lunes, 1 de julio de 2013

[EL DÍA DE LA CRUZ], ORGÍA RITUAL EN LOS DOMINIOS Y DEMONIOS DE LA LENGUA, René Rodríguez Soriano

«El día de La Cruz», orgía ritual en los dominios y demonios de la lengua

«El día de La Cruz», orgía ritual en los dominios y demonios de la lengua
RENÉ RODRÍGUEZ SORIANO [mediaislaLa novela, escrita aparentemente sobre los cueros de un bongó, es un verdadero guaguancó. Un archipiélago de voces y sombras que danzan y se adueñan del espacio y de los vientos.
 Nadie baja vivo de una cruz.Julio Cortázar
Como el Caribe, cundido de tonalidades y matices, El día de La Cruz(mediaIsla, 2013) es una novela llena de luces y sonidos, y gente. Mucha gente de todos los colores, y una Babel de lenguas, raíces, desinencias abiertas hacia todos los confines del azul y de la luz. sucede y acontece a borbotones y a la vez, casi a la misma hora y en el mismo lugar, a bordo de este animal fiero y vivo que, con pericia y malicia de artesano ha logrado armar el cubano Manuel García Verdecia; una galería de personajes que se explayan y se desplazan contraviniendo todas las normas de lo normalmente establecido. Flora y fauna machihembrada, sale al día y a la luciendo su desnudez. Sin muchos periquitos ni rodeos, desde las primeras líneas de la novela, la voz que narra nos convida a tomar parte en una fascinante aventura:
Este es el día, piensan milagrosamente y a la misma hora doce de las cuatrocientas mil cabezas que cada día rompían sueño y ansia contra los arrecifes del destino en La Cruz”. Pág. 7
Tras la lectura de esa frase con apenas 32 palabras, escrita con incuestionable precisión y limpieza, el lector no tiene más salida que abocarse a la aventura. Leer a pecho abierto, a todo tren, sin perderle ni pie ni pisada a la Alemana, la Jamaiquina, el Estibador, la Triple V, el Espiritista, la Mocita, el Muchacho de la Zarzuela, el Vicario, el Agente Secreto, el Morito, la Mantis y el Chinito Verdulero… Doce vidas, una docena de oficios y formas de ganarse la  o de pasársela. Cada  de ellos, un universo de iluminaciones y confrontaciones; una sucesión de instantes que nos conduce aceleradamente, “en un duelo entre la realidad y el deseo” a algún lugar que, aun con lo poco que deja ver a través del rotito de Barthes con el cual se ha cuidado de cubrir el desparpajo de cada uno de esos entrañables seres, el narrador logra llenarnos cada vez más de fascinación e intriga por descubrir qué tipo de huracán o pasión los anima en ese día, su día; el de cada uno de los personajes con su mundo a cuestas, el de La Cruz, el de la Isla y el universo bullente que entra y sale en marejadas cada vez más llenas de vida y encanto.
¿Y de quién se vale García Verdecia para conducirnos por los alocados pasadizos de este espectacular día en el pueblito tan distinto y tan igual a otros tantos pueblitos del Mar? Nada más y nada menos que de una voz, un narrador que sin protocolo alguno convoca a todos los demonios de la lengua para guisar, en buen cubano, una novela sabrosa de principio a fin. Sin lugar a dudas, en esta acelerada y bien articulada aventura del lenguaje, y aprovechando a conciencia una valiosa tradición narrativa, el autor logra construir un universo ambiguo, exuberante:  en consonancias y disonancias, a todo dar. Conforme con las enseñanzas de Cervantes, esta fiesta de amplias sonoridades y registros, confirma una vez más que la novela es el único medio que nos permite ver el mundo tan cromático como en realidad es. Variopinto, vertiginoso, audaz y lleno de confluencias y afluencias. Gozón, porque indudablemente El día de La Cruz es una novela llena de fuerza, gracia y un humor de madre, cuidadosamente administrado en dosis que provocan en el lector corrientazos de complicidad y hartos deseos de seguir y seguir en la vorágine de esa especie de río fuera de madre que se desborda por los confines del caserío, la Isla, el archipiélago y el mundo que late y vibra en un lugar donde se confunden y condensan todas las aguas, todos los ritmos y la luz:
“Los isleños no perdonan a alguien que no tenga sentido del humor y no sepa bailar.” Pág. 39
“La cabeza, el pecho, los muslos, el sexo de Cándida, estaban impregnados de ritmo y armonía. No creía respirar sino entonar, ni caminaba sino danzaba. Su vida era un concierto.” Pág. 48
“Toda una noche danzando y cantando. Unos tras otros entraban en trance. Desfilaron un indio, un congo, un, hablando en lenguas y diciendo improperios. Llegaron a la conclusión de que aquello era obra de los santeros haitianos…” Pág. 186
“…el Alemán, ya saturado de  y de armónica, mandó a callar al bobo y empezó a entonar las tonadas del Forelles Quintet de Schubert […] e improvisaron compases de danza antillana para tropicalizar los lieder. Con el cuarto trago, como los isleños no conciben música sin baile, se pararon e inventaron pasillos incitantes a aquellas líricas melodías.” Pág. 321
Uno a uno, todos los personajes a la vez, dan rienda suelta a ese doctor Merengue que cada uno lleva dentro. Sueltos, sin melindres, dejan  afuera los atávicos perros del deseo. En líneas paralelas que, por momentos amenazan con juntarse y no se juntan, se lanzan a la noche más oscura de su día, tras su día. Aferrados a esa pulsión deseante que los mantiene firmes y  sobre “las cuchillas del reloj”. Cada uno en lo suyo, cada quien con su fardo de dudas y miserias. Empujando, avanzando con la firme convicción de arrancarle a la jornada su ración de sueño, de ambición. Vienen y van. La  Alemana, urdiendo sedas y artimañas para tocar y manosear la carne casi a  de salir del asador; la Mocita Gallega —toda carne, toda sed—, atizando y toreando piafantes toros que se desaguan sin lavarse en las alambradas; el Negro Estibador, fundido y confundido en las periferias del materialismo histérico o el llavín del closet. El Vicario, pico de oro… El Marinero que se perdió en la gracia del Mar, El Pato Macho; las historias detrás de la historia y atrás, no tan atrás, como telón de fondo, tanto la voz que narra, como la ciudad con toda la sensualidad y la desenvoltura que la cubren, hacen y dicen de las suyas.
La ciudad, cuerpo lujurioso y lleno de sinuosidades y deseos:
“El cuerpo de la ciudad es sensual, lujurioso, hambriento de placeres […] una criatura hermafrodita que de día recibe el falo incendiado de sol, mientras que de noche, extiende su verga opalescente para alcanzar los pliegues de la penumbra. Los cuerpos que la caminan, la lluvia que la lava, la brisa que la refresca, la luna que la acaricia, la noche que la abraza, el rocío que la hiende, la música que la adormece, los frutos que la alimentan, los árboles que la maquillan, las casas que la visten, los sexos que la desvisten, todas las formas, todos los colores, todos los sabores, todos los olores, hacen de este cuerpo múltiple y uno, el engranaje más perfecto de la lascivia. Toda ciudad es un cuerpo que se entrega y reclama.” Págs. 197 y 198
La voz que narra, voyerista, omnisciente que aparece y desaparece en momentos en que nadie la está esperando, y retoca y acota con desenfado y desmesura:
“Mejor no miramos pues tendríamos que detener la narración”. Pág. 17
“Dicen que los cogieron llevando otras cuentas en la oscuridad de la oficina.” Pág. 154
“…como Concha que por una peseta daba un recital con el más ensordecedor repertorio de obscenidades que ni Camilo José Cela”. Pág. 194
“…el occidente y el oriente, el norte y el sur, todo mezcladocomo el sino de la Isla”. Pág. 196
“Y la vieja asintió —o sea, no sintió, antes bien consintió al parecer complacida— y asentó su firma en el acta.” Pág. 244
…esta semejanza no la establece él sino el que escribe.” Pág. 295
“Esto no lo dice el joven, lo escribe el autor traduciendo lo que siente el Caso, que así le llamaremos, ya sabrán luego porqué…” Pág. 343
La novela, escrita aparentemente sobre los cueros de un bongó, es un verdadero guaguancó. Un archipiélago de voces y sombras que danzan y se adueñan del espacio y de los vientos. Sin lugar a dudas, el autor, el que cuenta la historia, de vez en cuando, cuando le conviene y siente que hace falta asestarle un pinchazo al lector para que agarre el ritmo y siga prendado de la historia, lo da. Luego sigue tan campante, contando y cantando, a viva voz, como si estuviera en medio de la plaza (igual que el Muchacho de la Zarzuela y el Morito) con todo el público congregado al frente, viviendo en primera fila el oreo de todos y cada uno de los trapos sucios del vecindario y el archipiélago. El día de La Cruz, con un ritmo trepidante, cruzada de principio a fin por un manojo de personajes memorables y un manejo del lenguaje audaz, constituye una lectura fresca y descarnada de un mundo que se sostiene en vilo sobre la balanceante línea que separa la magia del asombro; una muestra representativa de lo que somos en este gran barrio que vive y vibra al borde de las bullentes aguas del Caribe. | rrs, kingwood, txrodriguesoriano@yahoo.com

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