Día de feria
Carlos Martín Briceño
Cuando sales del cine, el sol te pega de lleno en los ojos saturados por tres horas de matiné. Después de todo valió la pena, piensas mientras palpas en los bolsillos de tus pantalones cortos lo que resta del dinero que tomaste de la cartera de tu papá. La tarde de domingo es tuya: habrás de gozarla plena.
Con sólo cruzar la calle te encuentras inmerso en la feria; ríes e imaginas la cara que pondría tu mamá al verte comprar ese enorme algodón de azúcar antes del almuerzo. Se te antoja subirte a la rueda de la fortuna, pero no te atreves porque no sabes con quién podría tocarte. En la fila, una pareja en pantalones de mezclilla, tres niñas vestidas de encajes y un grupo de adolescentes –gringos, supones por su apariencia– que, como tú, cargan esa golosina que tanto disfrutas. Terminas justo detrás de los extranjeros, jugando a entender lo que dicen. Conforme avanzan, empiezas a angustiarte: mejor me voy, no vaya a ser que a mamá se le ocurra buscarme al salir de la iglesia y me grite ¡Rodolfo, te he dicho mil veces que no te subas a eso sin mí! ¿Qué haces comiendo esa cosa? ¿De dónde sacaste el dinero? Estás tan preocupado porque nadie te vea, que más de una vez te preguntan si vas a subir. Eres el último y, al parecer, al rubio instalado en el asiento de la canasta no le molesta tu compañía; al contrario, está sonriendo con esa boca llena de alambres. Pagas y ocupas el lado derecho; tímido, observas: ha de ser mayor que tú, le calculas quince años a lo sumo. Ahora comienzan a elevarse. Con avidez devoras lo poco que queda del algodón antes que se lo lleve el viento. Entonces suspiras: al fin, ante ti, la ciudad. Te encanta distinguir las construcciones más altas: la iglesia del Niño de Atocha, el viejo hotel central y aquel edificio inconcluso que todos llaman el “Elefante Blanco”. Te sientes tan bien allá arriba que casi no te fijas cuando tu compañero extiende la mano derecha balbuceando mi nombre es Paul. Nunca has sido bueno para eso de la plática con extraños y te alivia notar que apenas habla español. Devuelves el saludo con el mío es Rodolfo; tampoco se trata de parecer pesado. Después de un rato, no te reconoces venciendo esa timidez, platicando mil cosas, fingiendo entender sólo porque te cayó bien. El aire revuelve el pelo amarillo de Paul y te arrepientes de la poca atención que pusiste en tus clases de inglés. A la séptima vuelta, te lo sabes perfectamente, la rueda se detiene. ¿Por qué siempre ha de ser tan corto? Lo mismo, imaginas, deben sentir el gringo y sus amigos puesto que, canasta a canasta, desde las alturas, indican con señas vamos a quedarnos de nuevo. Él ni te pregunta y, cuando supone que vas a bajar, palmea tu hombro, te dice ¿otra vez? y paga al muchacho moreno que pregunta ¿ustedes también se quedan? Qué suerte, piensas, toparte con Paul. Y allí vas de nuevo; estarías, si pudieras, la tarde entera en la rueda. De pronto, él saca de entre su ropa una revista. Se acerca más a ti, la coloca sobre tus piernas; el viento te obliga a sujetarla, la abres con curiosidad. A tus doce años nunca antes habías visto algo así; tu corazón late ahora con más fuerza, los giros del juego mecánico se han acelerado, Paul ríe a carcajadas mientras señala aquella cosa inmensa, sucia; sus dedos enormes tocan caras, bocas, miembros; la velocidad te marea, pasas con rapidez las páginas, tu mente acumula esas imágenes que recordarás muchas noches, pero sobre todo retiene a Paul, porque él, aquí arriba, está guiando tu mano hacia su entrepierna. Y apenas van por la segunda vuelta.
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