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Efraín Bartolomé es sin duda uno de los poetas actuales más apegados a las voces de la tierra. Juan Domingo Argüelles celebra en este ensayo la aparición de Cantando el triunfo de las cosas terrestres, donde el autor de Música lunar canta a la naturaleza con su natural sentido del ritmo y la precisión poética.
En un ensayo famoso, pero sobre todo precioso, de sus Divagaciones literarias (“Libros que leo sentado y libros que leo de pie”), el gran José Vasconcelos escribió:
Para distinguir los libros, hace tiempo que tengo en uso una clasificación que responde a las emociones que me causan. Los divido en libros que leo sentado y libros que leo de pie. Los primeros pueden ser amenos, instructivos, bellos, ilustres, o simplemente necios y aburridos; pero, en todo caso, incapaces de arrancarnos de la actitud normal. En cambio los hay que, apenas comenzados, nos hacen levantar, como si de la tierra sacasen una fuerza que nos empuja los talones y nos obliga a esforzarnos como para subir. En éstos no leemos: declamamos, alzamos el ademán y la figura, sufrimos una verdadera transfiguración.
Hace mucho tiempo que conozco el ensayo de Vasconcelos, pero había olvidado realmente su clasificación para distinguir los libros hasta que, de pronto, mientras leía el nuevo libro de Efraín Bartolomé, Cantando el triunfo de las cosas terrestres, me incorporé de la silla y comencé a caminar sin dejar de leer. Y ya no leía; declamaba. Alzaba la voz del modo más natural, porque así me lo exigía el poema.
“Mi corazón tiene también hambre de cielo / Tiene hambre de ebriedad / Hambre de arroyos limpios / Hambre de ráfagas y de cascadas / Hambre de claridad / Hambre de nube”, leía en alta voz y caminaba, y entonces comprendí con precisión a qué se refería Vasconcelos al afirmar que hay libros que nos arrancan de la actitud normal porque nos levantan “como si sintiéramos revelado un nuevo aspecto de la creación; un nuevo aspecto que nos incita a movernos para llegar a contemplarlo entero”.
Efraín Bartolomé
©Javier Narváez
Esto es, exactamente, vasconcelianamente, lo que me ha sucedido con Cantando el triunfo de las cosas terrestres, un libro que se lee con sobresalto, con ansiedad y conmoción, porque no pertenece ―como los innumerables que hay― ni al género apacible ni mucho menos a los géneros necio y aburrido que son hoy los más socorridos no sólo por los autores, sino lo que es peor por los lectores: libros de plomo o plomo de libros que nos narcotizan, nos atontan, nos hacen bostezar, nos engatusan y nos toman el pelo.
Los “libros radicalmente insumisos”, como los definía Vasconcelos, no nos toman el pelo, sino que, literalmente, nos toman del pelo y nos levantan de nuestra comodidad para que realmente veamos; para que no leamos únicamente, sino para que vivamos, de algún modo, lo leído: son los libros que alientan, sin melindres, nuestro humano impulso a ponernos de pie y a seguir oyéndolos, es decir, viviéndolos, mucho tiempo después de haber cerrado sus páginas.
Y aquí recuerdo también lo que escribió Franz Kafka y que algunos de ustedes también recordarán: “Si el libro que leemos no nos despierta con un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?”, y concluía que “un libro ha de ser un hacha para romper el mar helado que llevamos dentro”.
Son abundantes los lectores que, por pasársela leyendo libros de los géneros necio y aburrido, no han leído jamás ni a Kafka ni a Vasconcelos ni a muchos otros que, como ellos, hacen que el libro no sólo sea un libro, sino sobre todo un hacha, como quería Kafka, para rajar nuestros hielos interiores, auténticos témpanos de indiferencia, desinterés e insensibilidad.
Siendo un libro no convencional que, en sus dos caras, rinde honor a Jano, Cantando el triunfo de las cosas terrestres nos habla del pasado y el porvenir, pero también nos inquieta mostrándonos el presente en un recorrido por una región ignota de la naturaleza chiapaneca que sobrevive heroica en su fragilidad: amenazada por lo que se denomina el “progreso” y por lo que muchas veces es solamente una destrucción sin posibilidad de retorno. Ojalá que este libro conmueva conciencias y ayude a proteger esa hermosa reserva natural.
Comencé leyendo la cara del verso y luego me adentré en el rostro de la prosa, para después volver, una vez más, a las aguas del verso, pero esta vez cantando, sí, cantando, en voz alta, el triunfo de las cosas, el triunfo de las palabras, el triunfo de las emociones y el absoluto triunfo de la poesía, pues todo en este libro es poesía, y hasta los latines científicos armonizan en el idioma de la emoción inteligente.
El lector, con los ojos del poeta que explora, ve, mira y contempla la vegetación, las aves, los grandes árboles y los otros animales: igual las mariposas y los insectos que los raros mamíferos y los reptiles; admira los verdes tornasolados del quetzal y los azules cielos y el vuelo y el prodigio de la tangara cabanisi. Y canta ―“bajo el follaje del encino mayor”― toda la gloria de la vida y la armonía de las cosas. El lector, con los oídos del poeta, escucha los trinos, los gorjeos, los silbos, los siseos de las maravillosas criaturas del aire. El poema vuelve a ser la palabra esencial para nombrar las cosas; para fundar el paraíso y para describirlo inolvidablemente.
En algunos momentos me he visto escribiendo y leyendo, más de una vez, el título del libro de Efraín Bartolomé, con un error muy mío: Nombrando el triunfo de las cosas terrestres. Ya sé que el poeta las canta y no sólo las nombra, pero nombrar es también darlas a conocer por vez primera, y al menos en el poema estos verdes fulgores de las hojas, estos intensísimos colores de las alas y esos inéditos trinos, gorjeos y cantos están nombrados por primera vez con una dignidad extraordinaria que consigue el propósito de que el lector vea y escuche y sienta el magnífico ritmo de la selva.
Cuando era joven lo dudaba, pero hoy no tengo la menor duda al decir que una de las razones por las que mucha gente se ha alejado de la poesía es porque los poetas han dejado de hablar con sus semejantes; se han olvidado de los lectores y se han entregado a mirarse el ombligo o cosas peores. Con sus criptografías aburridas y pretenciosas han ahuyentado al lector para quedarse solos, aburridamente, con otros poetas aburridos, autocomplacientes y narcisistas, que no hacen otra cosa que contemplarse a sí mismos.
La gente común suele decir hoy que no entiende la poesía y hay quienes miran a esta gente de arriba abajo como compadeciendo su estupidez. Pero lo cierto es que, en mucho de lo que escriben ciertos poetas, no hay nada que entender ni mucho menos que sentir, y por ello la gente común tiene razón en no entender nada, porque al menos ya entiende que no entiende y lo único que le falta por entender es que no hay nada que entender en toda esa hojarasca vacía de vida. Eliot sentenció: “El peor pecado que puede cometer la poesía es el aburrimiento”.
Como la entiende y la crea Efraín Bartolomé en cada uno de sus libros, pero especialmente en éste de suyo deslumbrante, la poesía tiene que buscar la comunión, precisamente para comunicar, o no sirve para nada. Incluso los buenos narradores lo saben. Los mejores novelistas, a los que admiro, saben leer poesía, aunque, por respeto al género, no se atrevan a escribirla.
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