Marco Antonio Campos
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Foto: heduardo.blogspot
Póstumas y admirables ediciones de dos grandes poetas
1
Puerto supe: En Lima, Perú, se publicaron como libro en 2014, en ediciones Casa de Cuervos, los mecanuscritos de diez poemas del primer libro de Blanca Varela,Puerto Supe, que luego, a sugerencia de Octavio Paz, lo cambió para la edición impresa por Ese puerto existe (1959). El tiraje fue de mil 500 ejemplares.
Al preguntarle al hijo, al magnífico hijo de Blanca Varela, Vicente de Szyszlo, el origen de esta publicación, me dio esta respuesta: “Del libro cuento lo que sé: mi madre lo mostraba poco y mencionaba menos. Si bien ella lo escribió y armó en Lima (contribuyendo mi padre –Fernando de Szyszlo– con su manufactura e ilustración de la tapa), era un recuerdo que se vinculaba más a la época de París [de fines de los cuarenta] pero sobre todo a la primera lectura de Octavio Paz, es decir, la de la anécdota del cambio del título. Octavio, siempre generoso, tras la lectura de este ejemplar ‘casero’, le dio un impulso definitivo a su vocación poética. Quizá la reserva de mi madre era porque le evocaba algo tan íntimo como el hallazgo de un sentido para su vida. La verdad es que yo creo que ella no hubiera publicado el libro como se ha hecho. Pero decidí hacerlo, con mi cuñada María del Carmen Ghezzi y César Augusto Lengua, porque hay en él un encuentro preciso de la calidad estética del objeto con el valor histórico. Por otro lado, su poesía más joven está allí tal como ella construyó el poemario con ayuda de Octavio. Creímos que sus heridas (correcciones, páginas recortadas) son parte de su belleza.”
La admirable poesía de Blanca Varela, como la de Olga Orozco o Alejandra Pizarnik, es imposible de asir, pero al leerla sentimos comprenderla íntimamente, al grado de irnos desollando el cuerpo trozo a trozo. Imposible tratar de explicarla sin volverla prosa incierta, o peor, de mediocre calidad. Paul Valéry solía decir que le encantaría ver los borradores de una obra maestra, es decir, los medios verbales por los que se llegó a hacer. Aquí, en Puerto Supe o Ese puerto existe, sentimos al ver esas correcciones hechas a mano, como si nos asomáramos a algo sagrado. No sabemos si hubo antes versiones previas a este borrador, pero si las hubo, quizá se perdieron para siempre. Tampoco sabemos si Blanca Varela escribía directamente sus poemas a máquina o con lápiz o pluma (me doy a creer que con esta última), pero las correcciones las hacía con lápiz y pluma.
Si se comparan los originales con la versión final, lo primero que resalta desde luego es la modificación del título, luego, que el orden de los poemas varía, y tercera, que se incluyeron los cinco últimos poemas extensos y, en cambio, hay dos extensos que quedaron fuera. También observamos que los espacios blancos para separar o unir estrofas se multiplicaron, que se quitaron adjetivos, que hubo algún recorte del título de un poema (“Interior con una ventana” se vuelve “Una ventana”), que versos corregidos luego quedaron tal cual como en su primera versión, que puntos se volvieron comas o viceversa, o que algún verso era uno solo y se volvió dos… Pero lo que más me sorprende es ver en el espléndido poema “Las cosas que digo son ciertas”, que se había puesto con lápiz un no, es decir, era un poema desechado, pero luego, por fortuna, Blanca rectificó.
Comparar cada verso de los mecanuscritos de Puerto Supe, con la versión final deEse puerto existe, es una tarea que cualquier admirador de Blanca Varela haría con gusto fervoroso.
2
El vecino sin nombre del mundo: La tarea oceánica de traducción del italiano al español de Guillermo Fernández (1934-2013) ha hecho olvidar en amplia medida el admirable poeta que fue. Por fortuna, un joven y talentoso poeta, devoto de su poesía, Hernán Bravo Varela, logró publicar su poesía reunida en 2011 en el FCE (Arca), cuyo título, en su variedad de significados, incluso el religioso, me parece muy preciso.
Hombre bueno, todos quienes lo conocieron supieron de Fernández su desdén a premios y distinciones, cuando reunía todos los méritos como poeta y traductor para tenerlos, y conociéndoles, creo que en lo íntimo le habrían caído muy bien.
En 2014, el mismo Bravo Varela ha publicado en las ediciones de la Secretaría de Cultura de Ciudad de México, una brevísima antología con un título por demás cacofónico (El vecino sin nombre del mundo), donde, salvo uno o dos poemas, que –dice HBV– se trata de un “bestiario de una ferocidad infrecuente en la poesía mexicana moderna”.
Próximo a la poesía de Pellicer y Cernuda y a la de los italianos Montale, Saba, Penna y Luzi, tal vez de quien Fernández más aprendió fue de Cernuda, con quien coincide asimismo en las vertientes antedichas. Casi todos los poemas aquí elegidos tienen un tono melancólico que ahonda lenta, irremisiblemente. De un lado, hallamos versos henchidos de ternura a la Señora, a la Virgen de la Soledad, en quien puede reconocer asimismo a su madre y a su propia soledad, y de otro lado, poemas de amor y desamor a la pareja perdida. Su léxico no es abundante, pero Fernández con aliño sabe elegir las palabras debidas. Jamás es artificioso ni se dejó nunca llevar por esa peste de la poesía del lenguaje o de la poesía crítica o por las neovanguardias que nacieron envejecidas.
Hay versos suyos que parecen escritos en las hojas verdes del árbol del corazón, como estos, donde habla a la Señora: “La promesa del mar nos resultó amarga./ Viviremos ahora para la nostalgia de todo aquello que no hemos conocido.” O estos, de resonancias clásicas: “que quien vive tan sólo para el sueño/ se convierte en un sueño que camina”.
De casualidad Guillermo Fernández nació en Guadalajara; desde que lo conocí, allá por 1977 en la Casa del Lago, me dio siempre la impresión de que pudo haber nacido en cualquier ciudad de Italia. Y sin embargo, en la realidad, sólo pasó una temporada de nueve meses en tierras toscanas al promediar la década de los setenta, gracias a una beca de Difusión Cultural de la UNAM que le consiguió Hugo Gutiérrez Vega. Nunca regresaría al país que lo hizo crecer y del que inventó un mapa para su mirada.
Fernández fue asesinado el 31 de marzo de 2012 en su casa de Toluca. En el epílogo de la antología, indignadamente el poeta Ernesto Lumbreras condena a las autoridades judiciales del Estado de México por no haber aprehendido al homicida, o más bien, por la negligencia calculada de no quererlo aprehender.
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