En cada estertor que la vieja y crónica tos catarral le provocaba, acababan asomando a sus cansados ojos grises, sendas lágrimas vidriosas, que cuidadosamente secaba con un pañuelo de fina batista. Se calaba entonces las gafas, y continuaba la acostumbrada lectura. Durante su permanencia mensual en la casona, Angélica se apostaba en el marco de la habitación todas las tardes, casi a la misma hora, para cumplir con su diaria tarea, preguntando: “¿Quiere que le sirva el té, abuela?” Por respuesta, Mercedes siempre formulaba idéntica pregunta: “¿ya es hora?” disponiéndose a beber la taza de humeante Earl Grey que su nieta le acercaba. Disfrutaba la ocasión con soltura y gratitud. A su memoria llegaban repetidos recuerdos vinculados con aquella tarde en que la esposa del embajador chino, le obsequiara ese juego de té con tanto valor emotivo e histórico para ella. Al cabo de unos minutos apoyaba la taza sobre la mesa redonda de caoba, ubicada junto a su sillón hamaca y se dormitaba unos minutos. Luego, una hora más tarde, la joven se presentaba nuevamente y comenzaba a peinar sus escasos cabellos grises, perfumándola con colonia de azahar; le cubría sus piernas con una vieja manta inglesa y acercaba el jarabe con llantén que la aliviaba. Así, Mercedes esperaba que la noche invadiera su habitación y se regocijaba contemplando los últimos rayos del sol moribundo en cada atardecer. Frente al ventanal de aquella casa colonial, la capilla de Nuestra señora del Carmen le provocaba sosiego y recreaba su vista. Llegado el ocaso, el motivo de su lectura poco a poco se iba resbalando de sus manos hasta caer y desparramarse sobre el piso entablonado. Era entonces el momento en que la empleada y la nieta de turno alzaban a la anciana y la llevaban hasta su cama de roble, encendiendo la desvencijada lámpara con caireles de cristal. A Angélica le correspondía recoger las cartas que yacían en el suelo, acomodarlas en la caja forrada con un gastado satén celeste, y aguardar hasta la próxima mañana, cuando muy temprano, el ciclo se reiniciaría. Pasado el mes, sería reemplazada por Sofía, la cuarta de sus hermanas menores, repitiéndose indefinidamente el ritual, fielmente respetado y cumplido, en honor al juramento prestado a su madre en su lecho de muerte, cuando la tuberculosis se la llevó. El tiempo, implacable, establecería el final, sólo cuando la abuela decidiese no leer carta alguna, o cuando abandonase la espera de su apuesto general y se dispusiera a volar hasta el cielo para encontrarse seguramente con él.
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