sábado, 23 de marzo de 2013

LA CIUDAD, Benjamín Adolfo Araujo Mondragón.


La ciudad aparece ajena a mis escombros.
No vale ser la isla en que me han confinado
mis seres inmediatos, mis fantasmas distantes,
mis multitudes en que me solazo;
crecen dente de mi desesperanzas,
desalientos como pulmones fatigados,
gigantes pulmones que secretan utopías fallecidas
para pintar el paisaje laxo de una urbe que se fue
antes de llenarse de decretos de abandono
en cada uno de sus postes, en cada árbol
con la cabeza gacha de amargura.

La ciudad es una barca desierta.
No tiene sentido llamarla desde la noche
si ya sus grises días anuncian la desventura
de este desvarío de injusticias.
Es un naufragio colectivo la ciudad.
Nadie parece reparar en ello mientras
corre a deshabitar las oficinas, las fábricas,
los colegios o esos agujeros impropios
que llaman hogar con decoro
sólo para esas palabras huecas de dientes
afuera, vociferantes adjetivaciones
que esconden la desgracia que nos penetra a todos.

La ciudad es una ausencia colectiva.
Nido de antiguas voces que sí amaron,
desván de lentitudes para la fraternidad;
tal vez un peso seco sobre los infortunios
o una llama sin luz, o un viento
calmo que nos deriva a nada y nos quita
los gestos de la cara. Ni siquiera hay
la lluvia para ensayar heridas compartidas.
La ciudad es un páramo de desconfianzas.
La eternidad de lo inacabado se anuncia
con todos y cada uno de nuestros pasos.
No vamos a nada, ni acudimos a nadie,
ya no nos vemos; los espejos reflejan
nuestras ausencias intemporales.

La ciudad, esta ciudad, es todas las ciudades.
Es todas las ciudades y ninguna.
Cada ciudad de este hoy eterno tiempo
que se ha detenido en la nada de nuestros destinos
es la condena que nos merecemos porque
la hemos forjado con denuedo en nuestra
apátrida espiritualidad del desconsuelo merecido
a golpes de ceguera de nuestros puños
desde la impotencia del sueño.

Sólo queda un grito verdadero en este
silencio infértil que es la ciudad.
Allá, en el más recóndito callejón,
un violinista enloquecido, afiebrado,
toca el instrumento para ver si despierta
algunos de esos zombis que salimos
de nuestros agujeros a correr a ningún
lado todas las mañanas, todas las
mañanas, todas, todas, todas, semana tras semana,
mes a mes, año tras año, tras año tras año tras año
tras año: hasta que dejemos de rayar este disco inmundo
del abandono a que nos hemos confinado.

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