Un filósofo
Vilma Fuentes
No recuerdo cuál Carlos me presentó al otro. Si Payán a Félix o Félix a Payán. Quién de los dos me obsequió el regalo. Sucedió antes del ‘68, tal vez desde 1966 cuando me iba de pinta del colegio Francés para ir… a la facultad de Filosofía en la Universidad. Al café, no a sus aulas, “¡oh, pues, enferma!”, habría agregado el insepulto Carlos Félix.
Si en los salones de clase tuve la suerte de escuchar a Nicol y a Alejandro Rossi, en la cafetería pude dialogar, entre las sombras platónicas de Sócrates y Alcibíades, con fray Alberto de Ezcurdia, Salvador Elizondo y Carlos Félix. Nicol nos transportaba a épocas donde las brumas se desvanecen y nace el pensamiento occidental en Grecia. Ezcurdia nos devolvía a los tiempos cuando los hombres confundían el sueño y la vigilia. Rossi trataba de enseñarnos a pensar, no sin ironía, por nosotros mismos… ¡menuda tarea! Elizondo, alérgico a políticas correctas, conformistas y uniformes, me inoculó el instinto que permite al pensamiento sobrevivir a conceptos prefabricados y libera la reflexión de las idées reçues satirizadas por Flaubert. De él adquirí también la insolencia de la libertad mental. De Carlos Félix aprendí, si no a leer el pensamiento de los otros, sí a descubrir lo que el otro se ocultaba a sí mismo: sus más viles inclinaciones como sus más altos anhelos, sus vicios y sus dones. Maniqueísmos que chocaban a la dialéctica felixiana: Carlos no concebía la vileza sin honestidad ni la virtud sin corrupción. Visitarlo era someterse, más que a una observación de nuestros males, a una autopsia. Hurgaba y extraía a la luz de los propios ojos del “enfermo”. Su diagnóstico era inapelable. ¿La prueba? Quien, triunfante, llegaba a visitarlo, salía con el sentimiento de su derrota. Quien entraba vencido a sus “aposentos” –como Félix llamaba a los cuartuchos que le servían de albergue–, se iba con la sensación de la victoria. La pecadora partía purificada. La mujer que se creía virtuosa, arrepentida. Sus exabruptos eran impertinentemente pertinentes y, por su verdad y su descaro, molestaban. Carlos no soportaba las poses, lo incitaban de manera automática al ataque en regla. Más valía quitarse las máscaras al penetrar en su madriguera.
Philosophie du boudoir, dirían desdeñosos quienes de esta obra de Sade sólo conocían el título. Sus reflexiones y sus palabras eran las de un permanente transgresor de ideas fijas, normas, autoengaños, vanidades.
Cuando alguno de sus comensales, en un afán del heroísmo suicida a la moda, comenzaba a recitar las lamentaciones del Kaddish de Ginsberg: "He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura", Carlos Félix, con los ojos enrojecidos por la cólera, dando uno de sus saltos de felino, espetaba con su voz cavernosa: "Salvadas, enfermo, salvadas por la locura, ¡oh, pues!" Antes de soltar una estridente carcajada ante su solemne enojo. Félix conocía bien la diferencia entre la lúcida seriedad del espíritu y el pomposo espíritu de seriedad.
Imprevisible, a contracorriente pero nunca en el sentido esperado, Carlos Félix fue un personaje novelesco o más bien teatral por excelencia. Las anécdotas inspiradas por él eran numerosas, cada una tenía un acto, un gesto, unas palabras sorprendentes que hacían reír a todos, los mismo a quienes concernía la burla, pero preferían no pensar imitando sólo la risa, el ruido, no el furor.
Autores, no pocos y reconocidos académicos –Carlos habría reído con profunda seriedad de sus homenajes– trataron de hacer de Félix un personaje de sus relatos. Un Falstaff con su pasado épico legendario que se pierde en las brumas de un presente más que turbio. Pero no todos tienen el talento de Shakespeare para crear un Falstaff aunque lo tengan a su mano. Las tentativas fueron más que fallidas, la tradición oral se impuso a sus trovadores.
Se arrebataron la palabra para tratar de convencerme que Carlos estaba bien muerto y sepultado. Fue en Tepoztlán el entierro póstumo del Insepulto. Entre cubas libres a su salud eterna y algunos cognacs por el alivio del imaginario “enfermo”.
¿No se dejó arrancar todos los dientes por Lalo? En nombre de la ciencia, enfermo, completa Ignacio, el apodado “poeta” por Carlos, de quien imita la voz ronca al repetir esta frase del Insepulto.
Lalo le hizo una dentadura. Que nunca usó. Algunas veces. Como otros la corbata, para las grandes ocasiones. Cuando fue a Los Pinos. Una idea de Juan Garzón. Fue uno de los desayunos que le organizaban a Echeverría. Con las mujeres, con los intelectuales, con los jóvenes, con los chichimecas, con los escolares, con … En el Museo de Antropología. El de las mujeres fue en Los Pinos;¿no se llevaron hasta el mantel con la vajilla como recuerditos? Juan organizó el de los intelectuales de izquierda o algo así. Convenció a Carlos de asistir. Pero le quería poner la dentadura. Carlos se negaba. ¿Para qué, si no voy a morder? Total, se la quitó al llegar a Los Pinos: “Cuarenta y tres años de militancia bolchevique arrojados por la borda, enfermo, ¡oh, pues!”, nos repetía Félix después de su visita a la residencia presidencial, los ojos llorosos de rabia, antes de la sempiterna carcajada con que se burlaba de él mismo. “A lo mejor dejé de ser la miserable excepción.” Carlos nunca se avergonzó de ser así calificado por algunos antiguos camaradas cuando aceptó la autocrítica infamante exigida por el Partido Comunista, mientras Revueltas y otros formaron, a raíz de su expulsión, la Liga Espartaco.
Las anécdotas sobre Carlos salpicaron una sobremesa que nos llevó a la medianoche. Félix estaba presente, vivo, insepulto. Había que conseguir dinero para enterrarlo, o al menos para velarlo. Un difunto se vela con algo de respeto, así sea ahogado de borracho. Las quemaduras de cigarro con que se probó su deceso eran claras: Félix había muerto: una vez el dinero reunido, se compró un litro de ron en honor del difunto: ¡Milagro! El olor de la bebida favorita de Carlos lo resucitó.
Como decía Platón, ¡oh, pues, enfermo!, salud.
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