domingo, 12 de octubre de 2014

LUIS NISHIZAWA. LOS DONES CULTIVADOS, Augusto Isla


Nishizawa en abril de 2008 Foto: Guillermo Sologuren/ La Jornada
Augusto Isla

Luis Nishizawa posee genio. He escrito la palabra genio a ciencia y paciencia. No como esos oradores que, a falta de juicio, infestan el aire con calificativos grandilocuentes; sino porque hay en Nishizawa algo de desmesura antipática, de una rara facilidad –la que concede el oficio, pero también un don proveniente de alguien que, es obvio, todo lo ha distribuido injustamente–; porque haga lo que haga, marca sus frutos con una sencillez inverosímil, como evocaciones de lo infinito que extiende su niebla en la sinuosidad de las grises montañas. Dones y oficio: dones cultivados.


Camarones, 1987. Fuente: falconvoy.blogspot
No todo en un genio es genial, salvo en los tacaños como Leonardo, a quien, por admirarlo, uno tiene que viajar de Londres a París, de Roma a Florencia y Munich, para apenas encontrarse con una obra pequeña –retratos o madonas relucientes en medio del tumulto de otros pintores y del gentío que, con torpe mirada, lame los lienzos del portento. No todo, pues, es genial en Nishizawa. Cuando hablo del genio me refiero a la verdad de bulto, a la soltura con que resuelve un encargo o a lo que él, soberano de sus propósitos, crea cumpliéndole a su libertad el voraz apetito. Y cuando hablo de genio aludo también a ese misterio que pone frente a mí el hecho de que alguien nacido de un labriego japonés –también diestro en artes marciales– y una humilde mujer mexicana, según revelan los retratos que de ellos pintó, haya podido alcanzar tales excelencias en el arte; pregunta de sociólogo que no tiene solución, pues hasta allí no llegan las meditaciones de ese saber tan inquieto como a veces estéril.

La obra de Luis Nishizawa es un complejo mapa de huellas: las de un infatigable cazador de objetos que, heridos por la luz, se transforman en objetos poéticos, porque “la pintura es poesía que se ve”, decía Leonardo. El pintor va y viene por el mundo de las cosas o de las presencias, y sólo se detiene para capturarlas en su más intensa pulsación; todo es dócil si hay una mano diestra y una mirada que sabe recoger su esencia cálida y verdadera. La pintura de Nishizawa posee verdad, como quería Velázquez.


Mural en cerámica en la ENAP (Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM) Fuente: commons.wikimedia.org
Todos los caminos son posibles; todos los recursos, eficaces. La verdad no es identidad o reiteración expresiva. Desde Picasso, la pintura rompe con el axioma cartesiano; el artista no está obligado a ser idéntico a sí mismo; él es su quehacer, y éste adopta la naturaleza de un juego multiforme. La creación en el arte contemporáneo es un carnaval, una respuesta lúdica; cada obra se resuelve con un disfraz y apuesta al encuentro insospechado: es una sorpresa. Nishizawa nunca es el mismo, pero es reiteración a un tiempo: es un artista de aquí y ahora. Siempre lo reconoceremos, aunque él se esconda como un niño travieso, al que le gusta pintar niños que son tan suyos y, al propio tiempo, remembranzas del encantamiento infantil que fascinó a un Diego Rivera, o a un Ángelo de Cosimo, conocido como Bronzino, ese prodigio que tanto admira Eva Zepeda, compañera de Luis, ángel tutelar suyo, buena pintora y gran amiga, con quien viajó año y medio por todos los museos del mundo.

Educado en la “escuela mexicana”, su obra de juventud tiene el aliento de sus maestros: Julio Castellanos, Luis Sahagún, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y de Benjamín Coria, de quien no dejaba de hablar. El artista es hijo de su tiempo, y Nishizawa lo es de sus más altas virtudes. Más allá del folclorismo que degrada a menudo a aquel movimiento plástico, Nishizawa recupera de él un espíritu de indagación que se orienta hacia el universo propio y se inclina sobre lo entrañable: el paisaje y sus hombres, el pasado y sus prodigios olvidados. Ya recrea, en su mural El aire es vida, niños y deidades prehispánicas; ya atrapa en sus bocetos el soplo delicadísimo de gestos y rostros que encuentra a su paso por Chiapas, Oaxaca o Yucatán; ya rinde tributo a la majestad de la Barranca del Cobre. Nishizawa, sin embargo, no cede al amaneramiento; se deja seducir por una realidad que, como dice Cardoza y Aragón, sobrepasa a sus artistas; dialoga con esa realidad confinada por sus secretos; es un pintor realista que entusiasmó a David Alfaro Siqueiros. México y Japón comparten las devociones de Luis: admiró a Foujita y fue amigo de Toneyama, con quien realizó las calcas de relieves prehispánicos: con la técnica Taku-Hon.
Mas el realismo de Nishizawa no es sujeción a la objetividad. Por fortuna; porque el arte huye de ella; es transformación o no es nada: un campo de trigo o un girasol de Van Gogh no son ya objetos reales sino estéticos. Nishizawa transmuta sus objetos con una mirada que los ilumina y esencializa; practica una suerte de abstracción amorosa; dispone un orden nuevo para las cosas, las depura: montañas, valles, peces, langostas, aves.

Langosta dorada, mixografía, 1978
Se reconoce discípulo de sus maestros, pero también se remonta a Velasco en quien admira, entre otras cosas, su modernidad; roza el expresionismo de José Clemente Orozco; bebe de las fuentes del arte japonés, fiel a su mestizaje acendrado por la admiración a su padre. Es felizmente mestizo. No sólo por destino, sino por elección estética. Es, pues, confluencia de lenguajes plásticos, de temperamentos: el buen gusto de Snyders o Chardin, la tradición de los Kanó, el ímpetu de Velasco.

No escapa a ese clima de introspección nacional en el cual crece, ni al influjo de sus monstruos, pues ya rinde un homenaje a Siqueiros en una calabaza hiperbólica; ya a Rivera, pintando a unos niños que arman un Judas; ya internándose en la recreación de las tradiciones populares, como en La Pasión de Ixtapalapa.

Cuando se aproxima a otros artistas –muy diversos entre sí– no es por mimetismo sino por afinidad; se comunica con los objetos de su interés, en el idioma que cada uno reclama, o busca la traducción plástica exacta a sus preocupaciones. Nishizawa encuentra en el dibujo expresionista de Orozco la inspiración para aludir a su emoción trágica en litografías como Caín; recoge la tradición del esperpento, tan familiar al arte español y mexicano –Goya y Valle-Inclán, Cuevas y Revueltas–, en su serie Las vacas flacas y los sueños rotos, para dramatizar mejor su visión de lo grotesco; si se remonta a Velasco, es sólo para aprender de él ese sentido para apropiarse la luz y la distancia; y si se adentra en la tradición japonesa, es para no olvidar la lección, para administrar la profundidad y la sabiduría, para guardar silencio sobre la tela.



El espacio, color y desnudez
Inevitablemente tocado por la historia, por la sociedad que en él cristaliza, Nishizawa acaba siendo él, alfaguara de inventivas sorprendentes como en El lecho del Universo, metafórico petate diseñado para el Museo de Arte Moderno de Toluca; espacio entrañable de la vida, del amor, de la muerte, para un pueblo que le duele, que nos duele, en su pobreza y desamparo.


Paisaje Tepoztlán, dibujo en tinta, 1988
No es, pues, ecléctico. No imita a Orozco ni a Velasco ni es un pintor oriental ortodoxo; es dueño de una libertad que lo distancia. Lo siento alejarse de Orozco por la concepción del espacio: Nishizawa no le teme al vacío; por el contrario, gusta de la desnudez del espacio, de esa austeridad japonesa, pero acaso también mexicana que nos remite a la arquitectura de sus pueblos o al genio de Luis Barragán. Así también, percibo una brecha entre él y Velasco; en Rocas I y II, puedo advertir una pincelada más libre, con un desenfado que recuerda a Frans Hals o a los impresionistas; o más tarde, en sus tintas con tema paisajista, descubro una economía de elementos, un deleite casi exclusivo por la luz y la profundidad, cercano al arte japonés, pero también a un Turner maduro, casi abstracto, manchando sugerentemente el papel, como en esa tinta que imagina a Pátzcuaro como un paisaje onírico, insinuado apenas, quintaesencia de lo inconcluso que gustaba tanto a Matisse.

Nishizawa es una gama de apetitos y emociones. Sentimiento trágico y sensualidad. Alarido y silencio, ensimismamiento y alteración. En cada aventura, se guía por la correspondencia entre emoción y forma; en ésta radica la modulación personalísima de su obra. No veo en él la necesidad de ser actual, aunque en una serie de encaustos sólo busque acordes cromáticos, Más bien, percibo una urgencia de validez, de sinceridad, de exploración, asida siempre de una técnica sólida, de un dibujo que no titubea.
La correspondencia entre emoción y forma es precisa, esencial: poética. Aún en su obra temprana, ligada a la “escuela mexicana” deja ver ese temperamento lírico muy personal. En El sueño del niño bobo (1954) nos muestra a dos ángeles que ascienden –uno montado en blanco corcel, otro atenido al vuelo de sus alas– con un pequeño oligofrénico que deja atrás la vecindad desamparada y el cajón donde reposa, para ir en busca, con ellos, de un papalote que ha escapado de sus manos. Al margen de la anécdota tocada por la ternura –la ausencia súbita de un niño desvalido que a diario encuentra el pintor–, la solución plástica a este rapto liberador nos habla ya de un artista en el pleno dominio de su oficio. No lo debilita aquel viento de mexicanidad que respira de sus maestros; rostros, figuras y atmósferas mexicanas; ángeles que se confunden con centuriones romanos imaginados en Iztapalapa, para representar, en Semana Santa, el drama de la Pasión de Jesús. Nishizawa es ya dueño de un vigor propio en la composición y de una brillantez cromática que lo definirá.

El pedregal
Si se me pregunta cómo lo prefiero, diría que cuando se sustrae de toda retórica. A despecho del poderío plástico de La Pasión de Ixtapalapa o de sus murales –en fresco o en cerámica–, me atrae el misántropo que en él habita; en paisajes que cantan la majestad del mundo; en las naturalezas muertas que son alegorías de una placidez cósmica a la que el hombre estorba con su estupidez, con su ruido.
El color es casi todo, como piensa Dorfles. Me disgustan las apreciaciones despectivas acerca de Tamayo –“es un buen colorista”. Como si el color no fuera esencial en las artes visuales. Y en Nishizawa lo es. Desde antes de pintar, la primera vivencia que guarda su memoria lleva una impronta de color: las flores que adornan el pequeño ataúd de su hermano, que su padre coloca sobre una mesa cubierta por un mantel blanquísimo. Como vivencia, como recurso pictórico, el color es primordial. Desde su juventud hasta su obra reciente, en la que el artista renuncia en apariencia a la composición, distribuye de modo azaroso los elementos, se concentra en el color; hacinamientos de langostas, puñados de caracoles como arrojados con descuido por un titán sobre la arena.

A Nishizawa no le importa ser antiguo o moderno; le interesa el diálogo verdadero con el objeto de su emoción. Pero, curiosamente, es siempre moderno. Ortega y Gasset pensaba que el artista moderno invita al observador a participar en la creación. Así, Nishizawa deja un espacio de lienzo a la imaginación del observador; a veces, lo persuade con delicadeza, como en sus tintas paisajísticas; otras, lo invita vehemente, como en esas naturalezas muertas que contrastan elementos perfectamente dibujados con grandes vacíos formados por densos empastados o por esos fondos orificados evocadores de fervores orientalistas.

Fuente: Facebook/ Museo Taller Luis Nishizawa
Tampoco le importan a Nishizawa las modas temáticas. Ningún objeto es insignificante para el artista; insectos, peces, rocas, jubilosos pimientos. Pero no veo en él un “culto bobo” a la naturaleza, como pensaría Baudelaire; observo la permanencia de un asombro, un espíritu curioso, hambriento de las cosas y de las sensaciones que pueblan el mundo de los hombres. El artista responde a los dictados interiores y pinta. Lo importante es pintar; lo de menos, los recursos; puede valerse de la miniatura o del mural, del realismo o de la abstracción. De ahí, su controversia, en otro tiempo, con los pintores de izquierda que anteponen “los mensajes” al buen oficio. Nishizawa es necesidad de pintar, de decirnos plásticamente la vida. Su pintura es alusión a esa necesidad; pero es también, de paso, reflejo de su devoción, de su lealtad a esos misteriosos dones que nada serían de no haber sido cultivados.



La Eva de Luis
Descubrí a Nishizawa gracias a una indagación sobre los artístas oriundos del Estado de México, así como se me revelaron los nombres de Abraham Angel y Antonio Ruiz, aquel originario de El Oro, éste de Texcoco. Organicé su primera muestra en el Estado de México en el Museo de Bellas Artes de Toluca. Desconfiado el oriundo de Cuautitlán, nacido en 1918, sólo me facilitó obra gráfica. Pero poco a poco lo acerqué a la entidad de la que es originario; decoró el Museo de Arte de Toluca, la Biblioteca Central de esa ciudad; aquél con un mural de piedra basáltica, ésta con uno de cerámica con temas precolombinos, donde el horno hizo su trabajo. Luis se volvió un icono mexiquense: fundó un museo-taller que lleva su nombre y ejerció allí su magisterio con admirable asiduidad. No sé si Luis, hermético en sus afectos, llegó a ser mi amigo, pero sí Eva Zepeda, su compañera. Nos quisimos de verdad. Ella fue en lo cotidiano mujer de hogar. Se ocupó de sus hijos y de su esposo con un alto sentido del deber. Pero su verdadero hogar, el más íntimo, fue la pintura.


Luis Nishizawa, Caín. Fuente: www.fotolog.com
Todo en Eva era virtuosismo, ya se trate de cocinar o de pintar. ¡Qué chiles en nogada, qué miniaturas! Cuánta paciencia y cuánto esmero. Todo a fuego lento, insatisfecha siempre, anhelante de perfección, si la hay. No era una aficionada. Había asimilado la sabia enseñanza de sus maestros: Agustín Lazo, Antonio Ruiz, Raúl Anguiano..., así como las lecciones de quienes admiraba: Rembrandt, Chardin, Fantin-Latour. Un mucho me enseñó a ver. Su mirada era tan exigente como su paleta.

En su juventud vivió durante un año en el valle del Mezquital. Allí retrató, con intensa emoción, humildes mujeres en sus diarios afanes; después fueron sus modelos las pequeñas maravillas a su alcance: paisajes, frutos y flores. Pero no eran éstos su tema por así decirlo, sino ella misma, en comunión con las cosas. Lo que pintaba era su verdad, lo que ven los ojos del alma. Por eso, las cosas eran algo más que eso: semejan más bien realidades cósmicas; por eso, “este que ves, engaño colorido” no es sino la apariencia sensual de algo escondido. Abismos espirituales.
Al pintar, meditaba. Al meditar, pintaba. En ella, la pintura es meditación. Nunca esperó ni halagos ni vana trascendencia. Cuando uno observa, regocijado, un frutero con duraznos o peras, un plato con granadas, es como si uno se rindiera ante el altar en el que ella se consumara. El don obliga. Y ella cumple.

Al parecer sólo expuso una vez a ruegos míos. Bauticé aquella muestraMeditaciones. Eva nos abandonó antes que Luis. Calladamente. Como toda grandeza verdadera.

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