José Luis
Cuevas (1984)
A Vicente Rojo
lo conocí en 1956. Fue en el pequeño cuarto que el periódico Novedades
destinaba a los que hacían el mejor suplemento cultural de América Latina:
México en la Cultura.
Recuerdo en detalle el encuentro: Vicente
Rojo, con los brazos ligeramente levantados reflexionaba sobre una hoja de
cartón. Formaba una página. Esperaba que le dictara su espíritu dónde debía ir
tal o cual imagen. Sus dedos se agitaban nerviosamente como si fueran alas y se
dispusieran a iniciar el vuelo.
El rostro, situado a pocos centímetros de
la página, me hizo imaginar unos ojos inteligentes que giraban hacia diversos
puntos, moviendo mentalmente las imágenes. De pronto, las manos descendieron y,
en hábil movimiento, las colocaron en lugar exacto. Vicente Rojo levantó la cara
y me miró. Me sentí una de esas figuras o letras que Vicente movía como en un
juego de ajedrez y pensé que avanzaría hacia mí para colocarme en el sitio donde
la composición no se alterara. Como obedeciendo una orden que exige el orden, me
moví de la puerta y avancé hacia el escritorio donde estaba el director Fernando
Benítez. Vicente Rojo ocupaba el lugar de director artístico del suplemento que
Miguel Prieto, al morir, había dejado vacante. Como Prieto, su maestro, Vicente
era también pintor.
En 1958 presentó su primera exposición
individual titulada Guerra y Paz, en la Galería Proteo. Ahí conocí su
pintura y mi entusiasmo se encendió frente a un arte neofigurativo que me hizo
evocar la estatuaria catalana que había yo conocido en el Museo Marés de
Barcelona. Todavía me emociona esa época expresionista de Rojo, cuando la
descubro en casa de algún amigo de entonces. En 1959, Rojo encuentra su camino y
su serie Los presagios lo revelan como el más brillante pintor de mi
generación.
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