Emily Dickinson vista por Francisco Hernández
Ilustración de Juan G. Puga |
Marco Antonio Campos
En las ediciones Monte Carmelo, que dirige el poeta tabasqueño Francisco Magaña, apareció hace unas semanasUna forma escondida tras la puerta, el nuevo libro de poemas de Francisco Hernández, en el cual recrea vida y muerte de Emily Dickinson, “el gorrión de la Nueva Inglaterra”. Como en otros libros, sobre todo los del famoso trinomio de Moneda de tres caras(Schumann, Hölderlin y Trakl), Hernández, para retratar al personaje, utiliza algunos datos reales e inventa situaciones de trastorno, creando una atmósfera que encierra –ahoga– al lector en una cárcel invisible de la que no puede salir. Schumann, Hölderlin, Trakl y Dickinson son personas solitarias, exiliadas en pequeños lugares donde difícilmente se mueven, perseguidas por demonios en vías laberínticas, donde no encuentran –no encontrarán– el hilo salvador. Son de esos seres que podrían haber hecho suya la frase de Schopenhauer: “Hay un solo error innato: creer que estamos aquí para ser felices.” Es curioso: cuando uno piensa en la muy amplia obra poética de Francisco Hernández (más que obra él prefiere llamarla escritura), se asocia casi de inmediato con la parte objetiva, en la cual ha creado una galería de personajes perturbados, aunque en cada uno deja una porción, a veces terrible, a veces llena de ternura y desamparo, de sí mismo.
Como en otros libros, Hernández une asimismo, en Una forma escondida tras la puerta, un viento lírico con aforismos de fuego y de sombra. De estirpe cioranesca, quien toca sus aforismos sufre cortaduras, desgarraduras, asfixia.
Dividido en tres secciones, hay en el libro una atmósfera de hospital psiquiátrico que crean dos escribas con desequilibrios psíquicos, quienes desde una ventana miran a Emily ir y venir por su casa, y Lavinia Dickinson, quien describe la muerte, el velorio y el entierro de su hermana. Los tres la observan, o creen hacerlo, e interpretan lo que hace y lo que acaece a su alrededor.
Emily Dickinson tenía obsesión por el color blanco, quizá el más terrible de los colores, y que se suele identificar más con la locura. La tercera parte, que narra Lavinia, la domina el blanco. Pero ya el primer escriba, en un breve poema henchido de ternura que Emily no podrá escuchar, le dice: “Te sueño, te soñé, te soñaré./ Eres un puñado de palabras blancas/ intraducibles./ Las pronuncio, son un festín/ para mis labios./ Las acaricio hasta la última sílaba,/ rogándote que nunca dejes de ser/ ese puñado de palabras blancas/ intraducibles.” Por demás, los habitantes del entorno la llamaban con un apelativo hiriente: “La monja blanca de Amherst.” La elección de Emily por el color blanco nace en 1958, a sus veintiocho años, al partir a San Francisco un hombre clave en su formación intelectual: el reverendo Charles Wadsworth.
De ilustre familia, Emily (quien no supo nunca que tenía el genio) se negó a la vida pública, pese a haber sido una joven bella, pequeña, sonriente, educada. Encerrada en su casa de Amherst o efectuando largos paseos por el campo con su perro, Emily Dickinson fue ejerciendo en sí misma –contra sí misma– una lenta tarea de nulificación, apenas alumbrada por el amor fulgurante que tuvo por un predicador que conoció de adolescente en Washington, lo cual terminó en fracaso al enterarse de que era casado, y en segundo término, la posible relación con su cuñada; eso explicaría acaso los decenas de poemas de amor que escribió. Al final de su vida, o quizás antes, Emily parece haber conseguido, luego de una tarea sin descanso, llegar a ser Nadie y haber logrado “huir del paraíso”. O dicho por Francisco Hernández en una suerte de carta que Emily deja en un buzón: “¿Quiénes son ustedes?/ ¿Por qué me vigilan o me espían durante/ el Día y parte de la noche?/ ¿Qué quieren de mí si yo no existo?”
Hablamos de datos reales de Emily que apuntan los escribas y su hermana Lavinia Dickinson. Pongamos algunos: la existencia de un daguerrotipo cuando tenía dieciséis años, el perro Carlo, la familia –padre, hermanos, Lavinia–, la lectura delLibro de las Revelaciones, los escasísimos siete poemas que publicó en vida, las cartas, los libros predilectos, la silenciosa escritura de sus poemas y los detalles de la muerte y el sepelio. En general, críticos y biógrafos ven a Emily Dickinson y su obra de una manera indivisible.
Recojamos dos opiniones altamente autorizadas. Una, la de J. B. Priestley, en su famoso libro Literature and Western Man, donde hace en general un análisis muy severo de los poetas estadunidenses del sur y de Nueva Inglaterra de aquella época. Sin embargo, resalta una gran excepción: “Quien más se aproxima a la expresión del espíritu y del carácter de Nueva Inglaterra es una poeta que permaneció ignorada mucho tiempo, Emily Dickinson, una solterona que poseía un estilo brusco, cortante, con frecuencia desmañado, no muy alejada a menudo del motivo de la muerte, pero capaz de lograr en ocasiones una poesía densa y atrevida, que hace parecer tímidos a los poetas de su tiempo y la cual tiene una variedad retórica extraordinaria.”
La otra es de Jorge Luis Borges, quien en un bello juego de comparaciones con Ralph Waldo Emerson (donde trata mucho mejor a Emerson como poeta que Priestley), resume extraordinariamente: “Pese a diferencias notorias, la obra poética de Emerson y la de Emily Dickinson son afines. No debemos atribuir esa afinidad a un influjo directo del primero sino al compartido ambiente puritano. Ambos fueron poetas intelectuales, ambos desdeñaron o descuidaron la dulzura del verso. La inteligencia de Emerson fue más lúcida; la sensibilidad de Emiliy Dickinson quizá más fina. Los dos abundan en palabras abstractas. Una labor que abarca mil piezas y que no se escribió para la imprenta adolece fatalmente de desniveles, pero en las mejores páginas [de Emily] se conjugan la pasión mística y el ingenio” (Introducción a la literatura norteamericana).
En la actualidad, en América Latina, quizá nadie podía ahondar más en la mente y en el alma de Emily Dickinson y trasladarlo en un libro de versos como Francisco Hernández. Se empeñó en la labor, y la hizo intensamente. Lo hemos dicho desde hace cosa de veinte años: Hernández no sólo es el mejor poeta de las promociones de los nacidos en las décadas de los cuarenta y cincuenta, sino ante todo es un gran poeta.
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