martes, 14 de octubre de 2014

SIEMPRE EL MAR, Ana Clavel

SIEMPRE EL MAR

...verbo marear para referirnos a los efectos de una marea interior que nos abate
ANA CLAVEL La autora es narradora. Su libro “Las ninfas a veces sonríen” obtuvo el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska. (FOTO: )

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ANA CLAVEL
| DOMINGO, 12 DE OCTUBRE DE 2014 | 00:10
Confieso que alguna vez fui como el personaje de ese cuento de los libros de texto de antes: La niña que no había visto el mar. Con las dificultades de una viuda para sostener y educar a tres hijos, las vacaciones en la playano estaban en nuestros planes de vida. Fue una suerte de destino literario que mi madre fuera oriunda de un pueblo de la Costa ChicaPinotepa Nacional, y que allá me enviara algunas ocasiones para acompañar a las tías en duelo por la muerte de un hijo, o por la enfermedad de algún pariente cercano. Descubrí los días lluviosos del verano en tierra caliente, eternos como las aguas diluviales de Macondo. No había televisión, ni compañía con quien jugar. Así que entre el gorgoteo del agua que anunciaba la eternidad, comencé a fraguar historias para entretenerme. Puerto Escondido estaba a dos horas, pero la familia de mi madre era severa y no consentía ese tipo de diversiones. Tan cerca y tan lejos del mar. De modo que lo conocí mucho después. No así su deseo irremediable.
Por el Cementerio marino del poeta Valéry supe de la cadencia y majestuosidad del mar antes de contemplarlo en persona. Si el mar podía provocar tal ritmo en el lenguaje, esos estados de gracia y epifanía, entonces el mar era algo portentoso que ondeaba en el poema mismo: "La mer, la mer toujours recommencée…" Hay muchas historias que tienen como escenario el mar: desde la terrible Moby Dick de Melville hasta la lujuriosa Mi vida con la ola de Octavio Paz. Pero tuve el privilegio de leer en mi primer viaje al mar la novela Las olas de Virginia Woolf, con su fluir de conciencia de un personaje a otro como el oleaje de una piel psíquica que se extiende y se retrae según las pulsiones, las caídas, las iluminaciones interiores —y los contactos siempre carnales que tenemos con los otros por más que pretendamos sublimar al cuerpo—. Recuerdo que en uno de esos atardeceres, mientras contemplaba el prodigio —y el movimiento y el romper de las olas se imponían como una meditación profunda—, vi fosforecer las aguas en una señal mágica. Cayó la noche, me levanté de la arena, recogí mi ejemplar de Las olas editado por Club Bruguera y comencé a andar hacia el hotel. De pronto me detuve, necesitaba echar un vistazo a mis espaldas antes de la retirada. Descubrí que mis huellas en la arena estaban cuajadas de joyas azules centelleantes. Nunca antes me habían hecho un regalo tan maravilloso.
En Naufragio con espectador, Hans Blumenberg traza una metafórica de la vida humana en función del mar. En nuestras existencias hay tierra firme y tempestades, profundidades y buen tiempo, puertos y alta mar, faros y sirenas. Una trayectoria a la deriva carece de timón. Como bien sabía don Jorge Manrique, "nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir". No es gratuito que el mar nos prodigue la imagen del éxtasis amaroso como un oleaje de tumbos interiores, ni que usemos el verbo "marear" para referirnos a los efectos de una marea interior que nos abate, incluso cuando estamos en tierra.
Gracias al poder de la poesía es posible también que la presencia del mar nos inunde en la memoria involuntaria. Como en el conocido poema de José Gorostiza que algo tiene de misterio de transustanciación:
¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya sólo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.
Situada recientemente frente al mar de Mazatlán, se me ocurrió una suerte de inversión-homenaje del poema de Gorostiza, como un oleaje que regresa de donde viene. Lo escribo aquí con la espuma inevitable que juega caricias vehementes en la arena:
¡El mar... el mar!
Dentro de él me siente.
Ya sólo de pensar
en mí, tan suya,
tiene un sabor a sed su pensamiento.

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