Jorge Bustamante García
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Cuando Natasha se ponía a ensayar en el violonchelo no había poder humano que la distrajera, se olvidaba de todo y yo no existía. Lo sabía y prefería salirme a caminar, a fumar, a mirar a las muchachas que pasaban por la calle. Incluso alguna vez conversé con alguna, flirteé, conseguí su teléfono y con el tiempo salí con ella. Se llamaba Zhana, una joven plana de grandes nalgas y cabello rubio ensortijado que vivía en el edificio de enfrente. Siempre que Natasha ensayaba, salía en silencio y me iba a buscar a Zhana que parecía ser todo lo contrario de Natasha o, al menos, esa era mi percepción. Menos recatada, más habladora. Nuestros encuentros eran extraños en el sentido de que ninguno de los dos buscábamos sexo con el otro, nos bastaba con vernos y conversar. Me encantaban las historias un poco locas que me contaba de encuentros sexuales casuales que tenía directamente en su apartamento de dos cuartos grandes, sin que su padre se enterara. No me podía imaginar cómo el padre no se enteraba, si vivían juntos en un espacio tan pequeño. Se lo expresé y me dijo al instante: “si quieres te invito para que veas por ti mismo que es posible” y nos pusimos de acuerdo a una hora la noche siguiente si era que Natasha se ponía a ensayar. Llegué puntual, subí caminando cuatro pisos y toqué tres leves golpes en la puerta del 403, como habíamos planeado. A los pocos segundos la joven abrió sigilosamente haciéndome una seña con el índice de la mano derecha sobre la boca para que no chistara. Entré al pequeño vestíbulo, vi dos inmensas puertas acolchadas que sellaban dos cuartos, vi un corto corredor que desembocaba en la cocina, vi a un costado un cuartito con inodoro y otro con tina, regadera y lavabo, vi todavía a Zhana con el índice sobre la boca, burlona y pícara, y con el otro brazo indicando una de las puertas tapizadas como diciendo chitón, ese es el cuarto de mi papá y me condujo al otro cuarto, al suyo, y de inmediato cerró la puerta. Esas puertas acolchadas de algunos departamentos moscovitas eran formidables. Entrabas, cerrabas y ya no oías ni un ruido de fuera, era perfecto para estar aislado. Zhana prendió el magnetofón, de la cinta empezaron a salir los acordes de una canción bobalicona, un tanto ñoña, muy popular por esos días: “Mi dirección no es una casa, ni una calle/ mi dirección es la Unión Soviética…lalala… lalala.” El cuarto era amplio, tenía un ropero, una mesita, dos sillas, un librero con volúmenes de pasta dura, un sofá cama donde seguro Zhana se revolcaba con sus amigos casuales mientras su padre dormitaba o miraba televisión o leía o trabajaba en el otro cuarto tras la poderosa puerta afelpada que dividía con eficacia sus mundos. “Aquí he traído a cuanto muchacho he querido. La condición que les pongo es que sea sólo una vez, un rato, y que después olvidemos el asunto. A algunos les parece raro, se resisten, quieren seguir, volver otro día. Me niego rotundamente. Me gusta así, que sea pasajero, no enamorarme. Tengo veinte años, quiero vivir, por ahora no necesito más.” La miraba un tanto sorprendido, la muchacha no era fea, ni bonita, eso sí era plana y de culo grande, apenas atractiva, hay mujeres que son así, que andan por ahí con una belleza rara escondida que sólo algunos perciben. Zhana era de esa estirpe.
–¿Y qué muchachos son los que traes?”–pregunté un poco distraído.
–Un poco de todo, rusos, de Ucrania, una vez un estudiante negro de Uganda, otro de México…
–¿Y no te da miedo que te prendan algo, una venérea?
–Sólo he tenido tricomoniasis, nada más.
–¿Y tu padre nunca se ha dado cuenta de que traes muchachos?
–Supongo que no, anda muy metido en sus asuntos de trabajo. Es dibujante de proyectos de ingeniería. Se trae trabajo a casa, se encierra en su cuarto, escucha música, Rajmáninov, Shostakovich, sale al baño, a la cocina, se prepara un emparedado. Vive para trabajar, pero tiene una virtud: lee todo lo que se le atraviesa y escucha música. Sentado en un sillón, mira por la ventana durante horas y escucha música. Y lee…
El padre de Zhana había sido un joven recluta en los últimos meses de la guerra en 1945, y cuando el ejército rojo avanzaba incontenible en el frente hacia Berlín le ordenaron quedarse en la retaguardia junto con su destacamento en Hungría. Allí en la retaguardia, en un pueblo a la orilla del Danubio en la periferia de Budapest, el joven recluta se dedicó por momentos a conocer gente del lugar. Una tarde conoció a una joven checa que sabía ruso y que vivía en la casa de un escritor húngaro. “¿Un escritor?”, dijo intrigado el joven recluta, quien desde su adolescencia gustaba de leer los relatos de Gógol y Chéjov. Le pidió a la joven que lo llevara a conocerlo. “Un escritor de carne y hueso, qué bueno”, pensaba el joven recluta caminando al lado de la muchacha. Al llegar salió al pequeño porche de la casa un hombre de unos cuarenta y cinco años y saludó en húngaro a la chica. Miró al soldado de cachetes rojizos y pómulos eslavos con atención y éste no le quitaba los ojos de encima, lo miraba intrigado.
“¿Es usted escritor?”, le lanzó a quemarropa el joven recluta a través de la chica traductora y el hombre apenas acertó a decir: “Bueno, sí, he escrito y publicado algunas cosas”, y los invitó a pasar. Bebieron té mientras el soldado un tanto deslumbrado paseaba sus ojos por los estantes de libros de la pequeña biblioteca. No entendía nada, eran libros en húngaro y francés, pero los escudriñaba con interés. “¿Hay alguno suyo?” El hombre buscó en uno de los estantes y sacó un libro traducido y publicado en francés,Les Révoltés y le señaló su nombre en la parte de arriba. El soldado no alcanzaba a comprender y le preguntó a través de la joven checa qué clase de libros escribía y si se trataba de un escritor conocido. El hombre no respondió, alzó el brazo para alcanzar el libro que estaba enseguida del suyo, un libro también en francés de Ilia Ehrenburg.
“¡Ehrenburg! –exclamó el soldado como si hubiera encontrado al fin algo suyo– he leído sus reportajes del frente de guerra” y miró con mayor asombro al hombre, pensando tal vez que él escribía cosas como las de su compatriota. “De seguro usted escribirá sobre nosotros –le dijo finalmente. “No, yo escribo novelas y otras cosas”, repuso el hombre en tono socarrón. El soldado sólo atinó a decir jarashó y el hombre le preguntó que por qué era jarashó, por qué estaba “bien” que alguien fuera escritor de novelas y otras cosas, por qué creía él que estaba “bien”… El soldado pensó un momento y contestó calculando meticulosamente sus palabras, enunciándolas despacio, con un hincapié muy peculiar: “Está bien porque si eres escritor, puedes decir lo que nosotros pensamos.” Y entonces el joven soldado, sin mirarlo, salió despacio acompañado de la joven checa que sabía ruso, salió sin volver la cabeza y el escritor húngaro se quedó ahí parado, mirando cómo se alejaban, pensando tal vez que la carrera de un escritor no suele merecer muchos reconocimientos, pero él conservó esa frase como una condecoración muy especial.
Siete años después esa joven traductora checa y ese soldado extraño daban a luz a Zhana en Moscú. Al cabo de unos años se separaron, la traductora se fue a vivir con su familia a Praga y Zhana pasaba sus años de juventud entre esa ciudad y Moscú. Esta historia que me contaba mi nueva amiga siempre me conmovía, me hacía pensar en ese escritor húngaro. ¿Cómo se llamaría, qué libros habría escrito, qué habría sido de él a la vuelta de los años?
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