domingo, 28 de julio de 2013

EL LEÓN DE CALANDA, Leandro Arellano

El león de Calanda
Leandro Arellano
A Sergio Pitol, en sus primeros ochenta
Deporte rudo y violento si los hay, el del boxeo. Quién sabe, por lo demás, si merece pertenecer a dicho género. En su diccionario, María Moliner lo define así: “Boxear: luchar a puñetazos como deporte, según ciertas reglas.” Y como el toreo u otros deportes o espectáculos crueles, posee una cauda de seguidores, provenientes de todos los estratos sociales. La editorial The Library of America recientemente ha publicado un libro de textos de escritores estadunidenses sobre el tema. At the Fights (En la pelea), se titula el libro que, entre otros autores, incluye a Jack London, Sherwood Anderson, Norman Mailer y Joyce Carol Oates.
La afición al boxeo entre nosotros también está arraigada. Hubo una época en la que los mexicanos poseían varios títulos mundiales al mismo tiempo. Si no la hay, no sería mala idea juntar una antología en español de textos sobre el asunto. Al momento de escribir esta nota recordamos a Ricardo Garibay, Rafael Ramírez Heredia y Julio Cortázar, destacadamente. En aquel aguerrido relato que es La noche de Mantequilla, Cortázar recrea la legendaria pelea que sostuvieron en París, Mantequilla Nápoles y Carlos Monzón, en 1974. La famosa pelea sirvió a Cortázar de marco para el ejercicio narrativo de un ajuste de cuentas entre mafiosos.
Igual que Cortázar, Luis Buñuel fue un gran aficionado al box. Pero no sólo eso compartían los dos gigantones, pues ambos tenían un hondo y algo extravagante sentido del humor, que manifestaban de muy distinta manera, pero que no todos a su alrededor reconocían o aceptaban. Ambos, también, rehuían las multitudes, eran inconmovibles en sus convicciones y concebían la libertad como un valor supremo de la vida y del arte.
Una característica mayor que compartieron igualmente fue la reiteración, la insistencia en que sus obras tenían origen en sus sueños. Cortázar confesaba que sus mejores relatos eran fruto de sus pesadillas, mientras que Buñuel aseguraba que los argumentos y libretos de sus filmes habían nacido de ensoñaciones.
Desde su primera película, la obra de Buñuel generó debate, provocó controversias y mortificó a las buenas conciencias. Un perro andaluz desató apasionadas críticas y escándalos, produjo variadas interpretaciones, reseñas y comentarios, pero nadie describió mejor que su autor el contenido del filme: una confluencia de sueños. Efectivamente, no hay que buscarle tres pies al gato. Con todo y su admirable belleza, la película no es otra cosa que una continuación dispar, un ayuntamiento curioso de ensoñaciones.

Luis Buñuel tocando el tambor en Calanda
La edad de oro, su segunda película, corrió más o menos la misma suerte de Un perro andaluz. Pero Buñuel nada modificó o alteró de su concepción cinematográfica, en su prolongada existencia y en su largo catálogo fílmico. Hasta Ese oscuro objeto del deseo, su última obra, el autor no varió en su propósito e intenciones. Se atenía a las veleidades del sueño para forjar sus creaciones y –ya sabemos– los sueños no tienen lógica. El ángel exterminador acaso la obra donde Buñuel alcanza el mayor lirismo, con esa atmósfera agobiante de la que nadie puede escapar, se hermana de cerca con la atmósfera de tantos cuentos de Cortázar.
Transformar el mundo fue el propósito de Marx, cambiar la vida el de Rimbaud. La combinación de ambos fue la divisa de los surrealistas, con quienes Buñuel se congregó apenas arribó a París. De una sentada conoció y trabó amistad con Breton, Max Ernst, Paul Eluard, Tristan Tzara... Los surrealistas, anotó Buñuel en sus memorias (Mi último suspiro) no buscaban establecer una nueva filosofía o una nueva poética, sino que se proponían cambiar el mundo. Ironía de la vida, a este hombre que por sobre todas las cosas le repugnaba el fanatismo, algún tiempo más tarde sus amigos surrealistas lo sometieron a juicio ¡por el éxito que había alcanzado Un perro andaluz!
Calanda es una pequeña población de no más de cinco mil almas, enclavada en la comunidad de Aragón, al noreste de España, que ha sobrevivido por siglos de la producción de aceite de olivo, sobre todo. Allí nació Buñuel en 1900, hijo de un aragonés que había acumulado cierto capital en Cuba y de una madre más joven que el padre. En sus memorias, Buñuel revela que su niñez transcurrió en circunstancias más o menos similares a las que canta Joan Manuel Serrat en “Pueblo blanco”, y que “muchos de mis contemporáneos con origen en la provincia mexicana reconocerán igualmente suyas. En el pueblo en que nací, la Edad Media se prolongó hasta la primera guerra mundial”, escribió Buñuel.
El León de Calanda fue el apodo que eligió como boxeador. Así lo anunciaban los carteles cuando había que subir al ring. Bien que lo asumió con toda seriedad, el temple socarrón –cuyo compendio representa el bachiller Sansón Carrasco– le venía sin duda de su tierra, del paisanaje de Castilla. No por nada era también aficionado de la novela picaresca. En sus memorias confiesa que asistió a una academia de baile y todos hemos visto la foto en que se le ve disfrazado de monja, o con sotana de cura, él, que tanto los azuzaba. La sorna, ese tono burlesco e iconoclasta lo traslada igualmente a sus películas realizadas aun en lo que ya los críticos llaman su etapa francesa.
Quién sabe qué tan cierto haya sido su apego a los cocteles, a los daiquirís, que menciona en sus memorias una y otra vez. Lo cierto es que en El fantasma de la libertad se ufana exhibiendo su propia receta.
El mes de julio próximo se cumplen treinta años de la muerte de este irreverente boxeador amateur, quien al morir, a los ochenta y tres, conservaba la misma lozanía espiritual que cuando se disfrazaba de monja, o cuando niño se estremecía al redoble de los tambores de la Semana Santa en su pueblo.
Hace unos años celebramos en la embajada de México en Rumania el Día de Muertos, en el Instituto Cervantes de Bucarest. Dedicamos el altar a este hombre que consideraba que la imaginación es la libertad total del ser humano. La concurrencia llenó a reventar el amplio local del Instituto y la fiesta perduró por varios días en los medios de comunicación del país. Seguimos convencidos de que su fantasma burlesco nos acompañó en aquella velada, que al final acaparó el grupo de música montañesa de los Cárpatos y la foto en sepia de Buñuel que, enmarcada desde entonces, nos acompaña como icono a todas partes.

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