Enrique Héctor González
I
Se dice que el siglo pasado realmente comenzó con la gran guerra de 1914. Y, en efecto, llama la atención que, tanto en México como en el resto del mundo, el azar haya ensartado en ese año el nacimiento de una generosa cantidad (que no generación) de autores que resultarán fundamentales a lo largo del siglo. Este 2014 cumplirían un siglo de vida, pero sólo uno de ellos, el poeta chileno Nicanor Parra, ha alcanzado la centuria con el corazón en funcionamiento.
En lengua alemana, el novelista y testigo de su tiempo Gregor von Rezzori, nacido en la Austria imperial, lo mismo que el psicoanalista Igor Caruso (autor de un libro leído a manera de manual por los divorciados del pasado siglo, La separación de los amantes), así como el gran humorista Arno Schmidt, cuya desternillante novela La república de los sabios merece un mejor lugar en nuestros libreros, nacieron hace cien años. Cercano geográficamente a ellos, el autor de los Trenes rigurosamente vigilados, el narrador checo Bohumir Hrabal (1914-1997), se convierte, casi sólo con esa obra, en novelista esencial de la literatura centroeuropea de la segunda mitad del siglo XX, a la altura de sus compatriotas Milan Kundera y Josef Skvorecky.
Nacido igualmente en 1914, Weldon Kees, poeta estadunidense de la generación de Elizabeth Bishop, John Berryman y Robert Lowell, pero acaso menos leído que los otros tres porque murió apenas cumplidos los cuarenta años, es autor de The Last Man, libro que aun en la traducción conserva un sugerente acervo de imágenes en crudo. El mismo Berryman nació también este año de marras y su obra, como si el medio siglo estadunidense, en cierto modo, cohesionara visiones fatalistas en una poesía que deviene casi prosa cortada a hachazos, es poco menos que luz gangrenada.
Suficientemente célebres son otros escritores nacidos hace un siglo y a los que se ha rendido mención u homenaje, en diversos medios, a lo largo de los meses que lleva el año; por ejemplo, William Burroughs, el beat sin grupo y una “inconciencia” de la literatura moderna, lo que equivale a decir: pura lucidez alcanzada desde la heterodoxia y la marginalidad, y la novelista Marguerite Duras, cuya deliciosa prosa poética sobrevive a (o es consecuente con) sus inicios en el nouveau roman. Tal vez menos traducidos pero igualmente espléndidos son otros autores centenarios como Dylan Thomas, el poeta de Swansea, Gales, muerto tempranamente (1953) y recuperado en su seudónimo nada menos que por Bob Dylan (“después de la muerte primera ya no hay otra”, escribió Thomas); Mario Luzi, gran poeta italiano –“en lo hondo de mi tumulto, imperceptible”–, y el narrador estadunidense Bernard Malamud, menos conocido quizá que otros novelistas judíos de su país como Saul Bellow, Bashevis Singer o Philip Roth, aunque su obra se ha llevado al cine varias veces y es de una intensidad propiamente secular.
II
Pero como nacer y morir son platillos complementarios en el ameno menú de la existencia, 1914 no nada más parió autores de inestimable estirpe sino también permitió que la hilandera mayor se llevara en su madeja majadera a ciertos célebres escritores de alta escuela, algunos, naturalmente, en el frente de batalla. Es el caso de Charles Péguy, filósofo “cristiano sin Iglesia” que, junto con Maritain y Paul Claudel, representan una vinculación típicamente francesa entre catolicismo y pensamiento crítico. Por idénticas razones (¡y cuántos escritores, en grandes guerras o batallas perdidas, no han perecido en aras de una causa de escasa correspondencia con su inutilidad para las armas!), Alain-Fournier muere en 1914 en Verdún, dejando a la posteridad una novela, El gran Meaulnes, obra de iniciación acaso más famosa que plenamente lograda y que ha alcanzado versiones fílmicas y hasta musicales.
El narrador y Premio Nobel alemán Paul Heyse murió también hace cien años, pero de muerte natural y luego de haber escrito tan vasta obra como parca fue la del poeta vanguardista austríaco George Trakl (1887-1914), quien si no murió propiamente en alguna escaramuza sí luego de un segundo intento de suicidio atribuible a la depresión de atender, sin mayores medios para hacerlo, un improvisado sanatorio instalado en las trincheras, seguramente advirtiendo, según lo escribe en “Duelo humano”, cómo “el semblante del que ha muerto se reanima en la ventana”. Otra poeta menos expresionista que intimista, la uruguaya Delmira Agustini, murió también hace una centuria; siete años antes había publicado El libro blanco, donde a pesar de su erotismo descorazonado alienta poemas en que la urgencia amorosa se resuelve en turgencia casi vegetal de los sentidos.
Dos escritores estadunidenses, finalmente, cierran este apresurado obituario cumplido hace un siglo: el filósofo Charles Sanders Peirce y el cuentista Ambrose Bierce. Entre ambos la única evidente afinidad es la rima de sus apellidos, pues ni siquiera es seguro que hayan muerto el mismo año: al cáncer puntual que terminó con el creador de la semiótica moderna, en abril de 1914, mal corresponde una de las desapariciones más enigmáticas del siglo anterior (Fuentes y Lovecraft la han novelado), la de Bierce, quien se internó a fines de 1913 en nuestro país para enfrentar o fraternizar con Pancho Villa, y cuya muerte hay que conjeturar hacia enero del año siguiente. Su obra, según ocurre con los grandes amargados –hay quien lo llamaba bitter Bierce–, debe ser leída en clave humorística, como en buena medida la de Kafka, la de Quevedo, Borges o Cioran, ya que es siempre motivo simultáneo de pasmo y regocijo, de la difícil amalgama entre la vana crueldad y la tierna credulidad:to sense or not to sense, that is the humour, como él mismo escribió.
III
Cualquier instante es bueno o desastroso para nacer o disfuncionar, pero hace cien años ocurrieron, por lo menos, otros nueve nacimientos que los lectores en lengua española no tenemos sino que aplaudir, dado que no siempre puede localizarse tan precisamente el punto de partida de obras cuyo vigor el tiempo se ha encargado de acendrar. Por lo menos resulta redundante referir, a estas alturas, que en marzo y en junio se cumplieron los centenarios de Octavio Paz y Efraín Huerta, respectivamente, dos poetas esenciales del siglo pasado en nuestro país y cuya amistad de juventud puede leerse ahora como la reunión cordial de dos ejemplos de ejecución poética e intelectual de alto calado.
En agosto, septiembre y noviembre de hace un siglo nacieron asimismo tres de los narradores más originales de Hispanoamérica: los argentinos Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares, y el mexicano José Revueltas, cada uno –como diría Borges de Quevedo– una literatura en sí mismo, novelistas espléndidos y no menos memorables cuentistas, como estupenda narradora en corto fue también Armonía Somers (1914-1994), escritora uruguaya de la talla de otras que, como su paisana Cristina Peri Rossi, la chilena María Luisa Bombal y las dos Luisas argentinas (madre e hija, la Levinson y la Valenzuela), concibieron desde el Cono Sur del continente una obra de largo alcance y peculiar originalidad.
Son de infaltable recordación, por si 1914 no hubiera sido pródigo en nacimientos ilustres, tres poetas de nuestra lengua que representan a su generación de manera insoslayable. En primer lugar, el español Miguel Hernández, voz de la Guerra civil y de la muerte siempre perspicua que lo segó dos años antes de que llegara a los treinta, como dos después de esa edad lo hizo con Joaquín Pasos, el poeta nicaragüense más prometedor de la generosa vanguardia de ese país, junto con José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra, en una nación que, luego de Darío, no se ha cansado de aportar registros líricos de toda índole. Casi por último, este septiembre es el mes en que Nicanor Parra, el poeta vivo más agudo e incómodo de nuestra lengua, ya histórico y aún vigente, cumple sus cien años, genuino como una canoa que no ha de llegar a puerto sino de llagar el mar a golpes de ocurrencia, altanero como una plaza despótica o la luna en octubre.
IV
2014, para concluir, es año que amenaza de muerte, como si se cobrara de tal manera lo que hace un siglo la vida tan generosamente prodigó. Se dirá que todo el tiempo y en todos lados ocurren decesos lamentables, pero basta recorrer los meses que llevamos desde enero para advertir que el centenario de nacimientos tan insignes como los distinguidos en los párrafos precedentes, se ha resarcido de la deuda de forma igualmente desprendida, sobre todo en la primera mitad del año.
Este 2014 hemos lamentado la muerte del crítico Emmanuel Carballo, junto con Huberto Batis uno de los más influyentes animadores, editores y críticos literarios del siglo pasado en nuestro país; la de Federico Campbell, narrador y periodista de estilo preciso y sorprendente originalidad; la del filósofo Luis Villoro, que hizo de la política una reflexión vital y de la vida cotidiana un altísimo ejemplo de pensamiento solidario. Asimismo, el poeta nayarita de alma tapatía Ernesto Flores murió en marzo pasado.
Dos escritores españoles de generaciones y oficios disímiles, el poeta novísimo Leopoldo María Panero, especialista en Lewis Carroll, vale decir, en el lado absurdista, lúdico, cortazariano de la realidad literaria, y la longeva novelista Ana María Matute, ganadora del Premio Cervantes y sólida voz de la postguerra española, han muerto este 2014, así como la narradora sudafricana Nadine Gordimer, autora deLa hija de Burger y una veintena de novelas que le valieron el Premio Nobel en 1991. Entre los poetas mayores hubo que lamentar la muerte de Juan Gelman, un escritor argentino cardinal; un autor para el que Tantear la noche tiene que Valer la pena, si me adhiero a los títulos de dos de sus libros; un poeta cuyo apego a objetualizar las palabras se encuentra con que, de pronto, la sintaxis estorba y el aliento se detiene y la poesía es música sincopada: las pausas que hace el silencio entre dos formas vivas.
La lengua también echa ya de menos, desde enero de este año, la escritura de un polígrafo excepcional: José Emilio Pacheco, quien apuntó sus flechas hacia casi todos los géneros literarios sin errar, ni siquiera en el renglón de la calidad humana, donde muchos artistas fallan pues se cumplen en lo que hacen, en el celoso legado de su obra. Novelas como Morirás lejos y Las batallas en el desierto, sus ensayos sobre el modernismo y numerosos poetas por él esclarecidos, su poesía reunida en Tarde o temprano, las amenas crónicas adosadas al título de Inventario (será un Principio del placer leerlas reunidas), casi todo lo que midió con la pluma este Rey Midas de las letras constituye una lectura obligada, mejor que obligatoria.
Por último, estos cien años de intensidad literaria corroboraron que todo tiene un comienzo y un fin con la muerte, en 17 de abril como Sor Juana, de Gabriel García Márquez, el Cervantes más a la mano que tenemos, cuya novela paradigmática, de tan esencial, ya se dice sola con el nombre de su inventor, como le ocurre al propio autor del Quijote. Porque no son, ninguno de los dos, progenitores de un texto sino creadores de un mundo autónomo, con sus estrellas propias y su aire particular y su ritmo propicio y sus propensiones inestimables. Porque la novela del ingenioso hidalgo y la de la estirpe condenada a un siglo de soledad no tienen ni tendrán una segunda oportunidad sobre la Tierra dada su irrepetible vocación de invención y juego, la mala pasada que ambas le hacen sufrir a la realidad, la voluntad lúdica más genuina concebida en lengua española.
Creo que el Gabo murió este 2014 sólo para cerrar un ciclo que no nació con el siglo, sino catorce años después. Y catorce, lo sabemos desde antiguo, quiere decir infinito.
|
lunes, 20 de octubre de 2014
1914-2014: CIEN AÑOS DE INTENSIDAD, Enrique Héctor González
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario