miércoles, 18 de diciembre de 2013

POESÍA Y EDUCACIÓN: ALGO HUELE A PODRIDO EN LA ENSEÑANZA, José Ángel Leyva

Poesía y educación: algo huele
a podrido en la enseñanza
José Ángel Leyva

La poesía insiste una y otra vez sobre la desdichada condición humana, en su sentido erróneo y su existencia efímera. La educación se consolida como un sistema operativo, utilitario, pragmático, forjador del “éxito” y el consumo. Como dice Shakespeare en Hamlet: “Algo huele a podrido en Dinamarca.”

“Para que guste la poesía hay que cambiar el sistema educativo”, rezaba el encabezado del diario La Jornada, del 1 de agosto de 2013. Palabras del investigador de El Colegio de México Anthony Stanton. La sentencia pesa más en un país donde se expulsó a la filosofía del programa educativo del nivel secundario y los filósofos se movilizaron para recuperar su sitio; al menos eso afirma el filósofo Gabriel Vargas. Una paradoja si se evoca la exclusión de los poetas de la República ideal de Platón. André Gide expone el tema en su novela Los inmoralistas: “¿Sabe usted por qué ya no se lee poesía ni filosofía?”, pregunta un personaje a otro. Ante la ignorancia de la respuesta, continúa: “Porque la filosofía abandonó a la poesía como recurso estético y sensible de su lenguaje y la poesía a su vez desechó la reflexión y la experiencia como parte de su discurso; pero a la vez ambas dejaron de lado la vida, la vida concebida en algún momento de la antigüedad como una obra de arte, como un todo integral.”

En México podemos constatar que no se educa para formar ciudadanos conscientes de la existencia y de las necesidades de los otros, del otro, sino bajo la idea de la educación para triunfar, para poseer y para imponerse sobre los demás. ¿Cómo puede hablarse de democracia en un país con una población elevadamente ágrafa y analfabeta? ¿Se trata entonces de una democracia analfabeta?

La educación en o por competencias, como respuesta a la era de la información, parece responder más al sentido de la industria y el mercado, más a la eficiencia laboral, que a lo que anota Noam Chomsky como capacidad lingüística para interpretar y activar la realidad del sujeto, sus posibilidades comunicativas, sus capacidades y competencias. Lo cultural, por tanto, queda minimizado ante la importancia del individuo como parte de un sistema productivo y de consumo. Así, la lectura como ejercicio crítico, como herramienta de transformación, de albedrío, es ignorada.

La literatura no sólo no conserva su lugar como motor lingüístico de la enseñanza, tampoco como base del humanismo y de una sociedad imaginativa y crítica. En los niveles más bajos queda la filosofía, pero más abajo aún la poesía, al ser considerada como impráctica, difícil de comprensión e inútil para la vida laboral y profesional, para lo técnico y lo cotidiano. En su Método fácil y rápido para ser poeta, Jaime Jaramillo Escobar arremete contra los vates que suelen destacar el carácter improductivo y la inutilidad de la poesía. Flaco favor le hacemos a la poesía si enarbolamos tal pensamiento, si no aclaramos que lo es con respecto al mercado, que es inmensamente útil y necesaria para desarrollar las capacidades humanas, para aprender y aprehender la historia emocional, para reconocernos en el lenguaje, para construirnos en el lenguaje.

Nuestras comunidades indígenas comienzan apenas a reivindicar sus lenguas originarias, a ejercerlas en la escritura y a dar muestras de su fortaleza en la poesía. No como expresiones exóticas dentro de un mundo en el que se habla y se comunica en español, donde domina lo español, sino como auténticas obras que proponen poéticas diversas y atractivas. En América Latina domina lo español porque así resulta desde la perspectiva del mercado editorial. Las grandes empresas ibéricas mantienen un dominio casi absoluto en nuestras naciones americanas, pero cierran sus puertas a las editoriales latinoamericanas y, por consiguiente, a los traductores de estos países. Para la industria editorial ibérica sólo es válida el habla de su país. Con un mercado tan grande, la poesía podría dejar algunos dividendos a los poetas y mejorar la capacidad lectora de nuestros ciudadanos en América Latina.

La educación se concibe aún dentro de esa lógica de las dos culturas que Charles Percy Snow describió ya hace tanto tiempo: la cultura de las humanidades y la cultura de la ciencia y la tecnología. Un divorcio que privilegia la utilización del conocimiento como instrumento de dominio y de enajenación, pero no como herramienta de sabiduría, de imaginación, de búsqueda, de preguntas.

Hace algunos años, en una conversación con el entonces rector de la Universidad Intercontinental, el teólogo Sergio César Espinosa comentaba que el propósito de toda universidad debería ser formar buenos ciudadanos antes que profesionistas exitosos. Insistía en que la mayoría de las instituciones educativas, privadas y públicas, enarbolaban el éxito profesional como bandera. Pero, se preguntaba el rector, ¿para qué muchachos que sólo sean capaces desde el punto de vista técnico, diestros para acumular riquezas, si carecen de ética y de principios ciudadanos? ¿Para qué una riqueza, pocas veces bien habida, si para disfrutarla hay que vivir blindados, escoltados, perseguidos por el miedo?
La poesía, como la filosofía, le dan a nuestras comunidades la capacidad de reflexionar, de preguntar, de ver aquello que no ven, de descubrir otras dimensiones del tiempo, de reconocerse en los otros, de entender la libertad y el valor de la palabra. Es improbable que los sistemas educativos cambien para acoger a la poesía y a la filosofía como vías de lectura, como potencias intelectuales y estéticas. Esa labor, por fortuna, la hacen los propios poetas haciéndose escuchar en festivales, ferias del libro, recitales, presentaciones. Allí está la poesía a las puertas de los colegios, de las universidades, de los hogares, en las calles, sin explicar su presencia, su utilidad práctica, sólo allí, con la pregunta a flor de labios: ¿para qué poetas?

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