miércoles, 6 de marzo de 2013

VIDA CON BONIFAZ, Sandro Cohen



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Corría el mes de noviembre de 1982 cuando acudí a una cita memorable en el aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. No solo viajaría a Nueva York para dar una serie de conferencias acerca de la nueva literatura mexicana en varias universidades, sino que me sería dado conocer, en persona, a uno de los grandes poetas del siglo xx en cualquier idioma: Rubén Bonifaz Nuño.
De pronto, frente a los mostradores de Aeroméxico en lo que entonces era la única terminal, vi a un hombre de mediana estatura, de bigote amplio, cabello cano y revuelto, en traje de tres piezas, chaleco brocado, leontina ypin de la Universidad Nacional Autónoma de México.
—¡Es un honor conocerlo, don Rubén! —balbuceé porque no sabía qué otra cosa decirle. Además, uno era joven y tenía que parecer serio—. He leído varias veces De otro modo lo mismo, y hasta publiqué una reseña en la Revista de la Universidad.
—Por supuesto —comentó en voz apenas audible—. Ya la leí. Le faltaron adjetivos… —y dos segundos después estalló en carcajadas. Así conocí a don Rubén: bromista, solidario, generoso y sabio. Solo se mostraba serio cuando se trataba de hablar de la literatura que más quería, de sus maestros, de lo que uno puede aprender de los mayores, de lo que vale la pena aprender. Acerca de sí mismo, y consigo mismo, era de sangre muy ligera, y así se comportaba con los nuevos amigos que haría en aquel viaje: René Avilés Fabila, Bernardo Ruiz, Martha Robles y quien esto firma. A Marco Antonio Campos, Vicente Quirarte y Carlos Montemayor, Rubén los conocía desde antes por azares de la vida universitaria. De hecho fue Carlos (1947-2010) quien organizó el viaje en su calidad de zar de la cultura en la uam.
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Rubén Bonifaz Nuño 
©Concepción Morales
Trato de evitar ser inoportuno cuando se trata de convivir cercanamente con gente famosa. Hay un periodo entre el momento cuando uno conoce a alguien y cuando se da un trato familiar lleno de experiencias y emociones compartidas. En ese lapso, nunca sé bien si mi presencia es bienvenida o si constituyo una molestia. Rubén jamás me hizo sentir esto. Nos tuteamos desde el principio y jamás se negó a conversar conmigo, ofrecerme algún consejo —fuera literario o personal—, tomarme la llamada, explicarme una minucia de la gramática española, leer y comentar algún poema mío. Pero solía pensarlo dos o tres veces antes de hacerle esa pregunta, antes de llamarlo por teléfono, antes de vencer mis propios temores de enseñarle algún poema nuevo o traducción en que estuviera trabajando. Sabía que don Rubén siempre se encontraba ocupado en algo, fuera en cuestiones universitarias o en la traducción de Homero o Virgilio o Propercio, o en sus ensayos sobre la iconografía indígena.
En una ocasión lo acompañé al Museo de Antropología. Únicamente éramos él y yo. Ya no recuerdo cómo se hizo ese milagro: la oportunidad de ver las serpientes, jaguares y demás esculturas en piedra pertenecientes a la Sala Mexica a través de los ojos y la sensibilidad de Bonifaz Nuño. Me explicaba qué sucedía cuando se juntaban, de perfil y encontradas, dos cabezas de serpiente: se veía, en medio, otra cabeza vista de frente —¿de ser humano, de serpiente?—, imagen que siempre relacionamos con Tláloc. El ojo derecho de la serpiente de la izquierda era el ojo izquierdo de la tercera figura. El ojo izquierdo de la serpiente de la derecha era el ojo derecho de esta imagen de Tláloc. De repente, me di cuenta de que había que ver casi todas las esculturas mexicas en no solo tres dimensiones, sino que también había que observarlas en su contexto y percatarse de cómo encajaban en el mundo al mismo tiempo que representaban al mundo.
Nos paramos frente a la Coatlicue. Me confesó Rubén que le había tenido miedo, que sentía fortísimas vibraciones, sensaciones extrañísimas que emanaban de ella.
—Vine diario durante muchas semanas —me confió—, y le preguntaba a la piedra: “¿Qué quieres decirme? ¿Qué eres? ¿Quién eres?”. Y me sentaba a escucharla, hasta que me habló, hasta que me di cuenta, y el mundo se abrió.
Me habló de la falda de serpientes y el collar de corazones, de las garras que tenía en manos y pies, ojos y bocas feroces en sus coyunturas. Toda ella parecía un tejido de serpientes y calaveras; manos, ojos, colmillos y corazones. Me llevó hasta la parte posterior, señalando en el camino cómo los costados de la Coatlicue también estaban perfectamente esculpidos.
—No solo eso —me explicó—. También está esculpida la base de la Coatlicue, porque había que verla desde el otro mundo, desde la entraña de la tierra.
Pensé de inmediato en el concepto cabalístico —y geométrico, desde luego— de que todo cuerpo sólido no tiene cuatro sino seis lados. Un ladrillo simple lo ilustra: lo conforma cuatro costados, un plano superior y otro inferior. El séptimo es el que no vemos, el que representa la completitud. Es invisible al ojo humano porque representa la visión de Dios.
—La Coatlicue no es la escultura de una diosa, sino la representación del momento justo anterior a la creación del mundo.
En otras palabras, había que verla como una especie de mural en tres dimensiones, visible asimismo desde el cielo y el inframundo, en 360 grados. También es una escultura en que el tiempo está retratado. Se trata del instante anterior a lo que nosotros denominamos Big Bang, traducido al idioma de los iconos mexicas, cuando todo lo demás se perfila embrionariamente y está a punto de expandirse. ¡Cómo no iba a trasmitir semejante carga de vibraciones! Había que tener la sensibilidad para recibirlas y comprenderlas en su propia dimensión, sin confundirlas con el ruido de fondo que constituye la iconografía y simbología occidentales. Bonifaz Nuño trabajó estas ideas de manera profusa en sus libros sobre “las piedras de los indios”, como el poeta las llamaba con cariño.
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Rubén Bonifaz Nuño en Monte Albán fotografiado por Sandro Cohen
©Sandro Cohen

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