desgarrador sufrimiento interior desencadenado a partir de una voz poética lo que ocupa el centro de la propuesta confesional. Cabe destacar que esta práctica —la cual se ha difundido y vuelto más visible, sobre todo, a partir de los años sesenta— difiere sensiblemente de los anteriores experimentos románticos y posrománticos, que apuntaban hacia la misma dirección, por el tipo de elementos utilizados para evidenciar los detalles del acontecer interior del poeta y, sobre todo, por las técnicas de alteración tonal que tanto contribuyen a asimilarla a la llamada poesía conversacional. Al promediar esa década el “poema hablado”, inscrito en la línea de lo que se dio en llamar entonces “realismo coloquial” y que llegaría a conocerse después con su actual denominación de poesía conversacional, se extendió rápidamente por diversos territorios poéticos y lingüísticos pasando a ocupar un lugar visible en el quehacer de la mayoría de las letras de Occidente: en España Jaime Gil de Biedma, en los Estados Unidos Allen Ginsberg, Sylvia Plath, Anne Sexton, John Berryman y, sobre todo, Charles Simic; en Francia con Jacques Prévert y, en Italia, con Mario Luzi (aunque la terminología crítica italiana percibe y clasifica a Luzi entre los poetas “herméticos”). Pero ¿cómo ha logrado Enriqueta Ochoa conjuntar el aire conversacional de su poesía con el manejo de lo sagrado y su proyección? Aunque ya muchos pensadores se han ocupado de indagar los nexos que entrecruzan filosofía y poesía como formas sublimes del uso de la palabra; la relación entre la poesía y lo sagrado ha sido bastante menos estudiada. Se suele atribuir al romanticismo el haber develado algunas de sus interrelaciones. Ya Novalis sostenía que el sentido poético se halla estrechamente emparentado con los espacios proféticos y sagrados, junto a otras esferas de videncia. La antigua denominación castellana de vate por poeta, en el sentido de vaticinador —hoy en franco desuso— no es sino, una comprobación lingüístico-etimológica —es decir, histórica— de este aserto. Lo sagrado es, siempre, suprarreligioso, dado que implica, más que alguna liturgia particular, una relación venerable, de carácter general, con la divinidad. Palabra, en lo poético, que por su uso y destino, suele convocar el mayor respeto. Puesto que la idea central de casi todas las cosmogonías implica a la creación como sacrificio de lo que se estima, la poesía de Enriqueta Ochoa, en consonancia, revela las formas profundas del sufrimiento como sacrificiales. Con ello, la palabra poética, evidencia la obtención de una energía espiritual, proporcional a la importancia de lo perdido. Sabemos que, la presencia de lo confesional en Ochoa, se revela mediante el uso y la presencia protagónica de esa voz de la primera persona. Si sometemos cualesquiera de sus versos a operaciones de sustitución —tanto de persona, como de las conjugaciones verbales concordantes—, el tono y las dimensiones de la referencialidad externa cambian notablemente. El aire de intimidad inmediata —y el consiguiente tono menor— en que se sitúa la lectura ante la presencia de esa primera persona enmascarada en la voz poética, se contradice con la súbita irrupción de códigos grandilocuentes y sublimes cuando el poemase desliza hacia zonas sagradas. Sin embargo, la forma en que Enriqueta Ochoa los conjunta, les confiere, precisamente, a partir de esos códigos contradictorios, el tono confesional que busca lograr. La irrupción de lo divino o lo sagrado se entremezcla, a partir de una asimetría notable, con códigos claramente contradictorios que alteran, súbitamente, el tono precedente o subsecuente, atenuándolo hasta, incluso, neutralizarlo. Pero, lo importante, más allá de los recursos técnicos empleados, es leer a Enriqueta Ochoa que, como los grandes poetas, nos dice a cada quien, en voz de todos, la palabra verdadera. Leer poemas de Enriqueta Ochoa... Leer un poema de Juan Carlos Quiroz a Enriqueta Ochoa... |
jueves, 5 de diciembre de 2013
LA ESTRATEGIA CONFESIONAL EN LA POESÍA DE ENRIQUETA OCHOA, Samuel Gordon
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