Los doce apóstoles mandan por Tamayo
Alejandro Aura
Caballeros sentados en el éter
cantaban espasmódicas salmodias y en el gusto y color de sus melodías dibujábanse gréculas de suéter, grequillas de zigzagues como el rayo, cenefas que entreveran masallases, columnatas, ribetes, antifaces, hojitas de septiembre, enero y mayo. Pensando entretener eternidades que de tan largas les parecen colas tocan piezas de antígüidas pianolas y se aburren pensando obscenidades. Hasta que uno discierne cosa plástica y pide que les traigan a Rufino, doce gordas, un buen cajón de vino, mientras sus apetitos entusiasta mástica. Pues todo lo que tenga que lo traiga, dicen cautos comiéndose sus moles, sentados la docena de apostoles, convencidos del cielo, haiga o no haiga. Llega entonces la Pérfida obediente, la que todo lo cumple, hasta el capricho. –¡No me griten tan fuerte, les he dicho, ni que tuviera el lóbulo caliente! Y haciendo firulillas de caballo bajóse hasta el panteón en cuyo seno sirviéndole a la tierra de relleno hallábanse los huesos de Tamayo. –Imposible llevarme las sandías porque allá no ha de haber quien se las coma, allá sólo meriendan el aroma que queda en la memoria de sus días. Ni tampoco llevarme tanto cuadro con tantos infinitos encerrados que allá no han de gustar ni alcaparrados. Y como no soy ripio no les ladro. Mejor he de llevarme a su señora para que haga los cheques y los vales y sepan los apóstoles cabales quién fue en ese figón la contadora. Llegados que se hallaron en el éter, todos juntos con Olga y con Tamayo, después de reponerse del desmayo, armaron los apóstoles del suéter un fiestón colosal, a todo méter. De: Causa de vida |
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