domingo, 7 de julio de 2013

ENRIQUE FLORESCANO ENTRE LIBROS, Lorenzo Meyer

Enrique Florescano entre libros
Lorenzo Meyer
I
En el homenaje a un colega no es inapropiado, ni de mal gusto, iniciar la exposición haciendo algunas referencias personales. Conocí a Enrique hace más de cuarenta años, por un breve momento resultamos compañeros en una licenciatura de Relaciones internacionales en El Colegio de México, es decir, de ciencia política ¿Dije compañeros?, en efecto, pero también amigos y, de alguna manera y como resultado de las diferencias de edad –hoy mínimas, entonces aún significativas– y de experiencia, fue también una peculiar relación de maestro a alumno. En efecto, Enrique organizó seminarios de fin de semana y me dio entonces una serie de lecciones de política vía Marx que me resultaron tan o más importantes que algunos de los cursos formales que entonces tuve. Considero, pues, que para mí es perfectamente apropiado hacer un breve examen de la obra florescanesca desde la perspectiva del poder y de la política.
Como bien lo señalara nuestro autor en un ensayo publicado en 1980 en la obra colectiva Historia ¿para qué?, no hay historia políticamente inocente, no puede haberla, puesto que “en todo tiempo y lugar la recuperación del pasado, antes que científica, ha sido primordialmente política: una incorporación intencionada y selectiva del pasado lejano e inmediato, adecuada a los intereses del presente para juntos modelarlo y obrar sobre el porvenir”. Partiendo de esa interpretación de la historia, Enrique Florescano puede concluir: “Politizar la investigación a través de la participación representativa y democrática de quienes la realizan es pues un requisito indispensable para el desarrollo de una ciencia social verdaderamente integrada en la plenitud social que produce.”
En vista de lo anterior, es legítimo que la obra del personaje pueda y deba medirse con la misma vara que él propone medir y de hecho ha medido ya, a otros muchos historiadores, contemporáneos y anteriores.
Veamos la primera obra sustantiva de Enrique Florescano, su primer libro, el que se publicó en 1969, Precios del maíz y crisis agrícolas en México*. Se trata de una realidad de su tesis doctoral en Francia, un trabajo que refleja muy bien un modo de hacer historia dominante en la época, que es cuantitativa pero que, desde luego, tampoco es inocente. Dejemos a un lado las series de fluctuaciones en cantidad y precio del maíz, el producto agrícola básico de la sociedad novohispana y centrémonos en el tema del poder que está detrás de la semilla. En un estudio como éste, el tema político está más implícito que explícito, e incluso alguien podría tomar el conjunto del trabajo como algo ajeno a la política, es decir, a la lucha por el poder y sus beneficios. Pero como lo señalaría once años después el autor: no hay tal.
Permítaseme ahora dar un salto temporal, dejar a un lado otros de los trabajos de nuestro autor, para enfocar la atención ya no en las obras de investigación rigurosa y de archivo sobre temas muy específicos, sino pasar a los trabajos del Florescano maduro, en donde, con grandes pinceladas, busca dar al lector interpretaciones generales del desarrollo de México a lo largo de siglos o de milenios.







Si la esencia de la política es la distribución de los recursos de la sociedad por la vía de las decisiones de con la autoridad, entonces resulta que el hecho político básico del México colonial fue el uso del poder para permitir la creación y la consolidación de la gran unidad productora del alimento básico de la sociedad: la gran hacienda. Fue justamente la concentración de tierras productivas en pocas unidades y en pocas manos lo que hizo que los ciclos agrícolas de abundancia y escasez tuvieran efectos sociales tremendos para el grueso de la población, es decir, para los sin poder.
Al poner al descubierto el mecanismo mediante el cual los precios hacían que las crisis transfirieran sistemáticamente grandes ganancias a la hacienda a costa de los intereses del pequeño propietario, de las comunidades indígenas y del pueblo en general, Enrique Florescano contribuyó a poner en claro que el mercado novohispano era manipulado por la estructura de la propiedad y que ésta era resultado de decisiones políticas. Si no hubo en Nueva España el “precio medio progresivo” que sí hubo en otros ambientes europeos, entonces no pudo evitarse que el mercado de la Nueva España funcionara como un juego de suma cero –si un actor ganaba es porque otro perdía‒ en vez del otro posible, uno donde todos los sectores sociales pudieran ganar algo, aunque en distintas proporciones, desde luego. La conclusión es que, tras treinta años de alza continua de los precios agrícolas, se llegó a una distorsión extrema de la estructura social del México de inicios del siglo xix. Y fue esa distorsión la que contribuyó a crear un clima propicio para la diseminación de ideas “subversivas” de los independentistas, ideas que, a su vez, abonaron muy bien el terreno para que al estallar en El Bajío el movimiento de rebelión de 1810, éste creciera con sorprendente rapidez hasta convertirse en el gran y sangriento movimiento de insurrección social que fue.
En 1969, cuando se publicó el libro comentado, la lectura política de ese trabajo inicial de Enrique Florescano es clara: de la misma manera que no hay obra histórica inocente, tampoco hay mercado neutro, toda estructura económica tiene un mecanismo que favorece a unas clases y grupos más que a otros. Quienes ejercen el poder no pueden alegar inocencia por lo que se refiere a la distribución de los costos y los beneficios por la vía de los precios, especialmente cuando esa distribución es tan inequitativa como lo fue en la época colonial. Vaya, pues, que si hay aquí una toma de partido por lo que hace a la esencia del poder, que es válida lo mismo en la época colonial que en el México neoliberal.
II
El punto de partida, me parece, tiene que serMemoria mexicana, de 1987. Aquí, como en ninguna de las obras anteriores, y basado ya en un dominio notable de la bibliografía mexicana y extranjera, nuestro autor nos muestra y analiza cómo se han elaborado y usado las visiones del pasado, sea en el México prehispánico o en el colonial, con el claro propósito de legitimar el poder político y el orden existente. Desde luego que también está el otro lado de la moneda: las contra élites indígenas primero y criollas después, que también articularon un discurso histórico para justificar sus rebeliones, sobre todo el movimiento de independencia de inicios del siglo xix.
De Memoria mexicana, y usando esta opus magnacomo su base, Enrique Florescano pasó a elaborar al menos un par de trabajos que pueden analizarse como obras que son básica, aunque no exclusivamente, políticas. El primero es el más reciente: Historia de las historias de la nación mexicana. Se trata de un enorme lienzo narrativo que abarca, al menos, tres mil años de historia: Aquí, el concepto que funciona como eje de toda la obra es el de “canon histórico”, término que proviene del lenguaje eclesiástico, y lo que se puede definir como regla o código de doctrina, elaborado por un grupo o institución y confirmado por una alta autoridad.
El primer canon o versión oficial del origen de una sociedad del que se tiene noticia en México proviene de la cultura olmeca. Ahí lo destacable, además de ser el origen de la unidad del mito prehispánico, es el hecho de que sistemáticamente los sucesores de los olmecas, los gobernantes, se sintieron obligados a manipular la visión del pasado para presentarse como herederos legítimos de las civilizaciones que les antecedieron. Sin esa liga directa con el pasado remoto, su derecho a gobernar hubiera quedado cojo. Y por sí sola la fuerza no era suficiente para asegurar la sumisión del conjunto a la voluntad del gobernante.
Tras la inesperada y brutal entrada de los europeos en el mundo indígena, éste se vino abajo casi por completo. Una cierta fidelidad a unos dioses que habían fallado a su pueblo de manera catastrófica se mantuvo en las márgenes de la sociedad indígena novohispana, pero esa visión del pasado ya no pudo competir con la visión triunfante: la gran energía narrativa para hacer entender al lector lo duro, persistente e implacable del esfuerzo de la Iglesia católica por destruir –entregándolo literalmente a las llamas supuestamente purificadoras‒ todo documento donde los indígenas hubieran dado cuenta del pasado anterior al nuevo dogma, al católico. La incineración sistemática de los invaluables “libros pintados” resultó ser la verdadera esencia de la “destrucción de las Indias” de la que nos habla Fray Bartolomé de las Casas. El objetivo de esa destrucción no era sólo mostrar desprecio por lo desconocido o simple encono, sino sobre todo era político: se requería limpiar el terreno ideológico para imponer a la sociedad recién dominada una nueva visión donde lo único realmente legítimo fuera el conquistador y su idea cristiana del mundo.
En el discurso histórico que surgió con la conquista, los indígenas prácticamente desaparecieron como actores o protagonistas de su historia. Un nuevo “plan divino” sustituyó al de los derrotados, y en ese plan los indígenas recién convertidos ocuparon el lugar de objetos y nunca de sujetos. Apenas si se salvaron algunos relatos en náhuatl contenidos en los “títulos primordiales” y eso por razones jurídicas, por haber sido empleados en los tribunales coloniales para defender los derechos de algunos pueblos al uso de tierras, aguas y bosques. Hoy son documentos preciosos para el investigador.
Tras el canon colonial surgió, penosamente, el nacional. Al final de la colonia, en el siglo xviii, la interpretación mestiza de la historia mexicana fue elaborada con claros objetivos políticos; su meta era iniciar la forja de la “Patria criolla”. Este nuevo canon encontró en Francisco Javier Clavijero (1731-1787) a su mejor exponente. Fue este jesuita exiliado quien logra elaborar una interpretación no religiosa y muy positiva de la época prehispánica que se proyecta hacia el futuro. Esta interpretación, aunada al culto de la Virgen de Guadalupe (pluriétnico y pluriclasista), es el arranque de la construcción histórica de una nueva identidad mexicana que culmina con las interpretaciones elaboradas por Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante.
La ausencia de un verdadero Estado, de un sistema de gobierno viable en la primera mitad del siglo xix, explica, según Florescano, que no se lograra generar entonces una verdadera “historia patria”. Se requirió que la lucha civil corriera en su larga ruta y que el triunfo liberal permitiera la creación del primer “Estado de Orden”, para acometer el nuevo gran proyecto: la creación del “canon nacional”. Y esa magna tarea la imaginó, coordinó y culminó una sola persona: el general liberal Vicente Riva Palacio. El resultado fue México a través de los siglos (1884-1889), “el logro mayor de la historiografía del siglo xix”. Su colofón fue elaborado por Justo Sierra: México: su evolución social (1900-1902). Ahora bien, en menos de diez años, esa evolución desembocaría en una inesperada revolución, en un nuevo régimen y en una nueva historia.
De manera natural el régimen que surgió de la descripción del porfiriato empezó a elaborar una nueva visión del pasado: una donde Madero, Plutarco Elías Calles o Lázaro Cárdenas aparecerían como herederos y culminadores de un proceso que arrancaba en el México prehispánico y en Cuauhtémoc, seguía con Hidalgo y Morelos, continuaba con Juárez, que se revigorizaba con la Revolución de 1910 hasta llegar a su institucionalización. Y resulta que esta vez el mejor exponente de esta nueva visión no fue ningún hombre de letras sino un artista plástico. En efecto, Diego Rivera, con su magnífico mural de la escalinata del Palacio Nacional (1992-1935) –un auténtico “libro pintado” del siglo xx–, logró la mejor expresión del canon revolucionario. Años más tarde, los libros de texto editados por el gobierno para las escuelas primarias no serían otra cosa que la puesta al día del canon posrevolucionario según las necesidades sexenales.
III
El autoritarismo postrevolucionario alcanzó su madurez justo cuando surgió la primera gran oleada de historiadores profesionales, que precisamente por serlo ya no se interesaron en elaborar una nueva “gran visión” de la historia al estilo de las anteriores. El canon empezó a perder fuerza. Y a partir de la crisis política del 2 de octubre de 1968, que afectó directamente a la comunidad intelectual, los opositores del “partido de Estado”, usando precisamente los instrumentos de la “historia científica”, cuestionaron sistemáticamente lo que quedaba de la interpretación oficial del pasado. Y es en ese lugar donde hoy estamos: se acabó lo que quedaba de una historia oficial y el nuevo régimen, el democrático al que se dio inicio en 2000, apenas inicia, titubeante, su intento por encontrar su justificación histórica y plasmarla en un relato creíble, pero donde difícilmente habrá un espacio tan amplio como en el pasado para crear un nuevo canon.
En las sociedades abiertas actuales, cualquier narración del pasado que explique y justifique una realidad presente tiene que aceptar convivir con narrativas alternativas que generalmente la ponen en duda en sus propios términos. En el México que despunta al siglo xxi, ya conviven en pugna varias interpretaciones, generalmente parciales, sobre lo que “realmente ocurrió” tanto en el pasado distante como en el reciente. El pluralismo democrático y la profesionalización del quehacer histórico permiten suponer a Florescano que en realidad ya no habrá un nuevo canon, sino interpretaciones de alcances modestos en comparación con sus antecesores y siempre en competencia. Desde la perspectiva de la libertad, esa no es una mala posibilidad y resultará algo compatible con la “incertidumbre democrática”.
Permítaseme ahora pasar al otro trabajo de historia política de nuestro autor, uno que lleva un mensaje muy puntual y muy relacionado con la coyuntura política del México en el que se elaboró. Me refiero a Etnia, Estado y nación, de 1997. Este es un rastreo sistemático de la huella de un enfrentamiento entre las etnias –los grupos estructurados descendientes de los pobladores originales– y la autoridad estatal, empeñada en crear desde el siglo xix una nación, pero decidida a no hacer lugar para la identidad e intereses de aquellas sociedades indígenas que insistían –e insisten aún– en reclamar un derecho a se­guir en posesión de sus tierras, aguas, recursos naturales, cultura y estructura de autoridad. Obviamente, como este enfrentamiento aún no concluye, como lo demuestra, entre otros, el caso de Chiapas, el ensayo de Florescano, pese a no llegar a nuestros días, sostiene una posición política muy clara en relación con el presente y el futuro posible. En realidad, el autor nos dice que el motivo de escribir este gran ensayo fue responder a una pregunta enteramente actual: “Por qué, después de nuestro largo conocimiento del problema indígena, otra vez estalla la rebelión en tierras pobladas por los campesinos mayas”.
De acuerdo con la visión de Florescano, pareciera que el intolerante Estado español pasó su divisa a su heredero, el Estado mexicano, la cual se resume así: “sólo hay un camino: el mío”. Para nuestro autor, a la autoridad actual le convendría reconocer que en el mundo indígena, en el de sus grandes civilizaciones originales, de los olmecas hasta los mexicas, la esencia de la cultura era la íntima liga de la comunidad con la tierra, además de una enorme complejidad religiosa y una estructura de autoridad. Y aquí conviene hacer un alto. Florescano está muy consciente de que esa autoridad indígena original tiene muy poco de democrática, y que en realidad el caciquismo es tan mexicano como el maíz.
De la “matriz nativa”, el historiador político que hay en nuestro autor pasa al examen de la relación entre la sociedad indígena conquistada y el Estado colonial, para desembocar en el duro y brutal choque entre, otra vez, esa vieja sociedad indígena y el nuevo y titubeante Estado nacional del siglo xx. Como dije, en este trabajo Florescano no se mete en el siglo xx, aunque el problema que estudia se volvió a presentar tanto en el México revolucionario y postrevolucionario como en el actual. No importa, el mensaje o, si se prefiere, la conclusión, es válida para el presente y el futuro inmediato: en principio, el concepto y la práctica de crear y sostener una nación puede y debe de ser compatible con la convivencia pacífica, constructiva entre el Estado y la etnia. Se puede, pues el examen histórico lo demuestra, introducir la solidaridad y el respeto en la relación de necesaria subordinación de la etnia del Estado.
La política española forzó a que la etnia tuviera “una identidad reducida al ámbito local” pero en sí misma esta organización contenía –y mantiene, aunque ya muy atenuado– el germen de Estado en el de nación. Mal llevada esa relación, como efectivamente ha ocurrido en México, ha desembocado en algo lógico pero no inevitable: en la incompatibilidad entre las naturalezas de la etnia y el Estado en nombre de la nación. El trágico choque entre esos dos niveles pudo haberse evitado en el pasado si el Estado decimonónico no hubiera adoptado una naturaleza excluyente. De ahí se desprende que lo que hoy queda de ese conflicto, lo mismo en Chiapas que en Oaxaca, en Guerrero que en Sonora o Chihuahua, se puede evitar si se asume plenamente la lección del pasado y se acepta que una ingeniería política adecuada pudo haber ahorrado la sangre derramada en el choque entre etnia, Estado y nación, particularmente desde la reformas borbónicas hasta el porfiriato.
De este último trabajo de Florescano se desprende una importante tesis cultural-politica. Es falso sostener que hay una sola identidad mexicana. Y sostener esto desde el poder es simplemente criminal. Las identidades nacionales, la más mexicana incluida, no son construcciones inmutables cristalizadas en el tiempo, sino que van cambiando con el tiempo y las circunstancias. De cara al futuro es necesario ‒pues aunque difícil no es imposible‒, aceptar la legitimidad de varias identidades mexicanas, aceptar la necesidad de preservar sus bases materiales y compartir espacios de poder entre los diferentes niveles.
IV
En conclusión, una dirección política de gran calidad y sensibilidad hubiera podido hacer compatible el proyecto de dar forma a la gran nación mexicana con el respeto de la identidad étnica, incluyendo la preservación de la tierra, la lengua y al menos una parte de la estructura de autoridad. En los 30 el general Lázaro Cárdenas asumió un nacionalismo generoso, tolerante, frente a lo indígena, y por eso, entre otras cosas, pudo hacer una paz real con la castigada nación yaqui enclavada en la compleja y sensible frontera de México con Estados Unidos ¿Por qué los sucesores de Cárdenas no llevaron esta política hasta sus últimas consecuencias para hacer que, finalmente, etnia, Estado y nación pudiera por primera vez convivir constructivamente en México? La respuesta directa a esa pregunta ya no está en la obra aquí tratada, pero está implícita. Al buen entendedor, las 512 páginas de este gran ensayo le deberían ser suficientes para llegar a ella. Como sea, la obra de Florescano nos obliga, como Estado nacional, a enmendar la política seguida frente a los reclamos de la etnia y, si tal cosa no se logra en este sexenio, hay que intentarlo en el siguiente, pues se trata de una tarea tanto histórica como moral que ya lleva mucho retraso.
Concluyo: como historiador, Enrique Florescano ha resultado ser poseedor de un buen discurso político.
Precios del maíz y crisis agrícolas en México
(El Colegio de México, 1969).
En el capítulo X de esta obra, y teniendo como telón de fondo lo que otros estudios hechos en la misma vena señalaban que sucedía en la Europa de la época, nuestro autor se centra en los efectos económicos y a partir de éstos, en los sociales, de las crisis agrícolas en la Nueva España. Las consecuencias de tales y muy frecuentes son el desempleo, la migración, la vagancia, la mendicidad, las epidemias y un trastorno de la ley y del orden: el bandolerismo.

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